Como ya he relatado viví en México desde fines de 1978 hasta principios de 1981. Viajé a ese país con mi amigo Hernán Burbano pues nos habían aceptado en una maestría en “investigación y docencia”, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.
En dos relatos anteriores conté como debimos mover cielo y tierra, llenar cientos de formularios, presentar toneladas de papeles en Quito y luego en México para obtener primero un crédito educativo y luego dos becas (una de la UNAM y otra de la OEA).
Al llegar a México con Hernán, los primeros días nos alojamos en casa de Marilú Calisto y luego, como no queríamos abusar de su amabilidad, nos mudamos a una suite en la avenida Universidad. Ese lugar, semejante a un cuarto de hotel era "más o menos" confortable. Disponía de una pequeña cocina americana con desayunador incorporado, dos taburetes, una sala de baño correcta, dos camas, una mesa de trabajo y dos sillas. Sin embargo a los pocos días nos dimos cuenta que resultaba un espacio poco acogedor que a la larga, nos iba a causar una especie de depresión severa, pues los colores de los muros eran bastante obscuros y las ventanas muy altas. Si bien podíamos recibir luz suficiente, el hecho de no contar con ningún tipo de vista resultaba harto desagradable. A la semana de habitar en ese lugar ya habíamos decidido que tendríamos que mudarnos lo antes posible.
Como ya he relatado, una de las primeras cosas que hicimos al llegar a México fue buscar a Carlos Arcos y luego, a través de él, localizar a Jorge Escandón, arquitecto y amigo de larga data que también había viajado a México unos meses antes que nosotros para iniciar un posgrado en el “Colegio de México”.
Cuando inicié mis estudios en la facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Quito, el “Escandón” estaba posiblemente en cuarto año de la carrera, pues él es un poco mayor que yo, e incluso mayor que Hernán que también me lleva dos o tres años.
Jorge, colombiano de nacimiento, había cursado escuela y colegio en Pasto -de donde era nativo- y vino a Quito a estudiar la universidad. En Quito vivió en la residencia universitaria y se conocía todos los tejes y manejes de la vida de la residencia. Siempre se las ingeniaba para tener un plato extra de sopa o un huevo frito adicional en el desayuno. Meseras, cocineros y conserjes adoraban a Escandón.
Jorge era el presidente de la asociación de estudiantes cuando comencé mis estudios. Él era una verdadera institución en la Facultad, todo el mundo conocía a “Escandón”. Era amigo del decano, del personal administrativo, de la gente de la limpieza, de todos los estudiantes y de la mayoría de los profesores (algunos se acordaban con terror de su paso por las aulas, pues era especialista en jaranas y algazaras de todo tipo).
Cuando comencé mis estudios, “Escandalón” como muy bien lo bautizó algún compañero creativo y astucioso, se encargó de organizar una fiesta de bienvenida a los “nuevos” y llenó de ritmos, canciones e ingeniosos versos, nuestros primeros días en las aulas universitarias.
Emma, su esposa, era una de las recién llegadas. Aunque luego se graduó de socióloga en la misma universidad, fue compañera nuestra en primer año de arquitectura hasta que Velasco Ibarra clausuró esa casa de estudios luego de declararse dictador allá por el año 1970.
Cuando Escandón entonaba sus estridentes canciones en las farras de bienvenida a los nuevos estudiantes y meses más tarde cuando nos arengaba para salir a las calles para oponernos “al gobierno dictatorial y hambreador de José Velasco”, muchas veces vi a Emma en ese gesto tan suyo, agarrándose la cabeza con las dos manos y repitiendo, como si no lo conociera de sobra: -“¡este hombre es loco!”…
Pero volvamos a México, ya relataré en otra oportunidad las historias de la vida estudiantil…
Como he mencionado, Escandón ya estaba en México cuando llegamos a esa ciudad. Se había alojado algún tiempo en casa de los Arcos y luego, también en el Condominio El Altillo, en casa de Pepe Dávalos, un economista ecuatoriano que daba clases en la UNAM.
Unos pocos días después de nuestro arribo, llegaron también a México los demás integrantes de la familia Escandón, Emma, quien iba a hacer una maestría en la FLACSO y los hijos de la pareja: Jorge Alberto, de once años y María Belén de nueve.
Hernán y yo acompañamos a Jorge a recibir a su familia. En esa época ir desde nuestro barrio en la avenida Universidad al aeropuerto Benito Juárez, era una verdadera odisea: desde nuestra morada teníamos primero que ir a pie hasta la avenida Miguel Ángel de Quevedo, tomar un “camión” hasta la estación “Tasqueña” de la “línea 2” del metro y, en ese medio de transporte, desplazarnos hasta la estación “Pino Suárez”, allí hacíamos transbordo a la “línea 1” hasta la estación “Zaragoza” y desde allí íbamos en tranvía hasta el aeropuerto.
En esa oportunidad, salimos con casi cuatro horas de antelación y llegamos cuando ya había aterrizado el avión de “Ecuatoriana de Aviación”. Emma y los niños se tardaron en salir de la zona de migración. Al aparecer, cargados de enormes maletas y de paquetes, ella venía "dada al diablo”, a pesar de su visa de estudiante y de los papeles que mostraban que iba a estudiar en FLACSO merced a una beca de esa misma institución, la funcionaria de migración que la recibió había decido molestarla. La sometió a todo tipo de preguntas inquisidoras, constataciones y verificaciones. Quien sabe si una mujer que entraba a México con dos hijos le pareció una potencial migrante clandestina -con intenciones de quedarse en ese país o pasar a los Estados Unidos a la primera de bastos- el cuento es que la habían sometido a todo tipo de vejámenes hasta que por fin, la permitieron recoger sus papeles e ingresar a territorio mexicano.
Emma “con iras” es una especie de olla de presión a punto de estallar, todo el camino de regreso desde el aeropuerto hasta nuestro vecindario fue echando vapor y bramando contra todo lo que le había ocurrido en ese día; contra el tipo de ecuatoriana de aviación que le cobró exceso de equipaje, contra ese adefesio de compañía que llegó con retraso, contra la vieja de migración que la había interrogado, contra la furgoneta que nos llevaba, contra el tráfico, contra la contaminación y contra el “Escandón” cuando se atrevió a sugerirle que se tranquilizara… Hernán y yo ayudamos a cargar las maletas y nos refugiamos entre ellas al final del vehículo, sin decir nada.
Jorge había reservado una suite semejante a la que yo compartía con Hernán. En ese lugar se iban alojar él y Emma; los niños se quedarían en el departamento de Pepe Dávalos.
La vida doméstica de los Escandón y de los Escandoncitos no fue necesariamente fácil en esas condiciones. Los niños comenzaron clases casi de inmediato en un escuela pública cercana (hasta ahora me parece verlos muy elegantes; los dos con sus sacos de lana verde botella, María Belén con falda gris, a cuadros, príncipe de gales y Jorge Alberto con un pantalón del mismo casimir); salían de su casa muy temprano en la mañana, pasaban por la suite de sus papás para desayunar y se dirigía luego hacia su escuela. Regresaban a almorzar al medio día y luego de hacer los deberes y comer algo en la noche, la familia volvía a separarse. Los niños iban a pernoctar en el departamento del amigo y la pareja se quedaba en la suite con ventanas altas y paredes obscuras de la avenida Universidad.
En menos de una semana de habitar en ese lugar, Emma también había decidido que tendrían que mudarse de allí lo antes posible.
En el caso de ellos la situación era más complicada. Jorge ya había comenzado clases. Cursaba el propedéutico del “Colegio de México”, si lo aprobaba con altísimas calificaciones tenía opción para que se le considerara candidato para una beca que le permitiera seguir la maestría en Desarrollo Urbano que le interesaba. Sin no obtenía la beca -que incluía la exoneración de la matrícula- no le sería posible seguir estudiando. Ese era un reto harto difícil. Estudiaba como un verdadero poseído, en la biblioteca del Colegio de día y en su poco acogedora suite en la noche, casi siempre hasta la madrugada. Con frecuencia Emma y los niños venían a visitarnos para poder charlar y escuchar música de forma distendida, pues no osaban molestar a Jorge que debía estudiar textos y leer libros verdaderamente complicados.
Doña Emma Luisa Calderón Díaz, mujer de carácter, nacida en Esmeraldas, ya había decidido que esa situación no podía continuar. Jorge no podía ayudar en absoluto a la búsqueda de una casa adecuada para la familia. A ella mismo le quedaban pocos días libres pues estaba apunto de comenzar también sus clases.
Tenía que hacer algo.
Tenía que hacer algo.
Al conocer el “Altillo” le pareció que ese era un lugar adecuado para hacer la vida en México. Los departamentos eran confortables, claros, las áreas verdes eran muy agradables y el condominio era seguro. La escuela de los niños estaba cerca, Jorge y ella podían ir a clases usando un solo bus, había supermercados, tiendas, panaderías y otros servicios en las inmediaciones…
Iban a vivir allí…
El “Altillo” era la opción más clara que podía avizorar para permanecer -en buenas condiciones- durante los siguientes dos o tres años que deberían enfrentar en calidad de estudiantes.
Iban a vivir allí…
El “Altillo” era la opción más clara que podía avizorar para permanecer -en buenas condiciones- durante los siguientes dos o tres años que deberían enfrentar en calidad de estudiantes.
Sin embargo una cosa es desear algo y otra, muy diferente, llegar a hacer realidad ese sueño. Arrendar en el Altillo no era fácil. Por una parte porque no había muchos departamentos libres y de otro parte porque la demanda era enorme. Más tardaba en desocuparse un departamento -o en ofrecérselo en arriendo en las carteleras del conjunto- que en arrendárselo casi de inmediato.
Había una enorme demanda en esa zona. Los precios tampoco eran baratos y los propietarios, muy exigentes en una serie de aspectos. La más complicada era que a más de una garantía en metálico, exigían la firma de un “fiador o garante” con un sinnúmero de requisitos, entre otras cosas debía ser mexicano, profesional, con ingresos fijos y propiedades en el Distrito Federal.
La cantidad de documentación que se debía tener lista en una carpeta, siempre actualizada, para poder presentársela al propietario era colosal. Comparable sólo a la cantidad de papeles que nosotros habíamos tenido que reunir para los trámites de las becas.
Emma tenía un problema adicional. No tenía suficientes recursos para poder arrendar un departamento en el “Altilllo”. El monto de su beca, que era calculada para que mal o bien “subsista una persona”, en el caso de ella, debía servir para alojamiento, comida, transporte y otros gastos de dos adultos y dos adolescentes. Tema complicado.
Todos los días Emma se levantaba temprano y una vez que la familia había desayunado y de haber despachado a los suyos hacia sus centros de estudio, se dedicaba a recorrer el “Altillo” en busca de un departamento que estuviese en arriendo o a punto de liberarse. Tenía que ganar a todos los competidores.
El “Altillo” es un conjunto integrado por veintiún edificios con la planta en forma de cruz y veinticuatro edificios rectangulares… cada uno de ellos tenía cuatro pisos y cuatro departamentos por planta. En total, en esa enorme “unidad habitacional” existían 336 departamentos de un tipo y 384 del otro. Supongo que Emma recorrió los 720 departamentos allí existentes a diferentes horas, en la mañana, en el día, al atardecer, en la noche.
Un día llegó con la noticia de que su tenacidad había tenido éxito. Un departamento iba a liberarse en una semana. Su propietario era un arquitecto. No vivía allí pero en general lo arrendaba a estudiantes o a profesores de la UNAM. Prefería arrendarlo a una familia y no a personas solteras porque éstas “siempre terminaban metiendo a más gente” y “eran poco cuidadosos”; no quería saber “nada con extranjeros” (ya había tenido muy malas experiencias); era indispensable una carta de garantía bancaria y el aval de un “fiador”.
Emma le convenció que ellos, si bien eran extranjeros eran adultos serios que estaban cursando un posgrado, que sus hijos eran jóvenes responsables y no niños destructores o adolescentes descarriados… no se si el hecho de que Jorge fuese colega de profesión del propietario, haya influido… pero Emma convenció a este caballero de que ellos eran los inquilinos ideales. No podía darle carta de garantía bancaria ni conseguir un fiador mexicano ni de ninguna otra nacionalidad pues, le explicó “acaban de llegar al país y no conocían a nadie…" Sin embargo el dueño accedió a recibir un monto en efectivo de los ahorros que Emma había traído del Ecuador en calidad de garantía.
En una semana la familia Escandón podría mudarse al departamento 103 del edificio 4 del condominio “Altillo-Universidad”.
Emma estaba radiante. Lo había conseguido.
Sin embargo las cosas no eran así de fáciles. Hizo cuentas y no le iba alcanzar la plata. Había conseguido que el arquitecto-propietario le arrendara el departamento, sin garante, sin aval de ningún banco, aun siendo extranjeros, pero no había logrado que le bajara el monto del arriendo.
Si debían pagar mensualmente la cantidad acordada, su beca iba a ser insuficiente para la comida y demás gastos de cuatro personas, aun restringiéndose a lo mínimo indispensable.
Emma nos convocó a Hernán y a mí. Nos había escuchado decir que nosotros también pensábamos dejar la horrorosa suite en la que morábamos hasta ese momento.
Ella nos llamaba siempre con su voz enérgica y afectuosa “Marito Vásconez” (a mi) y “compañero Burbaniú” (a Hernán).
En esa oportunidad nos vino a visitar a nuestra suite y nos planteó el problema-solución que traía en su cabeza.
- “Marito Vásconez”, “compañero Burbaniú”, dijo con voz enérgica; –“Tengo que hablar con ustedes dos”...
En pocas palabras nos mencionó que todos deseábamos dejar las suites, que ella había encontrado un departamento en el “Altillo”, lo iba a arrendar pero no le alcanzaba la plata, nosotros también estábamos buscando algo (pero claro dos hippies no tenían tanta prisa como una familia en apuros y casi no nos habíamos movido, para intentar arrendar algo…) también mencionó que finalmente nos conocíamos desde hace años y que en esas semanas que habíamos tenido la oportunidad de conocernos mejor, le parecía que muy bien podríamos hacer el esfuerzo de ayudarnos mutuamente y arrendar entre todos aquel departamento.
En resumen, así lo acordamos.
En una semana, Jorge, Emma, sus hijos, Jorge Alberto y María Belén y sus dos nuevos hijos putativos “Marito Vásconez” y el “compañero Burbaniú”, íbamos a mudarnos al “Altillo”.
Jorge consiguió que algún amigo le regalara una cama matrimonial y nuestra primera adquisición fue un lote de colchones individuales, uno para cada hijo y uno para cada uno de nosotros, los hijos recién incorporados a la familia “Escandalón”. Como había una promoción que ofrecía una rebaja si se adquiría seis colchones de esponja, compramos uno adicional para usarlo para algún huésped imprevisto y convencimos a Vicente Pólit, que llegó también para cursar la maestría de FLACSO, de comprarnos uno para completar el sexto.
Nuestro nuevo departamento disponía de dos habitaciones (dos recámaras, como llaman en México a los dormitorios), decidimos que una sería para Jorge y Emma y la otro la compartiríamos Hernán y yo.
A más de un área suficiente prevista para sala-comedor, una pequeña cocina y baño, el departamento disponía de un espacio adicional pensado para sala de televisión, estudio o cuarto de juegos; allí estructuramos una habitación para Jorge Alberto y María Belén.
A más de un área suficiente prevista para sala-comedor, una pequeña cocina y baño, el departamento disponía de un espacio adicional pensado para sala de televisión, estudio o cuarto de juegos; allí estructuramos una habitación para Jorge Alberto y María Belén.
Todos los gastos lo pagábamos dividiéndolos para seis. Cuatro sextas partes correspondían a la familia Escandón, una a Hernan y otra a mí. Así dividíamos el valor del arriendo, del agua, del gas, de la electricidad y los gastos del desayuno y del café de la noche. El lavado y planchado de ropa lo pagábamos “por pieza” a una señora que nos brindaba ese servicio todas las semanas; más tarde -cuando Emma comenzó las clases- decidimos contratarla para que preparara el almuerzo y realizara la limpieza y arreglo de la casa.
Como nuestra economía era controlada necesariamente “al centavo”, el salario de doña Esther, así se llamaba esa señora, lo dividíamos -de igual forma- en seis partes y los gastos de los almuerzos (incluido el de ella) en cuatro. La mitad les correspondía a los niños Escandón, una cuarta parte a Hernán y la restante a mí (Jorge almorzaba en el Colegio de México y Emma en la FLACSO, así que ellos no participaban en las cuentas de los almuerzos).
La familia Escandón tenía que controlar minuciosamente sus gastos para no tener saldo en rojo al final del mes, pero nosotros, Hernán y yo, hacíamos lo propio, pues durante el primer año sólo disponíamos del crédito educativo del IECE. Como ya he relatado, sólo cuando nos otorgaron las becas de la UNAM y luego la de la OEA, nuestra economía mejoró ostensiblemente.
Todas las noches, alguno de nosotros iba a la panadería (nos turnábamos con una planificación previamente acordada). Adquiríamos dos litros de leche, seis bolillos (como llaman en México a unas pequeñas palanquetas de pan de agua), seis rebanadas de queso, seis de jamón y un paquete de un cuarto de libra de mantequilla pasando un día. Con esos insumos los seis podíamos tomar un café con un sánduche en la noche. Para el desayuno comprábamos pan de molde, queso fresco y alguna fruta de temporada.
Con Emma como ama de casa, las cosas marchaban como un relojito recién aceitado. Jamás nos faltó la plata y todo operó de la mejor manera.
Incluso en una ocasión en la que todos nos enfermamos con algún tipo de virus y el médico que consultó Jorge en el Colegio de México le recomendó una andanada de antibióticos en inyecciones, para economizar, decidimos que todos nos someteríamos a ese tratamiento pues los síntomas eran semejantes; pero como no podíamos pagar una enfermera para siete personas (la señora Esther también se contagió) para que nos pusiera una inyección diaria por siete días, me decidí a fungir de improvisado enfermero y toda la familia se formaba “nalga en ristre” para que le aplicara su dosis. Al final yo me inyectaba a mi mismo y logramos salir de la epidemia, sanos, robustos y sin mayores gastos.
Cuando nos mudamos al “Altillo”, a pesar de disponer de cinco colchones, una cama y una buena provisión de cacharros de cocina y adornos domésticos que Emma había traído de Quito, nuestros primeros días allí fueron realmente precarios.
En un ejemplar de nuestra tesis que habíamos llevado con nosotros, teníamos los planos de unas camas, mesas y sillas muy económicas que habíamos diseñado como parte de nuestra propuesta de viviendas para la Cooperativa Santa Faz de Riobamba. Conversamos con Jorge y decidimos que si adquiríamos la madera contrachapada necesaria, conseguíamos las herramientas y materiales indispensables y trabajábamos todos juntos, en un fin de semana podríamos tener resuelto el problema de las camas, mesas y sillas que todos requeríamos.
Emma opinó que todo estaba bien pero que para ella era necesario desde el punto de vista estético y afectivo, contar con un juego de comedor real. Ya había visto uno y podía comprarlo con un saldo de sus ahorros.
Decidimos hacer una cama para cada uno de los niños, una para Hernán, una para mi, una que podría servir como sofá de la sala y cama eventual para algún huésped y una para Vicente Pólit que ofreció pagar la suya y ayudarnos a construir las restantes.
Decidimos también hacer seis mesas-escritorio; una para Jorge, una para Emma, una para cada uno de los niños, una para Hernán y una para mi.
Todos los gastos y el transporte de los materiales, los dividiríamos, igual que otras cosas, en partes proporcionales.
Alguien nos prestó un serrucho, un taladro, martillo, desarmadores… en la mañana del sábado nos pusimos en marcha muy temprano, hicimos las adquisiciones (incluídos los muebles de comedor de Emma), la madera para nuestras obras de carpintería, unos listones para hacer una división sólo con cortinas -pero con unos muebles empotrados- entre el comedor y la habitación de los niños y… en la tarde ya estábamos en acción.
Trabajamos hasta muy tarde ese día y el domingo de forma incansable pero, al final del día todos teníamos donde dormir y mesas donde poder hacer las tareas y sentarnos a estudiar. No construimos sillas pues decidimos usar las del comedor.
Emma decoró el departamento con una serie de objetos artesanales muy bonitos y todos pudimos emprender nuestra aventura como estudiantes en México, en óptimas condiciones. Qué diferencia tan marcada de nuestro nuevo departamento con las espantosas suites que dejamos en avenida Universidad.
Durante el tiempo que vivimos con los “Escandones” disfrutamos de un caluroso hogar, de un gran afecto de familia y de una amistad entrañable que perdura hasta ahora a pesar del tiempo y la distancia.
Como mencioné en un relato anterior, al mirar hacia atrás, he descubierto -con horror- que de esa época –cuyos detalles recuerdo como si hubiesen transcurrido apenas ayer- han pasado treinta años… más de media vida.
Los Escandones se quedaron en México. Jorge y Emma son abuelos, los niños que vi enfrentar sus primeros años de adolescentes en ese país extraño -que ahora es el suyo- se casaron, tienen lindas familias.
Hace unos pocos días le escribí una notita a María Belén que acaba de cumplir cuarenta años…
Me han entrado… las “saudades” como dicen los brasileros… Me han entrado los “blues”…, (como llaman en New Orleans a ese mismo sentimiento… pero… en inglés).
El tiempo pasa… los afectos quedan…