Como ya he relatado, en abril de 1991 llegué por primera vez a Nairobi para contribuir a la estructuración de una entidad que promueva el diálogo entre los diversos actores implicados en la temática “del agua y el saneamiento”. A esa reunión había sido invitado mi amigo peruano Gustavo Riofrío, quien se excusó de asistir mencionando que en nuestra región era yo el encargado del tema “agua y saneamiento” y muy amablemente proporcionó mis coordenadas a los organizadores, para que pudieran invitarme.
En Nairobi conocí a Raymond Jost, alsaciano residente en Montreal que impulsaba la idea de crear ese organismo. Raymond ha demostrado ser un personaje con una creatividad impresionante y una capacidad de invención realmente fuera de serie. En esa oportunidad en Kenia, luego de interminables discusiones entre los participantes, acordamos la constitución de lo que luego se concretó en el Secretariado Internacional del Agua.
Raymond habla francés, alemán y alsaciano y, si bien ahora se defiende en inglés, en esa época casi no podía pronunciar una palabra en esa lengua. Ese fue uno de los factores que hicieron más difícil la comunicación en aquella reunión. Raymond lograba trasmitir sus iniciativas a los francófonos pero los invitados ingleses, holandeses, de la India, Bangladesh o del África del este, no entendían su mensaje ni su propuesta. Fue muy duro.
Previendo esas limitaciones de la lengua, Raymond había enganchado a un asistente filipino residente en Quebec, que hablaba francés, inglés y un poquito de español.
“Arnel Gallenero”, así se llama el colega filipino, demostró ser un tipo centrado y ponderado; expresaba con claridad sus ideas y era capaz de traducir o explicar en otra lengua lo que unos y otros expresaban en la propia. Fue de enorme ayuda para el éxito de las deliberaciones. Sin embargo muchas veces, en la vehemencia del debate, su rol de traductor pasaba a segundo plano y todos, él también, hablábamos en cualquier lengua en medio de una cacofonía absurda. Así debió ser la vida cotidiana en la Torre de Babel.
Cuando los acuerdos se lograron por la voluntad de los presentes, que hicieron un esfuerzo por entender y acercarse a los otros, superando los recelos y las diferencias culturales e idiomáticas que más bien nos separan; todos convenimos en que el rol de “Arnel” fue muy importante, su sentido del humor, su aspecto de niño explorador, con sus ojitos achinados y su sonrisa permanente, mostrando dos grandes incisivos con el aspecto de un castor, hacían de él un sujeto amigable y cordial que infundió confianza en los demás.
Hice una buena amistad con “Arnel”. Él también era una persona interesada en los animales y todas las manifestaciones de la vida silvestre que se pueden observar en el África. En un momento determinado, convencimos a varios colegas que asistían a la reunión, de tomar un guía y visitar el “Parque Nacional Nairobi” en las inmediaciones de la ciudad; esta pequeña reserva de alredor de ciento veinte km², permite observar en libertad rinocerontes negros, leones, leopardos y muchas variedades de herbívoros. Es el viaje típico de los turistas que visitan Nairobi para poder tener un mínimo contacto con la fauna africana.
A mi me pareció una experiencia formidable y al finalizar la reunión, me entraron las ganas de conocer una verdadera reserva de ese hermoso país. Comencé a indagar entre los colegas, si alguno quería quedarse unos días más en Kenia para poder emprender un auténtico safari fotográfico. No todos podían hacerlo, pero convencí a “Arnel” de incorporarse a la aventura.
Hicimos las averiguaciones del caso y nos embarcamos en un recorrido de tres días y dos noches en el Parque Nacional “Masai Mara”.
“Masai Mara” es una reserva natural ubicada a doscientos setenta kilómetros al sudoeste de Kenia, al oeste del valle del Rift. La reserva debe su nombre a la famosa tribu de los “Masai” que en ella habitan y al río “Mara” que lo cruza de norte a sur. Ocupa un área de mil quinientos km². La mayor parte del territorio es una extensa sabana, prolongación natural de la gran reserva de Serengueti, que se inicia en Tanzania; cubierta de acacias y tupidos pastizales y es famoso por gran su población de leones, rinocerontes negros, hipopótamos, hienas manchadas y guepardos. Pero los verdaderos dueños de la reserva son los herbívoros: la población de ñus, gacelas de Thomson, impalas, cebras y jirafas se estiman en varios cientos de miles. El parque es también el hogar de más de 450 especies de aves.
Salimos temprano en una pequeña combi con un chofer, un guía y un total de seis fotógrafos aficionados: una pareja de franceses, un matrimonio canadiense, mi amigo filipino y yo. La primera impresión increíble es la vista desde lo alto de la meseta a la que se llega desde Nairobi, del monumental valle del Rift, un paisaje para cortar el aliento. Luego viene el descenso al gran valle y uno tiene un primer contacto con la fauna: grandes tropas de babuinos y macacos intentan acercarse al vehículo en busca de alguna golosina. A medida que se desciende, la temperatura aumenta mientras se atraviesa esta gran área semidesértica, En las paradas técnicas se aprecian en los árboles los nidos y miles de ejemplares de bulliciosas aves tejedoras.
En la tarde nos acercamos a las inmediaciones del parque “Masai Mara”, éste se ubica en una gran meseta a 1.500 m.s.n.m., su clima es suave y bastante más húmedo y está lleno de grandes pastizales muy atractivas para los grandes rebaños de animales silvestres. Hicimos un primer recorrido en las inmediaciones del Mara; este gran río es la barrera que año a año, las manadas de herbívoros deben atravesar entre el parque nacional Serengueti en la frontera con Tanzania y los pastizales del norte del “Masai Mara”. Millones de ñús y miles de cebras y gacelas, se desplazan en busca de la hierba que ha crecido con las lluvias y luego regresan con idéntico fin hacia el sur, en búsqueda de los mejores pastos. En el cruce del río, muchos mueren ahogados, otros aplastados, y no pocos, en las fauces de los grandes cocodrilos que esperan ese período con hambres atrasadas.
La primera noche acampamos en una región protegida por pequeños árboles, ayudamos a armar una empalizada hecha con ramas y arbustos espinosos, comimos alrededor de una fogata y nos distribuimos muy cerca en cuatro pequeñas carpas: una para cada una de las parejas, una que compartí con mi colega filipino y una para el chofer y el guía, que también fungía de cocinero. Nos advirtieron que debíamos dormir vestidos y nos recomendaron tener los zapatos siempre a la mano en caso de tener que correr o protegernos ante la presencia de cualquier animal. Yo pensé que esas precauciones y lo que nos contaban, eran parte del “show” para que los “ingenuos turistas” tuviésemos la sensación de estar acampando en medio de las “salvajes estepas africanas”. Sin embargo dos veces en la noche nos despertaron ruidos de animales realmente cerca; en el primer caso nos dijeron, se trataba de una manada de búfalos que se alimentaba en las inmediaciones y en la segunda, nos hicieron salir de las carpas y lentamente subir al vehículo, pues un grupo grande de elefantes, cuyos ojos vimos brillar con la luz de la fogata, estaba atravesando el bosquecillo.
A la mañana siguiente muy temprano salimos en busca de los elefantes pues según nos dijeron en esa época no era fácil encontrar otro rebaño, recorrido inmensas planicies; nuestro guía de tanto en tanto subía al techo del vehiculo y oteaba el paisaje… en un determinado momento señaló hacia al derecha y gritó, allá.
El chofer aceleró y aun cuando nos íbamos acercando, nosotros no veíamos nada. Solo cuando estuvimos a pocas decenas de metros vimos las grandes sombras grises alimentándose entre los árboles. Era, según nos explicaron, una manada pequeña, un gran macho colmilludo y varias hembras, muchas de ellas seguidas de crías de diferentes tamaños. Fue una experiencia formidable. Nos acercamos un poco más y a pesar de que a los grandes paquidermos no parecía importarles nuestra presencia, el guía nos explicó que era mejor no molestarles, -“nunca se sabe”, dijo; -“los elefantes de repente se alocan y atacan a cualquier cosa que se mueve”, en esos casos, explicó –“ni siquiera la combi brindaría seguridad, la harían pedazos en segundos”.
El chofer aceleró y aun cuando nos íbamos acercando, nosotros no veíamos nada. Solo cuando estuvimos a pocas decenas de metros vimos las grandes sombras grises alimentándose entre los árboles. Era, según nos explicaron, una manada pequeña, un gran macho colmilludo y varias hembras, muchas de ellas seguidas de crías de diferentes tamaños. Fue una experiencia formidable. Nos acercamos un poco más y a pesar de que a los grandes paquidermos no parecía importarles nuestra presencia, el guía nos explicó que era mejor no molestarles, -“nunca se sabe”, dijo; -“los elefantes de repente se alocan y atacan a cualquier cosa que se mueve”, en esos casos, explicó –“ni siquiera la combi brindaría seguridad, la harían pedazos en segundos”.
Tomamos otro rumbo y cuando el día ya se puso más calido, el guía y el chofer deslizaron el techo de la combi para permitirnos fotografiar de pié, apoyándonos en el marco superior del vehículo, todo tipo de animales a nuestro antojo. Vimos jirafas por docenas, listadas cebras, búfalos negros con su gran cornamenta, antílopes y gacelas, elegantes ónix e impalas y, en una ocasión, nos topamos con una presurosa piara de horribles facoceros, esos jabalíes africanos provistos de filudos colmillos que sobresalen de su hocico como los colmillos en los elefantes. Creíamos que con eso, el viaje estaba más que pagado. Pero todavía no habíamos visto nada. Sobre todo en cuanto a número de animales.
Comimos al medio día un improvisado picnic a orillas del camino y enrumbamos el vehículo por un camino polvoriento en busca de las grandes manadas.
Tuvimos las suerte de encontrar una familia de leones que venía en sentido contario por el camino, supongo que de una excursión fallida de caza; nos detuvimos y siguieron caminando hacia nosotros. El guía nos advirtió permanecer inmóviles y no hacer ruido. Simplemente debíamos dejarlos pasar. Se dirigían hacia la sombra de unas grandes rocas que acabábamos de dejar atrás. Al llegar al vehiculo no abandonaron la carretera, el grupo se bifurcó y sus integrantes pasaron junto a nosotros a cada lado; habría sido posible tocar su lomo extendiendo apenas nuestras manos.
Tuvimos las suerte de encontrar una familia de leones que venía en sentido contario por el camino, supongo que de una excursión fallida de caza; nos detuvimos y siguieron caminando hacia nosotros. El guía nos advirtió permanecer inmóviles y no hacer ruido. Simplemente debíamos dejarlos pasar. Se dirigían hacia la sombra de unas grandes rocas que acabábamos de dejar atrás. Al llegar al vehiculo no abandonaron la carretera, el grupo se bifurcó y sus integrantes pasaron junto a nosotros a cada lado; habría sido posible tocar su lomo extendiendo apenas nuestras manos.
En la tarde llegamos a una zona menos árida. La presencia de la hierba verde y alta en un territorio tan amplio que parecían no tener fin, hacia factible la presencia de manadas y rebaños inverosímilmente gigantescos que tampoco parecían tener límite en el horizonte. Uno no puede creer que puedan verse tantos ñus, cebras, búfalos, gacelas y antílopes, todos juntos pastando en medio de esos parajes prodigiosos. El chofer enrumbó el vehículo directo a la multitud y los animales nos dejaban pasar casi sin inmutarse. Dos o tres veces vimos a los carroñeros, hienas y chacales, compitiendo por los restos de algún animal, con gallinazos, buitres y marabús. Nos sorprendimos por lo alerta que están sobre todo, las pequeñas gacelas, sus orejas se mueven todo el tiempo y escapan dando grandes saltos ante el menor ruido o sensación de peligro.
En al noche llegamos a un hotel muy rústico en medio del Parque y allí nos alojamos. Pudimos tomar alimentos calientes y una buena ducha que nos estaba haciendo falta. Creo que caí en al cama, como si hubiese recibido un garrotazo en al cabeza y dormí de un solo lado toda la noche, tan agotado estaba.
A la mañana desayunamos rápidamente y nos embarcamos en el vehículo para dirigirnos a territorio “Masai”. Atravesamos una zona con vegetación baja en la que cientos de avestruces se alimentaban y cuidaban a sus pequeños. Los machos, de plumaje negro y blanco, extendían sus alas y se acercaban agresivos a la combi en actitud de defensa, no deseaban que molestásemos a sus hembras ni a su prole. Los pequeños al igual que las hembras son de plumaje marrón terroso, pero todos los adultos son muy grandes, sus cabezas superaban en altura a nuestra camioneta. El guía nos advirtió que debíamos tener cuidado pues en ocasiones pueden picar a los turistas o arrebatarles su cámaras o cualquier otro objeto que brille con el sol. Recuerdo que nos impresionó y reímos hasta más no poder, cuando un gran macho, casi junto a nosotros, alzó la cola, abrió sus esfínteres como suelen hacer las gallinas y defecó estrepitosamente. Nos impresionó el tamaño del producto, mucho más grande que la bosta de una vaca; no esperábamos ver esto, ni nunca no hubiéramos imaginado. Fue realmente hilarante.
Al final de la mañana llegamos donde los “Masai”, la célebre tribu de pastores nómadas, verdaderas esculturas humanas, giacomettis vivientes, delgados y altísimos guerreros, bellas mujeres ataviadas con ropas de colores en las que predomina el rojo sanguíneo y el dorado de colares y pulseras.
Antes los adolescentes debían cazar un león con un mazo en forma de fémur para convertirse en guerreros, hoy esa costumbre es apenas parte de la leyenda, los guerreros han devenido exclusivamente en pastores. Los muchachos Masai, al igual que sus padres, cuidan grandes rebaños de cornudas vacas blancas y barrosas; salen al pastoreo en el día y regresan a su hogar en la noche. Viven en pequeños pueblos temporales de chozas redondas construidas dentro de amplias empalizadas que sirven para proteger a los pastores y al ganado del acecho de los grandes carnívoros.
Las chozas son circulares, con techo y paredes construídas con ramas y paja recubiertas por una especie de barro amasado con tierra y majada del ganado. Los villorrios son circulares y todas las puertas de las chozas dan hacia el centro en donde, en las noches, se recogen el ganado.
Los Masai no comen carne de sus animales, consumen su leche y una especie de cuajada que obtienen mezclando leche con sangre vacuna que obtienen mediante una certera incisión de un canuto de caña en la yugular del animal, sin matarlo.
Ese día visitamos un pueblito Masai y yo que soy dado a probar todo tipo de alimentos no me atreví a probar ese yogurt sanguíneo, no por temerle al sabor o por saber que los hacen con sangre. Me dio repugnancia la cantidad de moscas. Todo en el pueblo está cubierto de ellas, las ubres de las vacas, las caras de los niños, las manos de quienes ordeñan y de quienes sacan la sangre, el recipiente donde cae la leche y aun de aquel que se bate para coagular la mezcla. Moscas de establo en cantidades industriales; humanos y animales casi no se mueven para no perder energía espantando a las moscas. Solo cuando los insectos topan las comisuras de los labios o el lagrimal de los ojos, un lento movimiento, hace volar al intruso.
Tengo fotos magníficas de estos guerreros de ébano, sus vestidos multicolores, sus humildes moradas, sus vacas y sus moscas.
El regreso fue lento y agotador, llegamos a Nairobi ya entrada la noche y nos recogimos al hotel para descansar un poco, pues al día siguiente debíamos tomar el avión para nuestros hogares en Montreal y en Quito, tan diferentes a todo aquello que pudimos vivir en aquel extraordinario contacto con la realidad africana.