jueves, 25 de febrero de 2016

Ecuador 83 Oswaldo Muñoz Mariño: mis recuerdos



Fotografía de Nicolás Svistonoff

Conocí a Oswaldo Muñoz Mariño en 1970. En ese año comencé mis estudios en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central del Ecuador y Oswaldo fue mi profesor de “teoría de la arquitectura”. Si sacamos cuentas de eso han transcurrido casi cincuenta años (cuarenta y seis, caminando a cuarenta y siete, para ser más exactos). 

Fui parte de la primera promoción de bachilleres que llegó a las aulas universitarias sin exámenes de ingreso como consecuencia de esos típicos actos populistas, demagógicos y tropicales de nuestros gobernantes. El Congreso Nacional impulsó el libre ingreso a la universidad para lograr supuestamente la “democratización de la educación superior”. Gobernaba en esos años el inefable doctor José María Velasco Ibarra, en su quinto y último mandato.

La universidad no estaba preparada para el ingreso masivo de estudiantes. Debieron improvisarse aulas, talleres, auditorios, facilidades, equipamientos y docentes. 

La Facultad de Arquitectura de la Central acogía apenas a 450 estudiantes antes de la avalancha que significó el ingreso masivo. Cuando nuestra promoción irrumpió a tropel en las precarias instalaciones que Arquitectura compartía con la Facultad de Artes, más de 430 entusiastas chaupi-arquitectos duplicamos de un plumazo la población estudiantil de la Facultad de Arquitectura.

Fuimos divididos en seis paralelos de más de setenta y cinco estudiantes. El edificio de la Facultad estaba todavía en construcción así que las instalaciones en las que iniciamos clases eran muy precarias y no todos cabíamos en las pequeñas aulas y talleres de Artes. 

Recibíamos clases de “geometría descriptiva” y “dibujo técnico” en un gran salón improvisado como taller con mesas de dibujo y taburetes. Sin embargo éramos tantos estudiantes, que el número de mesas resultaba insuficiente, así que teníamos que compartir cada una con algún compañero. En esas materias la cantidad de estudiantes hizo necesario que en cada clase se contara con el apoyo de muchos estudiantes de cursos superiores como ayudantes de cátedra. 

En materias como “geometría analítica”, “cálculo integral”, “construcciones”, “historia de la arquitectura” y varias otras, los paralelos se subdividían para que los profesores de esas asignaturas pudieran bregar con paralelos de treinta y seis estudiantes -tanto por razones pedagógicas cuanto por el tamaño de las aulas que no tenían cabida para más estudiantes en pupitres metálicos unipersonales-. En otras materias como “diseño básico” o “dibujo al natural” las aulas contaban con mesas de dibujo y los profesores principales recibían también el apoyo de jóvenes ayudantes de cátedra para cumplir sus funciones en doce grupos de treinta y seis alumnos.    

En esa época Oswaldo Muñoz Mariño había decidido retornar al Ecuador luego de algo más de veinte años de residir en México. 

David Alfaro Siqueiros, Oswaldo Muñoz Mariño, Benjamín Carrión y Oswaldo Guayasamín en México, 1968


Muñoz Mariño estudió en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) entre 1947 y 1952. 

Desde los primeros años de la facultad, fue ayudante de cátedra del profesor José Villagrán García renombrado teórico de la arquitectura, formador de muchas promociones de arquitectos mexicanos. 

Luego de su graduación en 1953, Oswaldo pasó a ejercer la cátedra de su maestro y se dedicó a la docencia en la Facultad de Arquitectura de la UNAM como responsable del curso de “teoría superior de la arquitectura” entre 1953 y 1970.

Desde muy joven comenzó a pintar en acuarela con la calidad, sensibilidad y destreza que demostró en años posteriores. En 1965 obtuvo el primer premio en el Salón Anual de la Acuarela, en México.
 Fotografía: Archivo Diario El Comercio, Quito

A su regreso al país aceptó la cátedra de “teoría de la arquitectura” en la Universidad Central. Con su experiencia en México, la aulas con cientos de estudiantes no le amedrentaban y dictaba con solvencia sus interesantísimas clases magistrales en el auditorio de la Facultad de Economía o en el paraninfo de Jurisprudencia que nos facilitaban sus instalaciones ante la imposibilidad de contar con espacios amplios de ese tipo, en la Facultad de Arquitectura.

Para las clases de “teoría” los seis paralelos se transformaban en tres macro grupos de ciento cincuenta estudiantes cada uno. Oswaldo dominaba la situación con su voz calmada y su acento mexicano (que no perdió nunca a pesar de haber vivido en Quito más de cuarenta y cinco años luego de su regreso de México); tenía tres profesores asistentes Carlos Pallares, Antonio Narváez y Eduardo Franco, quienes luego fueron profesores de “Teoría” en nuestra Facultad.

Las clases de “teoría de la arquitectura” dictadas por Muñoz Mariño nos apasionaban y asustaban a la vez. No se parecían en absoluto a la forma de recibir clases a las que estábamos acostumbrados en el colegio o en otras materias de la facultad. En nuestra experiencia previa en la secundaria y luego, en muchas asignaturas en la universidad, la forma de conducir la cátedra era por demás tradicional, con el profesor impartiendo lentamente conceptos, definiciones y enseñanzas, para que los estudiantes pudiésemos tomar notas y estructurar cuadernos -casi idénticos- con el contenido de las diversas materias. Muchos profesores habían superado apenas, la tradicional práctica de “dictar” la clase, leyendo lentamente, aún con puntos y comas, de su propio cuaderno de notas o de algún desgastado libro.     

En “teoría” en cambio, Muñoz Mariño nos enfrentaba a conferencias magistrales sobre temas motivadores de cultura general, historia de la humanidad y de la arquitectura, geografía, antropología, sociología, composición, conceptos de arquitectura, literatura, música  y qué sé yo cuántas otras cosas…  Nos repartía sin clemencia decenas de títulos de libros no sólo de arquitectura sino también de novelas, biografías, cuentos, poesía… y sugería o insinuaba -pero sobre todo, nos empujaba a descubrir- temas de interés para nuestra formación que podíamos extraer de todos ellos con paciencia y pasión. 

En otras oportunidades -usando diapositivas o dibujos hechos en la pizarra con la maestría que le caracterizaba pues era un excelso dibujante- planteaba problemas de debate sobre temas arquitectónicos. Con esas imágenes Oswaldo buscaba estimular nuestra capacidad de deducción, análisis y síntesis. Luego de que una imagen aparecía en la pantalla o cuando tiraba la tiza luego de finalizar un muy bien logrado dibujo, los estudiantes debíamos deducir cosas interesantes respecto a la arquitectura como respuesta a los requerimientos de la gente, al clima, a la cultura, a la sociedad, la economía, el contexto geográfico y a las diversas épocas… 

Cuando pedía que desarrollemos un análisis nos empujaba a ser claros, a usar adecuadamente el lenguaje, a ligar nuestros criterios con conceptos y planteamientos de diversos autores, en fin… a dar el salto hacia un comportamiento universitario, cimentando nuestra capacidad de actuar con solvencia profesional “desde chiquitos” como solía decir con su sonrisa franca y motivadora.

Tenía un humor muy mexicano, medio mordaz y a veces desconcertante… pero cuando su interlocutor -salido de un primer momento de confusión- lo entendía y sonreía (o reía francamente…) él también reía -sólo con los ojos y una expresión muy suya como apretando levemente los dientes en el labio inferior bajo su clásico bigote pulcramente recortado-.  

Foto: Video CCE

Oswaldo trabajó desde 1964 hasta 1970, en el Centro Regional de Construcciones Escolares para América Latina que tenía su sede en México; fue profesor y autor de numerosos artículos sobre arquitectura escolar que fueron publicados en la renombrada revista CONESCAL. Mi tío Juan Suárez quien trabajó muchos años y luego dirigió el departamento de construcciones escolares del Ministerio de Educación me contó que fue alumno suyo en CONESCAL.

Cuando le comenté ese particular en alguna ocasión que conversábamos luego de una de sus clases, Oswaldo me dijo categórico: -¡No lo conozco!“…, añadiendo luego, con su sonrisa pícara: - “Claro que lo recuerdo… tu tío es buen amigo mío… le decíamos el oso Suárez, ¿nunca te contó?”.

Sus clases me apasionaban, nunca me las perdía y siempre trataba de llegar temprano para estar seguro de encontrar un asiento libre muy próximo al maestro. Yo intervenía mucho en sus clases y llegó a tenerme gran aprecio. Me decía “Mariachi” (por mi nombre pero también porque en esa época usaba un gran bigote como el de Emiliano Zapata muy popular entre los músicos mexicanos).

Un día le esperé a la salida de clases y le dije entre nervioso y decidido que quería trabajar con él en su oficina de arquitectura. 

Creo que le desconcerté con mi propuesta.

-  “Y… ¿por qué quieres trabajar en mi taller?”, me respondió.

- “Porque estoy aquí para aprender y creo que usted puede enseñarme muchas cosas interesantes para ser un buen arquitecto”…, le respondí.

-  “¿…qué sabes hacer?”, preguntó.

- “Nada”, respondí.

-”Bueno, está bien…”, dijo. Añadiendo enseguida: -“ven a verme el miércoles a las diez de la mañana, mi oficina está en la esquina de la calle Portoviejo y la avenida 10 de Agosto”…

Mi paso por la oficina de Muñoz Mariño fue un período fantástico de retos y aprendizaje. En su taller trabajaban Marcelo Moreno y Lucho Trávez que deben haber estado en esa época en los últimos años de arquitectura y luego nos sumamos Mauricio Moreno, Eduardo Carranco, Mario Vivero y yo. 

Cuando llegué lo primero que hizo fue enseñarme ciertos rudimentos básicos del trabajo como dibujante: me hizo cortar papel sketch y papel calco, que venían en rollos continuos dentro de sólidos tubos de cartón. Yo no tenía la menor idea de cómo hacer láminas modulares y manejables con esos dos tipos de papel usados para dibujar esbozos y borradores el primero y planos definitivos el segundo.

Oswaldo personalmente me enseñó a doblarlos y a cortarlos con hilo común de costura.

Recuerdo que me enseñó también a cortar papel, cartón o cartulina mediante el uso de una hoja de afeitar, poniendo una moneda entre ésta y la regla o escuadra usadas para guiar el corte, para evitar que el filo de la cuchilla las dañara.

En esa época todavía no estaba popularizado el uso de los rapidógrafos. Para el dibujo a tinta en el colegio, yo había usado el tiralíneas y en el primer año de la facultad sólo no hacían dibujar con lápiz, así que no tenía ninguna experiencia con el dibujo a tinta. 
     

El uso del tiralíneas era extremadamente difícil, mediante un pequeño tornillo se ajustaba el dichoso aparatito para lograr el espesor exacto de la línea y la tinta china se recargaba con una especie de tubo cortado en diagonal que venía incluido en la tapa del tintero. Era frecuente que la tinta goteara y manchara el plano o el dibujo. 

En la oficina de Muñoz Mariño nos olvidamos del tiralíneas y aprendimos a dibujar con “graphos” un invento maravilloso, antecesor de los rapidógrafos, que tenía un cuerpo cilíndrico en el que se cargaba la tinta y venía en un estuche del que se podían seleccionar diversas plumas intercambiables: unas para dibujo de líneas de diversos grosores, otras para caligrafía y otras tubulares para usarlas para el trazo de letras y números mediante el uso de plantillas o moldes.

Los “grhaphos” fueron creados originalmente por la marca Pelikan pero luego también los producía la casa Rotring. Años después ya se conseguían en el Ecuador en pequeños estuches con diez o doce plumas.



Pero los juegos que trajo Oswaldo eran los más completos con docenas de pequeñas plumas de los tres tipos. Una verdadera maravilla.


Las plumas que servían para hacer los trazos de líneas más finas eran tan delicadas que había que lavarlas permanentemente con agua tibia y darles una pasadita de lija muy fina para garantizar el flujo de la tinta y lograr así, un trazo perfecto. Oswaldo era tan exigente en los detalles que nos enseñó a disponer de un canuto con tinta china negra y otro con “agua-tinta” para logra tonos de grises en los trazos, amén del intercambio de las plumas para que cada trazo pudiera tener el grosor adecuado. 

En una intervención que hice años después al presentar una exposición de dibujos de Mario Vivero, evoqué nuestro paso por el taller de Oswaldo:

“Oswaldo Muñoz Mariño -maestro con mayúsculas- “nuestro maestro” en su taller de arquitectura, nos puso en contacto con adminículos apasionantes como los “graphos” y el “plumón” -ahora  piezas de museo- que servían por igual para dibujo técnico y artístico...”

“Pero nos enseñó sobre todo, a sentir la ciudad, a sentir sus piedras, sus muros de tapial y de adobe, sus tejas y sus pequeñas ventanas... a ver y a dibujar en perspectiva y con otra perspectiva... pues al sentir la arquitectura y la ciudad aprendimos a sentir a su gente...”.

El “plumón” era el antecesor del marcador o rotulador. En esa época no existían los marcadores industriales que se compran ahora en cualquier tienda de la esquina. Oswaldo trajo de México estos apasionantes aparatitos. 

Unos tenían la punta gruesa y biselada de felpa (como los marcadores de pizarra tan de boga en estos tiempos) y otros, unas delicadas puntas en forma de pincel, de diversos grosores y tipo de pelo, que servían para esbozar, hacer sombreados  o para el dibujo artístico. Se cargaban al igual que los “graphos” con tinta o “agua tinta” y una vez que se terminaba el trabajo emprendido, había que lavarlos con paciencia con agua tibia para evitar que la tinta se secara en el tubo o en los pinceles.

Oswaldo era un verdadero maestro para usar estos artilugios. Podía hacer con ellos trazos precisos, un magnífico sketch, esbozos en perspectiva para dejarnos una tarea o para guardar una idea en una cartulina o en uno de sus cuadernos de bitácora.

Siempre tenía un plumón, lápices y estilógrafos consigo. A donde iba llevaba siempre unas pequeñas libretas, unas con hojas cuadriculadas y otras con páginas en blanco (sus cuadernos de bitácora) que le servían para hacer apuntes, tomar notas, recordar una frase que le había resultado interesante pero sobre todo, para hacer apuntes gráficos: pequeñas perspectivas, dibujos de detalles arquitectónicos, esbozos de una idea y tantas otras cosas. 



Ojear esos cuadernos que acumulaba en un estante de su oficina cuando las había llenado hasta en los márgenes, era un entretenimiento sin igual y otra forma de aprendizaje que adorábamos sus colaboradores. De esos cuadernos posiblemente aprendimos tanto como de sus amenas conversaciones.


En el trabajo sin embargo, era sobrio y no daba muchas indicaciones, prefería que nosotros descubriéramos el por qué de las cosas y buscáramos las soluciones; cuando le pedíamos alguna explicación que nos hacía falta para poder dibujar -con medidas y niveles- alguno de sus esbozos, no nos respondía dándonos la solución… nos prestaba un libro o nos mandaba a pensar en las alternativas para resolver el problema.

Hacía unos dibujos preliminares, casi siempre las plantas, un par de cortes, un par de fachadas y un esquema en perspectiva de cualquier encargo… en unos pequeños papelitos  a escala 1:400 y nos daba para que los interpretáramos y dibujáramos; primero en papel sketch a lápiz y luego de revisar el resultado y sugerir dos o tres cambios, nos dejaba en libertad para dibujar el proyecto a tinta en papel calco.

Yo dibujé así, un lindo conjunto residencial que hizo para su amigo el Ingeniero Bolívar Arteaga. Para eso me tocó aprender de escaleras compensadas y recuerdo que Oswaldo me enseñó la famosa fórmula 2ch+1h=64 para el diseño de los peldaños (traducido al cristiano esa fórmula dice que el alto de dos contrahuellas sumado al ancho de una huella debe ser aproximadamente de sesenta y cuatro centímetros para que el acto de subir o bajar una escalera pueda realizarse de forma confortable).

También dibujé su propuesta para el centro de exhibiciones de ganado (recinto ferial, como lo llaman ahora a este tipo de instalaciones) que Oswaldo diseñó para el Centro Agrícola de Riobamba en la Quinta Macají-Hospital. Para ese trabajo me puso a estudiar arquitectura en madera e hice casi un posgrado en cerchas, contravientos, pies de amigos, ensambles, destajes, tejas, tiras, alfajías, canalones y muchas otras cosas. 

Recuerdo que nos pagaba ocho sucre la hora, por tanto lo que yo debía cobrar al fin del primer mes debe haber sido menos de 480 sucres. Cuando iba a cobrar mi primer pago, le pedí un favor.

Oswaldo le dije: - “Quisiera que me haga dos cheques”.     

-“¿Dos cheques de doscientos cuarenta?, me preguntó…

-“¡No!... quiero uno de un sucre y otro por el resto”…, le respondí 

-¿Y para qué quieres un cheque de un sucre?, me dijo.

-“Para guardarlo como recuerdo del primer dinero que he obtenido con mi trabajo en arquitectura”… le respondí…

Me hizo los dos cheques y el de un sucre con su firma y su sello seco lo guardé mucho tiempo con gran afecto… (Sin embargo como suele pasar, en alguna mudanza debo haberlo olvidado en algún libro que se descaminó por ahí… y perdí aquel entrañable recuerdo de mi maestro). 

En un par de ocasiones (muchos años después) me dijo: -“¡Mariachi, cuándo me traes el cheque de un sucre para cambiarte por una acuarela!”…

La primera vez, le respondí: - “Ni pensarlo, jefe, es un lindo recuerdo que guardo de mi paso por su taller”… y la segunda ocasión que me hizo esa propuesta… fui a buscar el famoso cheque y no lo encontré… no creo que hubiera aceptado el canje… pero ahora no me queda sino el recuerdo de esta anécdota (ni cheque ni acuarela, que le vamos a hacer…).

Cuando terminé mis estudios y conseguí mi beca para estudiar en México, le fui a ver y me dio un montón de consejos y de información sobre su México que ahora también es mío…



Estando en esa ciudad me enteré que iba a hacer una exposición de acuarelas (ya estaba dedicado a pintar las ciudades patrimonio de la humanidad por todo el mundo). Fue un gustazo verle con Cristi su esposa. 

Cuando me acerqué para saludarles, me abrazó y me dijo:

- “Así que ahora andas por estas tierras… Viste que tenía razón…”

- “¿En qué?”, le pregunté 

- “En llamarte Mariachi”…. me respondió con su sonrisa amplia y generosa.

Foto: Video CCE