Como ya relaté, estuve en Marruecos en Septiembre de 1993
El Consejo de Concertación sobre Agua y Saneamiento – WSSCC organizó el “Segundo Foro Global del Agua” en Rabat. Cómo muchos colegas del Secretariado Internacional del Agua (SIA) íbamos a ser invitados a ese Foro, Raymond Jost, cabeza del SIA, organizó en Casa Blanca, dos o tres días antes, una reunión del Consejo de Administración del SIA.
Yo había recibido la invitación formal y el pasaje enviado por el Comité Organizador del Foro mientras estaba de vacaciones en Francia con mi familia, así que, con mi mujer decidimos que ella también podría sumarse al periplo. Conseguimos un pasaje muy barato y se alojó en los mismos hoteles donde los organizadores me habían reservado alojamiento.
En Casa Blanca, mientras yo participaba en las reuniones y actividades del SIA, una pareja de amigos, Yves y Marie Paule Ménahèze, franceses residentes en Marruecos, muy amablemente se encargaron de acompañar a mi mujer, haciéndole conocer los encantos de la ciudad, sus atractivos turísticos, sus mercados y su arquitectura. La invitaron varias veces a almorzar y a cenar y en ningún sitio le permitieron devolver sus gentilezas. Así pues, convenimos que cómo ellos debían ir a Rabat la siguiente semana y siendo que nosotros íbamos a estar en esa ciudad, serían nuestros invitados una noche.
En el hotel de Rabat traté de informarme del nombre y dirección de un buen restaurante a donde pudiésemos invitar a nuestros amigos. Estaba formulando esas averiguaciones en la recepción cuando un elegante caballero que se encontraba por allí y me había escuchado, pidió disculpas y me preguntó si podía sugerirme un restaurante. Le agradecí y le conteste afirmativamente.
El restaurante que me recomendaba según me explicó, se encontraba en la Medina, la ciudad vieja, dentro de las murallas. Comenzó a tratar de explicarme la forma de llegar desde el hotel, pero vi que eso iba a ser demasiado complicado, así que por sugerencia de la recepcionista, le dio más bien las indicaciones al jefe de botones, pidiéndole que a su vez diera toda esa información al conductor del taxi que deberíamos tomar para llegar al restaurante. Previamente había que llamar a reservar, así lo hicimos y convenimos en que llegaríamos con nuestros invitados a las ocho.
El restaurante que me recomendaba según me explicó, se encontraba en la Medina, la ciudad vieja, dentro de las murallas. Comenzó a tratar de explicarme la forma de llegar desde el hotel, pero vi que eso iba a ser demasiado complicado, así que por sugerencia de la recepcionista, le dio más bien las indicaciones al jefe de botones, pidiéndole que a su vez diera toda esa información al conductor del taxi que deberíamos tomar para llegar al restaurante. Previamente había que llamar a reservar, así lo hicimos y convenimos en que llegaríamos con nuestros invitados a las ocho.
La Medina de Rabat, cuya construcción data del siglo XII, se ubica entre el Atlántico al norte y la desembocadura del río Bou Regreg al este. En su interior se ubica el barrio judío, pero su parte más importante es la magnífica “Kasba” o “ciudadela” de los “Udaya”. Hacia el sur, una hermosa fortaleza morisca de tonos rojizos, conocida como la “Muralla de los Andaluces” la separa del resto de la ciudad (se la conoce con ese nombre pues fue construida por los magrebíes expulsados de la península Ibérica por los Reyes Católicos).
La medina está conformada por una laberíntica estructura de estrechas callejuelas, en la que ni siquiera con un mapa resulta fácil orientarse y si bien se puede entrar y salir por varias puertas secundarias, el acceso principal a este recinto es la magnífica puerta de “Bab-el-Alú”.
Allí, al pié de esa puerta, nos dejó el taxi a las ocho de la noche en punto, argumentando que a partir de ese límite debíamos continuar a pie, pues los vehículos no pueden circular por las estrechas calles de la Medina. Íbamos a comenzar a protestar cuando un personaje alto, altísimo, con grandes mostachos, con la cabeza cubierta por la capucha de su magnífica jellaba blanca y un farol en lo alto de su mano derecha levantada, se acercó al taxi y aparentemente, preguntó si éramos las personas que teníamos reservación en el restaurante. Así nos explicó el taxista y no dejó en manos de este extraño.
Bajamos lo cuatro y comenzamos a seguir a nuestros guía luego de trasponer la puerta. Nos adentramos en el laberinto de la Kasba, cambiando de dirección a cada instante. A esa hora casi no había nadie en las callejas, las puestas de todas las casa estaban ya cerradas y solo unas débiles luces que se filtraban de ventanas estrechas y enrejadas de las plantas altas permitían intuir las casa estaban habitadas. Los muros eran blancos con zócalos azules, los pasajes estrechos, a veces de tal solo un metro de ancho, todos limpios y tenuemente iluminados. El silencio era total, nuestros pasos resonaban descompasados y en exceso; su sonido contrastaba con la forma sutil como las babuchas blancas de nuestro acompañante se deslizaban casi sin levantarse del suelo a medida que seguían las grandes zancadas de su dueño.
El farol de hojalata, con cuatro caras laterales cubiertas de vidrio para proteger la débil llama, presidía esta procesión fantasmagórica haciendo que cinco largas sombras se alejasen a veces de sus respectivos cuerpos. Ellas y nosotros ante la posibilidad no poder encontrar el camino en medio de ese cruce y recruce de callejuelas bordeadas de altos muros, nos pegábamos unos a otros y, todos, al gigante que nos precedía, como tratando de que sombras y temor se achicasen y pudiésemos tener una especie de seguridad reconfortante.
Mi esposa en varias oportunidades expresó en voz alta sus dudas respecto a que nada parecía estar abierto y no era claro hacia dónde nos conducía aquel sujeto. Nadie respondía las preguntas, ni él, ni nosotros; es más, nunca llegó a pronunciar una sola palabra. Seguía avanzado y nosotros detrás ya bastante asustados.
De pronto se detuvo junto a una pequeña puerta tallada, dio firmemente un par de golpes con el llamador de bronce y esperó. Mi mujer insistió: -“.¡¡esto no es un restaurante, no hay luz, ni siquiera un letrero!! ¡¿A dónde nos va a llevar?! ¡Regresemos!...” En ese instante se abrió la puerta y una bella muchacha vestida con un traje multicolor tradicional, nos saludó e invitó a pasar en impecable francés. El zaguán de ingreso era estrecho, alto, bien iluminado y cubierto de mosaicos. Desembocaba en una galería más amplia, de más o menos tres metros de ancho, limitada por una arcada que la separaba de un patio cuadrado, recubierto de mosaico.
El sonido del agua de una fuente, la fina decoración y la armonía del sitio nos tranquilizaron tanto como la encantara sonrisa de la muchacha que nos conducía a nuestra mesa.
No atravesamos el patio, caminamos por el corredor contorneándolo. Estando en ese recorrido comenzó a escucharse una melodía muy tenue emitida por dos músicos que sentados en el otro extremo del patio bajo uno de los arcos, tañía, el uno, un “Gmbri”, extraño instrumento de cuerdas parecido a un banjo, mientra el otro, marcaba acompasadamente el ritmo con las manos, sobre las pieles tensas de una “tbila” conjunto de dos pequeños tambores con cuerpo de cerámica. El sonido era tan delicado que no competía con el cantar del agua en la fuente, más bien lo complementaba y resaltaba.
Varios recintos con puertas abiertas hacia el patio daban cabida a las mesas. Estas eran bajas, cuadradas, amplias, para ocho o diez personas cada una. Estaban rodeadas de otomanos adosados a las paredes en dos de sus costados, provistas de cojines de diversos tonos para el confort de los comensales. En los dos otros lados las personas podían sentarse en amplios y confortables butacones sin respaldo.
Apenas nos instalamos en nuestra mesa, una muchacha elegantemente ataviada regó de forma delicada, ligeros pétalos de rosa y flores de azahar sobre el mantel y luego, provista de una jofaina reluciente de bronce, con agua tibia perfumada, nos propuso ayudarnos para que pudiésemos lavarnos las manos.
Apenas nos instalamos en nuestra mesa, una muchacha elegantemente ataviada regó de forma delicada, ligeros pétalos de rosa y flores de azahar sobre el mantel y luego, provista de una jofaina reluciente de bronce, con agua tibia perfumada, nos propuso ayudarnos para que pudiésemos lavarnos las manos.
Cuando nos trajeron la carta, no teníamos la menor idea de lo que podíamos pedir ante la gran cantidad de platos que allí se detallaban. Solicitamos, por consejo de nuestros amigos, como entrada, porciones individuales de “Rghaif”, una especie de pan plano de masa de hojaldre crocante, con un deliciosos relleno de cebolla caramelizada y especies, un platillo realmente delicioso.
Como plato principal solicitamos para los cuatro, un “Tajín” hecho con verduras, pollo, aceitunas de tres colores y limones enconfitados típicos de la cocina magrebí (a los limones enteros con cáscara se les deja macerar varias semanas en salmuera, hasta que se ablandan y pueden ser añadidos a este tipo de platos).
El nombre del plato es igual al del recipiente en el que se lo prepara, redondo, amplio, grueso, de poco fondo, generalmente confeccionado con barro y una tapa cónica del mismo material con el vértice hueco para que escape el vapor, que se la coloca antes de llevar el cocido a la mesa para conservar el calor de los alimentos.
Se pueden preparar tajines de diferentes tipos de aves, de atún y otras variedades de pescado, de cordero, de ternera o solo de vegetales. Los alimentos de origen animal se fríen primero, luego se añaden diversos vegetales que pueden ser: berenjenas, nabos, calabazas, tomates, cebollas o pimientos morrones. En todos los casos, dependiendo de la combinación de carnes y vegetales la mezcla se complementa con sal y numerosos tipos de especies. Se cocina todo junto, estofado, a fuego muy lento. Según nos explicaron nuestros amigos los tajines son generalmente platos de sal pero en ocasiones se les da un ligero sabor dulce con miel de abeja, pasas, ciruelas-pasas, nueces y almendras.
Como postre las damas pidieron un pedazo del famoso “baklava”, ese delicado pastel elaborado con fina masa de harina de trigo, pasta de almendras, agua de azahares y miel de abeja. La comida se complementó con té con menta, tan acorde con los delicados sabores de la comida marroquí.
Para el regreso antes de la hora convenida con el taxista para recogernos, nos acompaño también el silencioso gigante con su túnica blanca. Esta vez, sin infundadas preocupaciones, tratamos también de deslizarnos calmadamente sobre los adoquines de piedra, tratando de imitar a nuestro guía e ir admirando la magnífica arquitectura de la Medina, tan cerrada hacia fuera y tan acogedora en su interior. Nuestras sombras también ya más calmadas, se prolongaban hacia atrás, largas y enjutas, gracias a la tenue luz del candil, como deseando quedarse y no abandonar esas maravillosas callejuelas y el soberbio restaurante que nos había albergando aquella noche.
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