Viajé a Ginebra por primera vez en agosto de 1995 para participar en una reunión del Consejo de Concertación sobre Agua Potable y Saneamiento (WSSCC) que iba a desarrollarse en la sede de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En esa ocasión hice un vuelo de Quito a Paris, no recuerdo si vía Bogotá o vía Caracas y luego tomé un tren hacia Ginebra. Del aeropuerto Charles de Gaulle tomé un RER hasta la Gare de Lyon y de allí un TGV hacia Ginebra.
El TGV es la forma abreviada como se conoce al “Tren de Gran Velocidad” (“Train à Grande Vitesse”) de la SNCF, la compañía nacional de ferrocarriles de Francia; que comenzó a operar en 1981. Actualmente la red de TGV conecta la capital francesa con las más importantes urbes de ese país y con la mayoría de las capitales y grandes aglomeraciones de los países vecinos.
El TGV es uno de los trenes más veloces del mundo, opera en algunos tramos a velocidades promedio de hasta 320 km/h y en 2007 estableció el récord de 574,8 km/h en la línea París-Estrasburgo.
La alta velocidad a la que pueden operar estos trenes es posible, en gran medida, por el exigente diseño del trazado de las vías, que incluyen curvas con un gran radio de giro, disponibilidad de redes eléctricas para hacer funcionar motores de gran potencia, durmientes con capacidad de soportar el enorme peso de esos trenes, sistemas de remolque articulados y formas de señalización/operación computarizadas que eliminan la necesidad de que el maquinista identifique e interprete las señales a esa gran velocidad.
Como ya he relatado, cuando íbamos a esas reuniones, la OMS nos alojaba en un pequeño hotel frente a la estación de trenes de Ginebra, la “Gare Cornavin” en pleno centro de la ciudad.
La estación de trenes de Cornavin se construyó en la segunda mitad del siglo XIX. Originalmente fue operada por una empresa privada pero luego pasó a ser propiedad de la CFF / Ferrocarriles Federales se Suiza (Chemins de fer fédéraux).
Cornavin se inauguró en1858; fue ampliada dos veces y sufrió un grave incendio en 1909 que devastó casi por completo el edificio del que quedaron en pie sólo sus paredes de piedra.
Tras la decisión de la Liga de las Naciones Unidas de instalarse en Ginebra (1919), la ciudad emprendió importantes obras de urbanismo; entre otras, la renovación de la estación de trenes que fue completamente remodelada. La nueva sala central de Cornavin fue inaugurada en 1929.
Posteriormente la CFF ha hecho obras adicionales en Cornavin para convertirla en un "centro de servicios”, moderno y atractivo. De hecho se construyó una Galería Comercial en el subsuelo que alberga más de 50 tiendas, bares, restaurantes y otros variados servicios.
El ala oeste de la estación fue restaurada para acoger a los trenes de alta velocidad (TGV) que conectan directamente París con Ginebra en apenas 3h35 luego de recorrer 571 kilómetros.
En la manzana situada justamente frente a la estación Cornavin se adosan, uno a continuación de otro, una media docena de hoteles. En sus plantas bajas se alinean cafeterías bares, restaurantes y una variada oferta de servicios. Nuestro hotel era muy confortable, bien servido por taxis y diversas líneas de bus y tranvía. Quienes vienen por tren desde Francia o desde el aeropuerto, llegan a la estación y con atravesar la plaza “Cornavin” -por la superficie o por la gran galería comercial ubicada en el subsuelo- pueden llegar al hotel sin ningún problema.
La sede de la OMS, donde se desarrollaba nuestro seminario, está situada en las afueras de Ginebra, a unos tres kilómetros del centro de la ciudad. Para desplazarnos entre el hotel y la OMS debíamos usar el servicio de autobuses; la ruta 8 nos llevaba directamente hasta allí desde la Plaza Cornavin. Para ese desplazamiento se requería un tiquete (válido para una hora) que se lo debía comprar antes de tomar el autobús en una máquina situada en la parada. El problema de esas máquinas (al menos en esa época) era que se debía pagar con monedas, pues no aceptaban billetes y no daban cambio.
Antes de salir de Paris yo había cambiado algo de dinero para poder justamente hacer ese tipo de gastos. Sin embargo no volví a preocuparme del asunto, pues en la invitación nos habían anunciado que a más del pasaje de avión que fue pagado por la OMS directamente a la agencia de viajes, nos reembolsarían el pasaje de tren y se nos entregaría un monto por “per-diem” (viáticos) para cubrir nuestros gastos de alojamiento, comidas y transporte local en Ginebra.
Pasamos cinco días en esa ciudad y el dinero que había cambiado me alcanzó sin problema para los gastos chicos de la semana. El último día gasté mis últimas monedas en la adquisición del tiquete de bus para poder ir a la OMS, pero sabía que ese día nos iban a entregar los famosos “per-diem”; por tanto, no me preocupé por no tener dinero para comprar el tiquete de bus para el viaje de regreso.
En la OMS efectivamente me pagaron los viáticos. Recibí un sobre con francos suizos de alta denominación, ningún billete chico ni monedas.
Allí comenzó la pesadilla.
Mi tren salía a la cinco y media de la tarde. Yo había calculado que si salía de la OMS con dos horas de anticipación, es decir a las tres y media, podría llegar al hotel, pagar mi cuenta, recoger mi equipaje, atravesar caminando la plaza Cornavin y llegar a la estación y a la plataforma de la que salía mi tren, con tiempo más que suficiente.
Pero no fue así.
La jornada de la mañana en nuestro seminario se prolongó más de la cuenta. Comenzamos la sesión de la tarde con bastante retrazo y, si bien yo debía salir según el horario planificado, comenzamos a discutir un tema por demás importante (en el que yo debía hacer una intervención) casi a las tres.
Un poco antes de las cuatro, me despedí, agarré la maleta con mis papeles y tomé el ascensor para dirigirme a la salida.
¡Oh sorpresa! En la recepción ya no había nadie. Nunca supe si la OMS solo trabaja hasta las cuatro en el verano o si ese día, excepcionalmente, por ser viernes, todos se habían retirado antes… El asunto es que las puertas estaban cerradas, no había recepcionista, guardia de seguridad, ni nadie a quien preguntar cómo hacer para salir de ese enorme edificio.
Comencé a deambular por la planta baja -primero con calma y luego ya preso de desesperación, pues el tiempo seguía su curso-…en busca de alguna persona que pudiera socorrerme.
Trataba de abrir puertas y siempre me topaba con oficinas cerradas, en algunos casos daba con puertas abiertas pero al entrar no encontraba a nadie.
Decidí subir al piso en el que se hallaban reunidos mis colegas pero al salir del ascensor me topé con que no podía franquear una puerta filtro que sólo se abría desde el interior; para poder pasar del vestíbulo hacia los corredores interiores se requería un tarjeta especial para hacer operar el mecanismo electrónico de seguridad.
Preso de total desesperación volví a descender al hall de ingreso y allí corrí hacia el fondo de un largo corredor, que conducía al otro extremo del edificio donde me pareció ver pasar a una persona.
Llegué a una puerta de vidrio y con terror descubrí que la persona que salió antes de que yo pudiese llegar hasta ese sitio, ya había salido (y por supuesto no me oyó, cuando le grité que me esperara). Me topé con la puerta cerrada y vi al tipo que se alejaba a través de una gran área de parqueo, a esa hora casi completamente vacía.
Usando una llave golpeé desesperadamente el vidrio y cuando el hombre escuchó algo… volteó su cabeza pero, parece ser, no me vio por detrás de la puerta.
Repetí con más fuerza los golpes desesperados en la puerta y gesticulaba al mismo tiempo con la otra mano. Esta vez alcanzó a divisarme.
Se acercó un poco pero, noté que dudaba, sin saber qué hacer.
Volví a golpear y al mismo tiempo le hacía señas pidiéndole que se acercara y me abriese la puerta.
Finalmente regresó… Por suerte era un empleado, pues acercó su identificación a un lector ubicado junto a la puerta y ésta se abrió permitiéndome salir. Le pregunté si iba al centro de Ginebra pero me dijo que su rumbo era otro… que lo sentía…
No pregunté más y me lancé a correr hacia el otro extremo del edificio, debía tratar de tomar el bus lo antes posible. Recorrí la gran extensión del parqueadero y me topé con una reja cerrada. Me encaramé como pude, pisando en la cerradura y salté al otro lado, corrí por los jardines laterales del edificio y llegué jadeando a la entrada principal. En el transcurso de mi media maratón había decidido que tomaría un taxi. Sin embargo la zona prevista para esos vehículos estaba desierta. No había por allí, nadie,
Corrí nuevamente, esta vez hacia la parada de buses. Al llegar no había ni un solo bus pero en el panel de información se marcaba que había un bus previsto para las cuatro y treinta. Consulté mi reloj marcaba las cuatro y veinticinco, debía esperar todavía cinco minutos. Me dirigía a la máquina expendedora de los tiquetes de bus y, con terror, recordé que no tenía moneda fraccionaria. Supuse que podría pagar en efectivo al conductor pero cuando el bus llegó -muy puntual, a las 16h30- el chofer me indicó que no, que eso no era posible y me invitó a descender del vehículo, sin el tiquete no podría llevarme….
Le expliqué y le rogué… pero me explicó, él también, con mucha calma, que no podía permitirme usar el servicio público de transporte de Ginebra, sin un tiquete adquirido previamente… hace eso era absolutamente en contra de las normas…
Le consulté si no podía –él personalmente- ya no como funcionario del transporte público, cambiarme un billete en monedas para poder hacer uso de la máquina expendedora. Me contestó que no, que eso estaba prohibido y que me rogaba que descendiese del autobús.
Ese momento llegaron dos personas que subieron al bus… les pedí si podían cambiarme un billete pero ninguno podía hacerlo. Les expliqué a los tres que debía llegar a la Gare Cornavin pues tenía un tren a Paris en poco tiempo más… y rogué nuevamente al conductor que me permitiese ir hasta allí y que una vez en la plaza cambiaría mis francos y compraría el bendito tiquete… se estableció una discusión de estos dos buenos samaritanos que me defendían y el conductor que insistía en que lo que yo proponía no era legal…
Por fin llegamos a un acuerdo. Me conduciría en su bus, dos paradas más allá… en ese lugar había una máquina que permitía cambiar billetes. Allí yo debía bajar, hacer la operación, comprar el tiquete de bus y volver a subir (siempre y cuando pudiese hacer ese operativo en dos minutos, que era el tiempo máximo que el podía permanecer en ese sitio). Cuando llagamos le pedí a uno de mis acompañantes que me ayudara pues yo no estaba familiarizado con esas máquinas tan sofisticadas. El hombre bajó amablemente conmigo… introdujo uno de mis billetes de cien francos en la ranura y manipuló los botones del aparato… La máquina hizo unos extraños ruidos y entregó varios billetes de veinte, de diez y de cinco. Mi anónimo ángel de la guarda volvió a introducir un billete de cinco francos en el aparato, volvió a usar los botones y la máquina escupió varias monedas. Inmediatamente se dirigió a la segunda máquina, marcó el tipo de ticket requerido, metió las monedas por la ranura correspondiente y la máquina entregó el tan ansiado tiquete de bus. Toda la estrategia nos tomó menos de dos minutos. Volvimos a subir enseñé el tiquete al conductor, éste hizo un leve gesto acompañado de un mínimo rugido, cerró las puertas y arrancó el vehículo.
En el trayecto no volvió a subir ningún otro pasajero, sin embargo en cada parada el conductor detenía el autobús -aún si había visto que no había nadie en la parada- abría las puertas, esperaba el tiempo reglamentario, volvía a cerrar y arrancaba.
A medida que ese ritual tan suizo se producía parada tras parada, yo veía que los minutos pasaban inexorablemente, y mi desesperación se hacía cada vez mayor. Cuando reconocí que estábamos en la penúltima parada antes de llegar a la plaza Cornavin… apenas el hombre abrió la puerta y comenzó a esperar que subiera el hombre invisible… no soporté más… bajé y comencé a correr pues eran ya las cinco, mi tren salía en treinta minutos y yo debía llegar al hotel, recuperar mi equipaje pedir y pagar la cuenta y tomar el tren.
Recuerdo que pensé en abandonar mi maleta y dirigirme directamente a la estación sin pasar por el hotel… (…de Paris llamaría para ver la forma de hacerles un giro para pagar mi cuenta), pero recordé que mi pasaporte y el pasaje de tren estaban en el hotel, así que o tuve más remedio que seguir mi desesperada carrera.
Llegué jadeando a la manzana donde estaba el hotel luego de haber cruzado la plaza a todo correr y de atravesar varias calles toreando carros, buses y tranvías… infringiendo, claro, todas las leyes suizas relativas a la forma de comportamiento de un peatón en el espacio público.
Estaba tan acelerado que no reconocí la puerta de mi hotel y sólo cuando llegué al final de la cuadra, me di cuenta que debía dar marcha atrás… volví a correr nuevamente cincuenta metros en el sentido inverso e ingresé al vestíbulo totalmente agitado.
Una americana gorda discutía con la recepcionista, alcancé a mencionarle -por detrás de las anchas espaldas de la gringa- que requería la cuenta, vociferé el número de mi habitación y me lancé escaleras arriba para buscar mis cosas, no tenía tiempo para esperar el ascensor.
Cuando bajé sudando y alterado las dos mujeres seguían discutiendo, interrumpí de forma grosera su debate, explicando que tenía apenas quince minutos par tomar el tren y que requería urgentemente mi cuenta.
La chica trató de explicarme que estaba atendiendo a la gorda y que debía esperar… pues ella había llegado primero... le dije que me iba a ir sin pagar… y que si no me atendía se atuviese a las consecuencias frente a su jefes… se disculpó con la otra huésped y me pidió el número de habitación, en esa época las computadoras todavía eran a pedal y si bien tenía toda la información, comenzó a digitar con los dos dedos índices las cifras de mi factura, antes de imprimirla… le dije que no me interesaba la factura, que me dijera cuanto debía pagar para darle la plata y marcharme… pero me respondió que ese procedimiento no era legal… que debía entregarme la factura, yo debía aceptarla y firmarla antes de pagarla…
Cuando por fin se imprimió pagué con dos billetes de quinientos francios suizos pero me dijo que no tenía cambio. Entró a una oficina situada detrás del mostrador y comenzó a buscar en unas carpetas, luego alzó el teléfono para llamar no se quién…
Yo no podía esperar… le dije que se guarde el cambio (no recuerdo cuánto sería) pero no esperé y salí disparado hacia la estación para no perder mi tren.
Entré con el último aliento… eran ya las cinco y veinte y cinco, tenía apenas cinco minutos… busque el letrero que indicase el andén del que salía mi tren y no logré encontrarlo
Pregunté a alguien con total desesperación y me informó que los TGV que unen Ginebra con Paris salen únicamente de las vías No.7 y No. 8 pues hay que pasar por aduana y control de pasaportes ante las autoridades de ambos países.
Me encaminé hacia allá a todo correr, presenté mi pasaporte y seguí corriendo hacia el andén… en mi desesperación no vi una rampa en medio del corredor, iba corriendo por un piso plano cubierto de baldosas y repentinamente éste se modificaba convirtiéndose en rampa pero con el mismo tipo de recubrimiento de piso… no la vi …
El impacto fue grande… caí con mis maletas y mi cámara… desesperado logré ponerme de pié casi de inmediato y traté de seguir corriendo…noté un fuerte dolor en la pantorrilla derecha, supuse que me había desgarrado un músculo, así que hice el tramo final de mi alocada carrera, saltando -como pude- en mi pierna izquierda. Subí al TGV el momento en que se cerraban las puertas, a las cinco y treinta, en punto.
El tren comenzó a deslizarse lentamente y salió de la estación de inmediato.
Saltando en la pierna izquierda y apoyándome sobre los respaldos de los asientos del tren, llegué a mi lugar. Estaba adolorido, agitado y descompuesto… no sé cómo no me dio un infarto.
Ya en el asiento, noté que el dolor se iba incrementando. Alcancé a ver que en el siguiente vagón se encontraba el bar, así que dejé mis cosas en mi puesto y… todavía impulsándome sobre los espaldares llegué a la barra… pedí un whisky doble… lo apuré de un solo impulso (seco y volteado, como dicen en mi tierra)… me hizo bien... pedí otro igual y me lo tomé de la misma forma…
Regresé a mi asiento y me acomodé en él… semi-sentado, semi-recostado… casi de inmediato, me entró una especie de sopor y dormí casi todo el trayecto hasta Paris. La combinación de la adrenalina y el whisky sumados al agotamiento de todas las carreras, pudieron más que el dolor.
Al llegar a París bajé del tren y traté de avanzar... igual, saltando sobre la pierna izquierda, pues al tratar de apoyar la derecha, ésta no me respondía y el dolor se agudizaba hasta hacerse insoportable.
Sin embargo, descubrí que con la izquierda tampoco podía dar una salto más… el esfuerzo realizado para poder llegar hasta el tren había sido enorme… los músculos se negaban a moverse…
Me dio risa verme allí, en medio de un andén de la “Gare de Lyon” sin poder avanzar. Solo en medio de la nada… todos los pasajeros se fueron y allí me encontraba yo, como único ser viviente en medio de ese largo piso de cemento.
Un sujeto encargado de la limpieza me preguntó si me pasaba algo y le dije que no podía moverme, metió su hombro debajo de mi axila y me ayudó a llegar al final del andén me dejó sentado sobre unos baules y trajo luego una silla de ruedas. Esperé allí que mi esposa, quien se hallaba en Paris, me viniera a buscar al no encontrarme a la salida de la estación tal como habíamos convenido.
Efectivamente así fue…ella estacionó el carro que le había prestado mi cuñado André; entró a la estación buscó el sitio de llegada del TGV proveniente de Ginebra y allí me encontró, sin poder moverme, hecho un verdadero guiñapo, sentado en silla de ruedas.
Al día siguiente íbamos a viajar a Italia con mis hijas y mi cuñado, todo estaba previsto, tren hasta Marsella, auto alquilado, hoteles reservados, tres semanas maravillosas en diversos sitios de Italia.
Pero…el hombre propone y Dios dispone…
Las tres semanas las tuve que pasar en el “Centre Hospitalier” de Corbeil.
En la noche, luego de mi viaje en TGV, el dolor se hizo insoportable, me llevaron a emergencias de ese hospital y descubrieron que me había seccionado el tendón de Aquiles.
Me operaron al día siguiente.
Marie Thérèse debió anular todas las reservaciones y mi familia pasó sus vacaciones visitándome todos los días en el hospital de Corbeil.
Regresé al Ecuador con una cicatriz de veinticinco centímetros que va del talón hasta la pantorrilla y con instrucciones de hacer rehabilitación, usar zapados especiales y muletos al menos por tres meses. A Dios, gracias, el seguro cubrió todos los gastos….
Hasta ahora, cuando recuerdo esa aventura en Ginebra, siento escalofríos y se me paran los pelos de punta…