Fotografía de Nicolás Svistonoff
Conocí a Oswaldo Muñoz Mariño en 1970. En ese año comencé mis estudios en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central del Ecuador y Oswaldo fue mi profesor de “teoría de la arquitectura”. Si sacamos cuentas de eso han transcurrido casi cincuenta años (cuarenta y seis, caminando a cuarenta y siete, para ser más exactos).
Fui parte de la primera promoción
de bachilleres que llegó a las aulas universitarias sin exámenes de ingreso
como consecuencia de esos típicos actos populistas, demagógicos y tropicales de
nuestros gobernantes. El Congreso Nacional impulsó el libre ingreso a la
universidad para lograr supuestamente la “democratización de la educación
superior”. Gobernaba en esos años el inefable doctor José María Velasco Ibarra,
en su quinto y último mandato.
La universidad no estaba
preparada para el ingreso masivo de estudiantes. Debieron improvisarse aulas,
talleres, auditorios, facilidades, equipamientos y docentes.
La Facultad de Arquitectura de la
Central acogía apenas a 450 estudiantes antes de la avalancha que significó el
ingreso masivo. Cuando nuestra promoción irrumpió a tropel en las precarias
instalaciones que Arquitectura compartía con la Facultad de Artes, más de 430
entusiastas chaupi-arquitectos duplicamos de un plumazo la población
estudiantil de la Facultad de Arquitectura.
Fuimos divididos en seis
paralelos de más de setenta y cinco estudiantes. El edificio de la Facultad
estaba todavía en construcción así que las instalaciones en las que iniciamos
clases eran muy precarias y no todos cabíamos en las pequeñas aulas y talleres
de Artes.
Recibíamos clases de “geometría descriptiva”
y “dibujo técnico” en un gran salón improvisado como taller con mesas de dibujo
y taburetes. Sin embargo éramos tantos estudiantes, que el número de mesas
resultaba insuficiente, así que teníamos que compartir cada una con algún
compañero. En esas materias la cantidad de estudiantes hizo necesario que en
cada clase se contara con el apoyo de muchos estudiantes de cursos superiores
como ayudantes de cátedra.
En materias como “geometría
analítica”, “cálculo integral”, “construcciones”, “historia de la arquitectura”
y varias otras, los paralelos se subdividían para que los profesores de esas asignaturas
pudieran bregar con paralelos de treinta y seis estudiantes -tanto por razones
pedagógicas cuanto por el tamaño de las aulas que no tenían cabida para más
estudiantes en pupitres metálicos unipersonales-. En otras materias como
“diseño básico” o “dibujo al natural” las aulas contaban con mesas de dibujo y
los profesores principales recibían también el apoyo de jóvenes ayudantes de
cátedra para cumplir sus funciones en doce grupos de treinta y seis alumnos.
En esa época Oswaldo Muñoz Mariño
había decidido retornar al Ecuador luego de algo más de veinte años de residir
en México.
David Alfaro Siqueiros, Oswaldo Muñoz Mariño, Benjamín Carrión y Oswaldo Guayasamín en México, 1968 |
Muñoz Mariño estudió en la Facultad de
Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) entre 1947 y
1952.
Desde los primeros años de la facultad, fue ayudante de cátedra del profesor José Villagrán García renombrado
teórico de la arquitectura, formador de muchas promociones de arquitectos
mexicanos.
Luego de su graduación en 1953, Oswaldo pasó a ejercer la cátedra de su maestro y se dedicó a la docencia en la Facultad de Arquitectura de la UNAM como responsable del curso de “teoría superior de la arquitectura” entre 1953 y 1970.
Luego de su graduación en 1953, Oswaldo pasó a ejercer la cátedra de su maestro y se dedicó a la docencia en la Facultad de Arquitectura de la UNAM como responsable del curso de “teoría superior de la arquitectura” entre 1953 y 1970.
Desde muy joven comenzó a pintar
en acuarela con la calidad, sensibilidad y destreza que demostró en años posteriores.
En 1965 obtuvo el primer premio en el Salón Anual de la Acuarela, en México.
Fotografía: Archivo Diario El Comercio, Quito
A su regreso al país aceptó la
cátedra de “teoría de la arquitectura” en la Universidad Central. Con su
experiencia en México, la aulas con cientos de estudiantes no le amedrentaban y
dictaba con solvencia sus interesantísimas clases magistrales en el auditorio
de la Facultad de Economía o en el paraninfo de Jurisprudencia que nos facilitaban
sus instalaciones ante la imposibilidad de contar con espacios amplios de ese
tipo, en la Facultad de Arquitectura.
Para las clases de “teoría” los
seis paralelos se transformaban en tres macro grupos de ciento cincuenta
estudiantes cada uno. Oswaldo dominaba la situación con su voz calmada y su
acento mexicano (que no perdió nunca a pesar de haber vivido en Quito más de
cuarenta y cinco años luego de su regreso de México); tenía tres profesores
asistentes Carlos Pallares, Antonio Narváez y Eduardo Franco, quienes luego
fueron profesores de “Teoría” en nuestra Facultad.
Las clases de “teoría de la
arquitectura” dictadas por Muñoz Mariño nos apasionaban y asustaban a la vez.
No se parecían en absoluto a la forma de recibir clases a las que estábamos
acostumbrados en el colegio o en otras materias de la facultad. En nuestra
experiencia previa en la secundaria y luego, en muchas asignaturas en la
universidad, la forma de conducir la cátedra era por demás tradicional, con el
profesor impartiendo lentamente conceptos, definiciones y enseñanzas, para que
los estudiantes pudiésemos tomar notas y estructurar cuadernos -casi idénticos-
con el contenido de las diversas materias. Muchos profesores habían superado
apenas, la tradicional práctica de “dictar” la clase, leyendo lentamente, aún
con puntos y comas, de su propio cuaderno de notas o de algún desgastado
libro.
En “teoría” en cambio, Muñoz
Mariño nos enfrentaba a conferencias magistrales sobre temas motivadores de
cultura general, historia de la humanidad y de la arquitectura, geografía,
antropología, sociología, composición, conceptos de arquitectura,
literatura, música y qué sé yo cuántas
otras cosas… Nos repartía sin clemencia
decenas de títulos de libros no sólo de arquitectura sino también de novelas, biografías,
cuentos, poesía… y sugería o insinuaba -pero sobre todo, nos empujaba a
descubrir- temas de interés para nuestra formación que podíamos extraer de
todos ellos con paciencia y pasión.
Cuando pedía que desarrollemos un
análisis nos empujaba a ser claros, a usar adecuadamente el lenguaje, a ligar
nuestros criterios con conceptos y planteamientos de diversos autores, en fin…
a dar el salto hacia un comportamiento universitario, cimentando nuestra
capacidad de actuar con solvencia profesional “desde chiquitos” como solía
decir con su sonrisa franca y motivadora.
Tenía un humor muy mexicano,
medio mordaz y a veces desconcertante… pero cuando su interlocutor -salido de
un primer momento de confusión- lo entendía y sonreía (o reía francamente…) él
también reía -sólo con los ojos y una expresión muy suya como apretando
levemente los dientes en el labio inferior bajo su clásico bigote pulcramente
recortado-.
Foto: Video CCE
Oswaldo trabajó desde 1964 hasta
1970, en el Centro Regional de Construcciones Escolares para América Latina que
tenía su sede en México; fue profesor y autor de numerosos artículos sobre
arquitectura escolar que fueron publicados en la renombrada revista CONESCAL. Mi
tío Juan Suárez quien trabajó muchos años y luego dirigió el departamento de
construcciones escolares del Ministerio de Educación me contó que fue alumno
suyo en CONESCAL.
Cuando le comenté ese particular
en alguna ocasión que conversábamos luego de una de sus clases, Oswaldo me dijo
categórico: -¡No lo conozco!“…, añadiendo luego, con su sonrisa pícara: - “Claro
que lo recuerdo… tu tío es buen amigo mío… le decíamos el oso Suárez, ¿nunca te
contó?”.
Sus clases me apasionaban, nunca
me las perdía y siempre trataba de llegar temprano para estar seguro de
encontrar un asiento libre muy próximo al maestro. Yo intervenía mucho en sus
clases y llegó a tenerme gran aprecio. Me decía “Mariachi” (por mi nombre pero
también porque en esa época usaba un gran bigote como el de Emiliano Zapata muy
popular entre los músicos mexicanos).
Un día le esperé a la salida de
clases y le dije entre nervioso y decidido que quería trabajar con él en su
oficina de arquitectura.
Creo que le desconcerté con mi
propuesta.
- “Y… ¿por qué quieres trabajar en mi taller?”,
me respondió.
- “Porque estoy aquí para
aprender y creo que usted puede enseñarme muchas cosas interesantes para ser un
buen arquitecto”…, le respondí.
- “¿…qué sabes hacer?”, preguntó.
- “Nada”, respondí.
-”Bueno, está bien…”, dijo. Añadiendo
enseguida: -“ven a verme el miércoles a las diez de la mañana, mi oficina está
en la esquina de la calle Portoviejo y la avenida 10 de Agosto”…
Mi paso por la oficina de Muñoz
Mariño fue un período fantástico de retos y aprendizaje. En su taller
trabajaban Marcelo Moreno y Lucho Trávez que deben haber estado en esa época en
los últimos años de arquitectura y luego nos sumamos Mauricio Moreno, Eduardo
Carranco, Mario Vivero y yo.
Cuando llegué lo primero que hizo
fue enseñarme ciertos rudimentos básicos del trabajo como dibujante: me hizo
cortar papel sketch y papel calco, que venían en rollos continuos dentro de sólidos
tubos de cartón. Yo no tenía la menor idea de cómo hacer láminas modulares y
manejables con esos dos tipos de papel usados para dibujar esbozos y borradores
el primero y planos definitivos el segundo.
Oswaldo personalmente me enseñó a
doblarlos y a cortarlos con hilo común de costura.
Recuerdo que me enseñó también a
cortar papel, cartón o cartulina mediante el uso de una hoja de afeitar,
poniendo una moneda entre ésta y la regla o escuadra usadas para guiar el
corte, para evitar que el filo de la cuchilla las dañara.
En esa época todavía no estaba
popularizado el uso de los rapidógrafos. Para el dibujo a tinta en el colegio,
yo había usado el tiralíneas y en el primer año de la facultad sólo no hacían
dibujar con lápiz, así que no tenía ninguna experiencia con el dibujo a
tinta.
El uso del tiralíneas era extremadamente
difícil, mediante un pequeño tornillo se ajustaba el dichoso aparatito para lograr
el espesor exacto de la línea y la tinta china se recargaba con una especie de
tubo cortado en diagonal que venía incluido en la tapa del tintero. Era
frecuente que la tinta goteara y manchara el plano o el dibujo.
En la oficina de Muñoz Mariño nos
olvidamos del tiralíneas y aprendimos a dibujar con “graphos” un invento
maravilloso, antecesor de los rapidógrafos, que tenía un cuerpo cilíndrico en
el que se cargaba la tinta y venía en un estuche del que se podían seleccionar
diversas plumas intercambiables: unas para dibujo de líneas de diversos
grosores, otras para caligrafía y otras tubulares para usarlas para el trazo de
letras y números mediante el uso de plantillas o moldes.
Los “grhaphos” fueron creados
originalmente por la marca Pelikan pero luego también los producía la casa
Rotring. Años después ya se conseguían en el Ecuador en pequeños estuches con
diez o doce plumas.
Pero los juegos que trajo Oswaldo eran los más completos con docenas de pequeñas plumas de los tres tipos. Una verdadera maravilla.
Pero los juegos que trajo Oswaldo eran los más completos con docenas de pequeñas plumas de los tres tipos. Una verdadera maravilla.
Las plumas que servían para hacer
los trazos de líneas más finas eran tan delicadas que había que lavarlas
permanentemente con agua tibia y darles una pasadita de lija muy fina para garantizar
el flujo de la tinta y lograr así, un trazo perfecto. Oswaldo era tan exigente
en los detalles que nos enseñó a disponer de un canuto con tinta china negra y
otro con “agua-tinta” para logra tonos de grises en los trazos, amén del
intercambio de las plumas para que cada trazo pudiera tener el grosor adecuado.
En una intervención que hice años
después al presentar una exposición de dibujos de Mario Vivero, evoqué nuestro
paso por el taller de Oswaldo:
“Oswaldo Muñoz Mariño -maestro
con mayúsculas- “nuestro maestro” en su taller de arquitectura, nos puso en
contacto con adminículos apasionantes como los “graphos” y el “plumón”
-ahora piezas de museo- que servían por
igual para dibujo técnico y artístico...”
“Pero nos enseñó sobre todo, a
sentir la ciudad, a sentir sus piedras, sus muros de tapial y de adobe, sus
tejas y sus pequeñas ventanas... a ver y a dibujar en perspectiva y con otra
perspectiva... pues al sentir la arquitectura y la ciudad aprendimos a sentir a
su gente...”.
El “plumón” era el antecesor del
marcador o rotulador. En esa época no existían los marcadores industriales que
se compran ahora en cualquier tienda de la esquina. Oswaldo trajo de México
estos apasionantes aparatitos.
Unos tenían la punta gruesa y biselada de felpa (como los marcadores de pizarra tan de boga en estos tiempos) y otros, unas delicadas puntas en forma de pincel, de diversos grosores y tipo de pelo, que servían para esbozar, hacer sombreados o para el dibujo artístico. Se cargaban al igual que los “graphos” con tinta o “agua tinta” y una vez que se terminaba el trabajo emprendido, había que lavarlos con paciencia con agua tibia para evitar que la tinta se secara en el tubo o en los pinceles.
Unos tenían la punta gruesa y biselada de felpa (como los marcadores de pizarra tan de boga en estos tiempos) y otros, unas delicadas puntas en forma de pincel, de diversos grosores y tipo de pelo, que servían para esbozar, hacer sombreados o para el dibujo artístico. Se cargaban al igual que los “graphos” con tinta o “agua tinta” y una vez que se terminaba el trabajo emprendido, había que lavarlos con paciencia con agua tibia para evitar que la tinta se secara en el tubo o en los pinceles.
Oswaldo era un verdadero maestro para
usar estos artilugios. Podía hacer con ellos trazos precisos, un magnífico
sketch, esbozos en perspectiva para dejarnos una tarea o para guardar una idea
en una cartulina o en uno de sus cuadernos de bitácora.
Siempre tenía un plumón, lápices
y estilógrafos consigo. A donde iba llevaba siempre unas pequeñas libretas,
unas con hojas cuadriculadas y otras con páginas en blanco (sus cuadernos de
bitácora) que le servían para hacer apuntes, tomar notas, recordar una frase
que le había resultado interesante pero sobre todo, para hacer apuntes
gráficos: pequeñas perspectivas, dibujos de detalles arquitectónicos, esbozos
de una idea y tantas otras cosas.
Ojear esos cuadernos que acumulaba en un estante de su oficina cuando las había llenado hasta en los márgenes, era un entretenimiento sin igual y otra forma de aprendizaje que adorábamos sus colaboradores. De esos cuadernos posiblemente aprendimos tanto como de sus amenas conversaciones.
En el trabajo sin embargo, era
sobrio y no daba muchas indicaciones, prefería que nosotros descubriéramos el
por qué de las cosas y buscáramos las soluciones;
cuando le pedíamos alguna explicación que nos hacía falta para poder dibujar -con
medidas y niveles- alguno de sus esbozos, no nos respondía dándonos la
solución… nos prestaba un libro o nos mandaba a pensar en las alternativas para
resolver el problema.
Hacía unos dibujos preliminares,
casi siempre las plantas, un par de cortes, un par de fachadas y un esquema en
perspectiva de cualquier encargo… en unos pequeños papelitos a escala 1:400 y nos daba para que los
interpretáramos y dibujáramos; primero en papel sketch a lápiz y luego de
revisar el resultado y sugerir dos o tres cambios, nos dejaba en libertad para
dibujar el proyecto a tinta en papel calco.
Yo dibujé así, un lindo conjunto
residencial que hizo para su amigo el Ingeniero Bolívar Arteaga. Para eso me
tocó aprender de escaleras compensadas y recuerdo que Oswaldo me enseñó la
famosa fórmula 2ch+1h=64 para el diseño de los peldaños (traducido al cristiano
esa fórmula dice que el alto de dos contrahuellas sumado al ancho de una huella
debe ser aproximadamente de sesenta y cuatro centímetros para que el acto de
subir o bajar una escalera pueda realizarse de forma confortable).
También dibujé su propuesta para
el centro de exhibiciones de ganado (recinto ferial, como lo llaman ahora a
este tipo de instalaciones) que Oswaldo diseñó para el Centro Agrícola de
Riobamba en la Quinta Macají-Hospital. Para ese trabajo me puso a estudiar
arquitectura en madera e hice casi un posgrado en cerchas, contravientos, pies
de amigos, ensambles, destajes, tejas, tiras, alfajías, canalones y muchas
otras cosas.
Recuerdo que nos pagaba ocho
sucre la hora, por tanto lo que yo debía cobrar al fin del primer mes debe
haber sido menos de 480 sucres. Cuando iba a cobrar mi primer pago, le pedí un
favor.
Oswaldo le dije: - “Quisiera que
me haga dos cheques”.
-“¿Dos cheques de doscientos
cuarenta?, me preguntó…
-“¡No!... quiero uno de un sucre
y otro por el resto”…, le respondí
-¿Y para qué quieres un cheque de
un sucre?, me dijo.
-“Para guardarlo como recuerdo del primer dinero que he obtenido con mi trabajo en arquitectura”… le respondí…
-“Para guardarlo como recuerdo del primer dinero que he obtenido con mi trabajo en arquitectura”… le respondí…
Me hizo los dos cheques y el de
un sucre con su firma y su sello seco lo guardé mucho tiempo con gran afecto…
(Sin embargo como suele pasar, en alguna mudanza debo haberlo olvidado en algún
libro que se descaminó por ahí… y perdí aquel entrañable recuerdo de mi
maestro).
En un par de ocasiones (muchos
años después) me dijo: -“¡Mariachi, cuándo me traes el cheque de un sucre para
cambiarte por una acuarela!”…
La primera vez, le respondí: -
“Ni pensarlo, jefe, es un lindo recuerdo que guardo de mi paso por su taller”…
y la segunda ocasión que me hizo esa propuesta… fui a buscar el famoso cheque y
no lo encontré… no creo que hubiera aceptado el canje… pero ahora no me queda
sino el recuerdo de esta anécdota (ni cheque ni acuarela, que le vamos a
hacer…).
Cuando terminé mis estudios y
conseguí mi beca para estudiar en México, le fui a ver y me dio un montón de
consejos y de información sobre su México que ahora también es mío…
Estando en esa ciudad me enteré
que iba a hacer una exposición de acuarelas (ya estaba dedicado a pintar las
ciudades patrimonio de la humanidad por todo el mundo). Fue un gustazo verle con
Cristi su esposa.
Cuando me acerqué para saludarles, me abrazó y me dijo:
Cuando me acerqué para saludarles, me abrazó y me dijo:
- “Así que ahora andas por estas
tierras… Viste que tenía razón…”
- “¿En qué?”, le pregunté