martes, 1 de mayo de 2012

México 4: La ley del monte

A inicios de este año de gracia de 2012, comencé a escribir algunos relatos sobre mi vida en México. Allí  estudié una maestría en la Escuela de Arquitectura de la UNAM, desde fines de 1978 hasta principios de 1981.

Viajé a ese país con mi amigo Hernán Burbano y en los relatos anteriores conté cómo tuvimos que mover cielo y tierra, llenar cientos de formularios y presentar toneladas de papeles, primero en Quito y posteriormente en México, para obtener un crédito educativo y luego dos becas (una de la UNAM y otra de la OEA) para poder cursar esa maestría.

Al llegar a México una de las primeras cosas que hicimos fue buscar a Jorge Escandón, arquitecto y amigo de larga data que también había viajado a México unos meses antes para iniciar un posgrado en el “Colegio de México”.

Relaté también, nuestra acertada decisión de arrendar un departamento con los “Escandones”, Jorge, Emma y sus hijos Jorge Alberto y María Belén. Con ellos, Hernán y yo, disfrutamos de un caluroso hogar, de un gran afecto de familia y de una amistad entrañable que perdura hasta ahora, a pesar del tiempo y la distancia.

Estuve buscando fotos viejas para ilustrar esos relatos y encontré algunas de un viaje maravilloso que hicimos en la Semana Santa de 1979 a la Sierra de Puebla.





 

Los protagonistas de ese periplo fuimos Hernán y yo junto a dos queridos amigos Carlos Arcos y Fausto Corral (el famoso “pollo” Corral).





Ya he mencionado que las casualidades no existen pero no deja de ser extraordinario lo siguiente: a mediados de febrero había acabado de reunir en una carpeta las fotos de ese viaje, pensando en poder escribir este relato, cuando tuve la oportunidad de asistir a un seminario de Mahikari (ya escribiré también algunos relatos sobre ese tema, no entremos en pánico); el profesor que vino para dictar el seminario era mexicano, de apellido Santa María; al terminar la primera jornada me acerqué a saludarle y le comenté de todos los recuerdos y el especial afecto que yo tenía para su país, pues allí, no sólo había estudiado, me había casado y mi primera hija había nacido en la ciudad de México. Estos hechos fueron, por supuesto, de mucho interés para mi interlocutor y nos pusimos a  “platicar” sobre diversos temas “mexicanos”.

Le pregunté si él era “chilango” (como se conoce en esas tierras a las personas nacidas en la capital azteca) y me respondió que no, añadiendo a continuación: -“soy de un pueblito muy pequeño, del que posiblemente usted nunca habrá escuchado hablar, se llama Zacatlán”…

-¡”Zacatlán de las manzanas”!, dije yo, entusiasmado…

- ¿”Conoce Zacatlán”?, me preguntó admirado, el profesor Santa María...

-“Por supuesto”, respondí…, (como si conocer Zacatlán fuese la cosa más natural del mundo para cualquier habitante del globo terráqueo). 

De inmediato le relaté que dos o tres días antes había revisado y clasificado una serie de viejas fotografías de un viaje a la Sierra de Puebla en el que visitamos “Zacatlán”, “Ahuacatlán”, “Tepango de Rodríguez”, “San Marcos” y otra serie de pueblitos y caseríos totonacos enclavados en las verdes montañas de ese estado mexicano.

Me contó que de chico se había criado en esos parajes y pudimos intercambiar una serie  de detalles de nuestros respectivos recuerdos de aquella singular geografía.

Me propuse pues escribir este relato que, por una u otra razón, se había ido aplazando hasta ahora; entre otras cosas porque en febrero y marzo estuve fuera del país… asistí -como ya he contado en otros relatos- al “Foro mundial del agua” de Marsella y tuve que desenvolverme, primero como jurado del “Festival Agua y Cine” y luego como diseñados, constructor y escenógrafo de la “Casa del ciudadano y el agua”. A mi regreso me lancé a escribir sobre esas curiosas experiencias y los relatos sobre mis aventuras mexicanas se fueron posponiendo hasta nuevo aviso…

Me he vuelto a topar con la carpeta con las fotos del viaje a “Zacatlán”, así que me lancé al teclado para no seguir posponiendo el propósito de dejar registrados por escrito, esos gratos recuerdos de hace más de treinta años.

Con Hernán viajamos a México el 15 de septiembre de 1978. Nos instalamos en las inmediaciones de la UNAM y comenzamos con la rutina de la vida universitaria. Vivíamos en la Avenida Universidad # 1900 donde, como ya he relatado, compartíamos un agradable departamento con la familia Escandón.

Nuestra morada hacía parte de un conjunto habitacional llamado “El Altillo”; allí residían también otros ecuatorianos: en uno de los departamentos vivían Carlos Arcos, su esposa Isabel y su hijo Carlitos; en otro, Pepe Dávalos y su familia; en otro, Miguelito Arteaga, quién emigró a México muchos años antes que nosotros y posteriormente, compartió su departamento con Vicente Pólit, Pollo Corral y Carlitos Sánchez; (en ese departamento también fueron moradores temporales Desireé Castro y el propio Hernán Burbano); en otro departamento vivían Jaime Idrovo, su esposa Gloria y sus hijos Daniel y Javier; en otro moraba Carlos Merchán quién al finalizar sus estudios, cedió su departamento a Bertha García (en ese lugar vivimos varios meses con mi mujer Marie Thérèse y mi hija Manon, pues Bertha nos dio posada cuando se me acabaron las becas y debí todavía permanecer en México hasta graduarme y hacer todos los papeleos antes de nuestro retorno definitivo al Ecuador). En otro departamento del “Altillo” vivían Amalia Mauro y Paul Bonilla; en otro, Marco Herrera, su esposa Margarita y su hijo Juan Javier (Valeria aun no había nacido) y en otro, Rafael Quintero, su esposa Erika y el primero de sus hijos, el ahora conocido montañista Santiago Quintero (su hermano todavía no había nacido).

Con Carlos Arcos e Isabel nos veíamos con frecuencia; solíamos visitarles para tomar un buen café recién pasado y fumar una pipa o un cigarro. Escuchábamos música y charlábamos de literatura y de política en interminables tertulias muy agradables.

En una de esas ocasiones Carlos nos propuso acompañarle a un paseo muy singular. Estaba haciendo una investigación sobre los indios totonacos que moraban en la Sierra de Puebla y había planificado un desplazamiento de unos quince días a esa región para levantar información in-situ. 

Había convencido al Pollo Corral que realizara un video de los testimonios de sus informantes y un registro fotográfico de la zona, los pueblitos y sus habitantes. Nos convenció a Hernán y a mí de sumarnos a ese periplo en calidad de asistentes de investigación y portadores de los equipos y materiales.

Nosotros íbamos a tener varios días libres en la UNAM, así que aceptamos gustosos. La investigación era para nosotros tan sólo la excusa, en realidad íbamos de paseo y de vacaciones, así que en vez de recibir remuneración, compartíamos los costos de la gasolina y los gastos de viaje, alojamiento y comida.

Un amigo de Carlos le prestó un “Renault 4” ese singular vehículo conocido como: “R4” o “4L” (catrel, en español)…, que fue un ícono de la industria automotriz francesa entre 1961 y 1992. 

El “4L” se producía en diversos países del mundo y tuvo gran éxito como carro familiar y utilitario. En Francia y en España fue usado como vehículo de la policía y de los correos; pero también la industria le dio uso como camioneta de reparto y de abastecimiento, sobre todo para la entrega de encomiendas de pequeño volumen. En México se le conocía también como “Renoleta” y fue producida durante muchos años.

Era un vehículo de gran maniobrabilidad, muy fuerte y formidable para los caminos pendientes por su tracción delantera. Una de sus singularidades era que la palanca de cambios no era “al volante” ni “al piso” como en cualquier otro vehículo, la palanca salía directamente del panel frontal. Conducir la “catrel” era una verdadera delicia, “trepaba” maravillosamente y se “agarraba” a las curvas como una verdadera cabra.

Salimos de México muy temprano hacia la ciudad de Puebla y enfilamos luego hacia el principal poblado de la zona de estudio de don Carlos Arcos, la ciudad de Zacatlán.

Zacatlán es la capital de un pintoresco municipio situado al norte del estado de Puebla. La palabra viene del náhuatl zácatl o zacate (paja) y tlán sufijo de lugar. Zacatlán significa por tanto, “lugar donde abunda el zacate, la paja”. 

El pueblo de Zacatlán, lugar de nacimiento de mi amigo el profesor Santa María, es famoso por ser uno de los principales centros productores de manzanas de México; tanto que, como ya lo he mencionado, se le llama con frecuencia, por su “nombre y apellido”: “Zacatlán de las Manzanas”.

El municipio de Zacatlán se localiza a una altura de 2.000 msnm, su clima templado ha permitido que la región sea productora no sólo de manzanasy ciruelas sino también de maíz, frijol, cebada, habas, papas y aguacates. Sus verdes laderas también han permitido el desarrollo de ganadería, bovina y ovina.

No se sabe con precisión la fecha de fundación de la ciudad, pero en ella se encuentran magníficas edificaciones coloniales, de grandes muros blancos y cubiertas de teja. Su iglesia principal data de 1564. 

Zacatlán ha sido reconocido como uno de los “Pueblos Mágicos” de México. Ese programa de la Secretaría de Turismo reconoce la riqueza cultural de diversas ciudades y pueblos, para resaltar su valor turístico y cultural y preservar su herencia natural y edificada. 

El programa apunta a rescatar la influencia del pasado indígena, el legado colonial español, la preservación de tradiciones ancestrales y los acontecimientos históricos importantes.

Mientras Carlos se reunía con diversas autoridades para informarles sobre su trabajo de investigación y visitaba archivos eclesiásticos y civiles en busca de información, nosotros pudimos recorrer la ciudad, sus plazas, iglesias y parques. En la noche nos quedamos en una pequeña posada de los alrededores y a la mañana siguiente emprendimos el recorrido a nuestro destino, el pequeño poblado de Ahuacatlán. 
 
Ahuacatlán es un pueblito ubicado en una zona escarpada en medio de las montañas; se llega hasta allí, bordeando tortuosos caminos que recorren cerros y colinas; muchas de ellas  separadas por profundos abismos pero siempre poseedoras de una singular belleza.
Ahuacatlán, en náhuatl, significa lugar de los aguacates. Originalmente fue un asentamiento de grupos totonacos; al establecerse en la zona los encomenderos españoles la denominaron “San Juan Ahuacatlán” y perteneció mucho tiempo al antiguo distrito de Zacatlán. Desde fines del siglo XIX se constituyó como “municipio libre”.
El Municipio de Ahuacatlán se localiza en la parte norte de la Sierra de Puebla conformada por cadenas de elevaciones sucesivas y adosadas que forman pintorescas mesetas y acogedores valles escalonadas en medio del relieve bastante accidentado de las montañas.
Los paisajes que recorrimos en más de cuatro horas de ruta, nos dejaron atónitos por lo accidentado de su geografía, conformada por grandes laderas y pendientes siempre verdes, cultivadas de maíz y frijol donde se evidenciaba una gran subdivisión de la tierra. En medio de las “milpas” limitadas por árboles de aguacate y setos bajos, se podían ver pequeñas casitas de barro envueltas por un humo azulado que salía incontenible, de las cubiertas de teja.

Desde lo alto de un recodo del camino antes de iniciar un abrupto descenso hacia el río, pudimos tener una visión de conjunto de nuestro destino.

En esa primera vista de Ahuacatlán, nos llamó la atención algo que se repetiría siempre en otros pueblos y caseríos que tuvimos oportunidad de visitar de la zona, la gran desproporción entre las modestas edificaciones civiles y las gigantescas iglesias de cada uno de ellos.

Casi siempre las iglesias eran enormes construcciones en piedra y adobe, que de veían ahora muy deterioradas, casi sin mantenimiento, pero evidenciaban el gran poder que la iglesia y la religión tuvieron en esa zona indígena de México, en la época colonial.
Ahuacatlán no era la excepción. Era un acogedor pueblito con modestas casas bajas, construidas en medio de solares agrícolas y huertos frutales limitados por pintorescos muros de piedra.

Su calle principal, casi la única, muy empinada, se dirigía hacia una explanada central en la que se elevaba una enorme iglesia con dos torres y grandes contrafuertes de piedra de un lado y, del otro, una magnífica casa parroquial -casi un convento amurallado- cuyas  instalaciones se estructuraban alrededor de gran patio, semejante al de las “casas de hacienda” de otros confines de América Latina.

Al llegar al poblado, el camino estaba atravesado por un riachuelo de aguas claras. Para llegar hasta las casas más importantes y luego a la explanada de la iglesia, debimos atravesar un pintoresco puente con sólidas bases y balaustradas construidas con piedra sillar y argamasa de cal a las que el tiempo y la humedad habían dado un recubrimiento de musgo de tinte negruzco o verde muy obscuro.

Lo primero que hicimos fue averiguar dónde podríamos alojarnos. Por supuesto no había allí posada ni hotel alguno. En una pequeña casa de la entrada, pudimos plantear nuestra necesidad de albergue a una simpática viejecita quien nos encaminó hacia la casa más grande del pueblo. Su propietario -nos informó- daba hospedaje en ocasiones, a los pocos visitantes que caían, de tarde en tarde, por ese pueblito perdido en las inmensidades de aquellas alejadas serranías.

Tuvimos suerte. El dueño de esa casona, que era a la vez, el único tendero del poblado y el principal comprador de granos y otros productos agrícolas, disponía de una habitación con cuatro camas en el segundo piso de su casa. Luego de negociar el precio por la habitación e incluir en el trato, las tres comidas del día, bajamos de la camioneta todos nuestros aperos y nos instalamos ahí para hacer en ese sitio, nuestro centro de operaciones por los siguientes quince días.

Estábamos almorzando en una mesa situado en un rincón del patio, cuando alguien entró a ese recinto saludando de manera enérgica: -“¡Buenas tardes!”.

Al patio se llegaba a través de una puerta  de dos hojas y un dintel de madera en lo alto. El recién llegado se sacudió un zarape bastante raído y sacándose el sombrero saludó de manera personal al dueño de casa. Éste se acercó hacia el visitante y luego de un rápido intercambio de palabras regresó hacia nuestra mesa.

A manera de contestación a una pregunta que no llegamos a formular, pero sintiéndose obligado de comentar algo para justificar el habernos dejado solos un instante, dijo simplemente:

- “Es por el asunto ese… del cine”. 

Al poco tiempo, el visitante volvió a ingresar por la puerta, esta vez tirando de dos mulas de andar lento y cansino. La una llevaba en su lomo un viejo equipo de proyección, varias cajas metálicas redondas de cuarenta o cincuenta centímetros de diámetro y un gran rollo de cable eléctrico de aspecto usado, enredado, retorcido y remendado. La otra acémila portaba un generador eléctrico, dos bidones de combustible, un amplificador de sonido, dos grandes parlantes y un rollo enorme de lona plastificada, la pantalla requerida para la función de cine.

- “Esta noche tendremos cine”, dijo nuestro dueño de casa. Añadiendo luego, -“Los señores están invitados”.

A media tarde, el arriero desplegó y colgó la pantalla de proyección, adosándolo contra un gran muro de la casa vecina; el patio fue barrido y recibió una dosis de agua aspergeada con la mano, para asentar el polvo…quedó listo para recibir a los espectadores.

Nuestra habitación disponía de dos estrechas ventanas con balcón con vista al patio, el propietario tuvo la amabilidad de enviarnos cuatro sillas para que pudiésemos asistir al espectáculo desde esos palcos del segundo piso; él y su familia se acomodaron en las puertas semejantes de la planta baja, detrás de una mesa en la que se instaló el aparato de proyección. El motor a gasolina se instaló en el exterior para que sus ronquidos no interfirieran con la proyección y el sonido del filme.

Como a las siete y media, cuando ya había caído la noche, el patio estaba lleno de bote a bote. Cada espectador traía una silla y pagaba diez pesos. A veces una familia llegaba con una banca larga y pagaba esa suma por cada espectador. Los niños pagaban media entrada y según nos explicaron el 80% de la taquilla era para el arriero-empresario y el 20% para el propietario de la casa, quién no sólo arrendaba su patio para la función, sino que también proporcionaba alojamiento y comida al cineasta, así como establo, agua y alfalfa para las mulas.

Cuando se apagaron dos o tres bombillas amarillentas que también se nutrían del fluido eléctrico del generador y un intenso haz de luz iluminó la pantalla, la multitud dio un grito como el que se escucha en los estadios cuando hace su ingreso el equipo local.

La película que se comenzó a proyectar era “La Ley del Monte” con Vicente Fernández y la guapa actriz peruana Patricia Aspíllaga.
Toda la concurrencia veía la película con los ojos y la boca, enormemente abiertos… De vez en cuando, exclamaciones colectivas de sorpresa, de aprobación, de complicidad o de disgusto acompañaban las diversas escenas…

La gente vivía la película y la energía colectiva de los espectadores nos llegaba al segundo piso con fuerza inusitada.

La mayor vibración se producía cuando en las diversas escenas, Vicente Fernández,  con su gran sombrero de paja en la mano, sosteniendo a su caballo por la brida o vestido con su lujoso traje de charro, daba inicio a las muchas canciones que interpretaba con su fuerte  voz de tenor, en distintos momentos de la película.

La parte de mayor trascendencia se produjo en un momento del filme, cuando desde una tarima armada en la plaza de un pueblo, se dirigía a la bella Patricia, que se había comprometido con su rival, entonando “La ley del monte”, el tema central de la película.

Con acompañamiento de mariachis, guitarras, violines, trompetas, guitarrón y coros, Vicente Fernández con su enorme bigote, comenzó aquella canción con vigorosa voz: - “Grabé en la penca de un maguey tu nombre, unido al mío…, y la multitud cantaba con él… -“¡entrelazados!”.

Vicente seguía luego: - “Como una prueba ante la ley del monte”… y la gente coreaba… - “¡Que allí estuvimos… enamorados!”… Vicente seguía: -“Tú misma fuiste quien buscó la penca”…, y el patio entero irrumpía a viva voz: -“¡La más bonita, la más esbelta!”…

-“Y hasta dijiste que también grabara”… -“¡Dos corazones con una flecha!”…

-“Ahora dices que ya no te acuerdas”... – “¡Que nada es cierto, que son palabras!”…

-“Estoy tranquilo porque al fin de cuentas”… - “¡De nuestro idilio las pencas hablan!”…

En ese momento el protagonista, mirando a los ojos a Patricia, elevaba el tono de su voz para entonar la siguiente estrofa:

-“La misma noche que mí amor cambiaste”…, y la muchedumbre, hombres, mujeres y niños, subían también su registro para acompañar al charro: -“¡También cortaste aquella penca!”…

-“Te imaginaste que si la veían”… - “¡Pa' ti sería como una afrenta!”….

Cuando Vicente -con lágrimas en los ojos- comenzó a rematar la canción: -“Se te olvidaba que el maguey sabía”… y los habitantes de Ahuacatlan entonaban las frases finales, acompañando en su dolor al protagonista: -“¡Lo que juraste aquella noche!”…

-“Y que a su modo él también, podía”…-“¡Recriminarte con un reproche!”…

Finalmente todos cantaban a todo pulmón: - “¡No sé si creas las extrañas cosas!”…- “¡¡Que ven mis ojos, tal vez te asombres!!”…

-“¡¡Las pencas nuevas que al maguey le brotan!!”… -“¡¡¡Vienen marcadas con nuestros nombres!!!!”…

El “cineasta” trató de continuar con la proyección pero todo el pueblo se puso de pie para pedir que pasara de nuevo esa parte de la película… Cuando, una vez rebobinada la cinta, pudimos disfrutar nuevamente de la escena, todo Ahuacatlán volvió a acompañar a grito y llanto partido la canción de Vicente Fernández.

- “Grabé en la penca de un maguey tu nombre, unido al mío…, y la multitud cantaba con él… -“¡entrelazados!”.

Lo propio aconteció cuando cantó “”El hijo del pueblo” y alguna otra canción incluida en el filme. Para nosotros fue una experiencia inolvidable. 

Lo primero que hice al regresar a la ciudad de México luego de aquel viaje, fue comprar un casete con todas las canciones de la película. Hasta ahora se me ponen los pelos de punta y la piel como carne de gallina, cuando escucho “La Ley del monte”, recordando esa singular vivencia en aquel cine improvisado en las montañas de Puebla.

Todas las mañanas antes de salir para nuestro trabajo de campo, desayunábamos como reyes en nuestra posada. Los cuatro expedicionarios nos sentábamos en una banca rústica de madera, uno al lado del otro, en el mismo lado de una mesa larga, de idéntico acabado rústico, que era lavada con agua y estropajo antes de recibir a los comensales. Del otro costado de la mesa, cuatro mujeres ataviadas con coloridas blusas bordadas y su cabello peinado con trenzas  recogidas sobre su cabeza, atadas con cintas de colores, atendían nuestra comida.

Una de ellas nos recibía con un jarro de barro lleno de un humeante “café de olla” hecho con café tostado y molido, especies de distinto tipo y endulzado con “piloncillo” esa cristalización rústica del jugo de caña que se obtiene luego de calentarlo hasta que el agua se evapora casi por completo y deviene en una miel espesa que se vierte luego en moldes de madera para que se enfríe (en el Ecuador llamamos “panela” al resultado de ese proceso).

Otra mujer se ocupaba de hacer un maravilloso “revoltillo”, batiendo decenas de huevos de campo y adobando la mezcla con cebolla finamente picada, queso fresco y sal. Otra nos servía sin parar, frijoles negros de olla, en pequeñas porciones para que estuvieran siempre calientes sobre nuestro plato y la cuarta, palmeaba con gran habilidad, decenas de tortillas de maíz dándoles forma redonda y plana, entre sus manos… las asaban en un comal de barro, primero de un lado y luego las daba vuelta con los dedos, para que asarlas del otro… de inmediato las lanzaba a una canasta redonda que esperaba sobre la mesa frente a nuestros platos…

Todo el tiempo teníamos a disposición, tortillas calentitas para acompañar los huevos y los frijoles y un enorme recipiente con chiles jalapeños para sazonar las posibles combinaciones de esas delicias.

Hasta ahora recuerdo el contraste increíble de esos colores sobre el plato: los huevos intensamente amarillos, los frijoles de un negro azabache brillante y los chiles de un verde magnífico que invitaban a devorarlo todo, primero con los ojos y luego con la boca.
Carlos había planificado una serie de salidas de campo. Todos los días visitábamos diversos pueblitos y pintorescas áreas rurales, morada de personas sencillas de inusual amabilidad y generosidad extrema. Si llegábamos a la hora de comer, hacían lo imposible por compartir y brindarnos los productos de la tierra. No recuerdo en cuántas ocasiones aceptamos su hospitalidad expresada en dulces elotes, habas tiernas, papas cocidas, queso fresco, agua de limón u horchata.
Recuerdo que fuimos ovacionados cuando hicimos un ingreso triunfal con nuestra “catrel” a la plaza principal de un poblado llamado “Tepango de Rodríguez”. El tractor que abría el camino para conectar ese perdido pueblecito con el mundo, había llegado a la calle principal apenas la noche anterior. Nuestra pequeña camioneta fue el primer vehículo que ingresó al poblado en toda su historia. Alguien había llegado con la noticia de nuestro arribo y nos esperaba una magnífica recepción con arcos de flores, desfile y discursos. Carlos respondió agradeciendo el homenaje y deseando a todos los habitantes de la zona, un futuro de desarrollo y bienestar como consecuencia de la llegada del progreso a esas tierras antes totalmente olvidadas.
“Tepango de Rodríguez” es uno de los 217 municipios del estado de Puebla; se ubica en la región de Huauchinango. Su nombre original es de origen náhuatl, proviene de los vocablos tépetl (cerro) y aco (en lo alto): “lugar en lo alto del cerro”. Desde tiempos inmemorables fue un asentamiento totonaco aunque luego fue sometido por otros grupos de origen náhuatl.

En el siglo XIX perteneció al distrito de Zacatlán y fue erigido “municipio libre” en 1895 con el nombre de “San Antonio Tepango”, en 1935, la población decidió cambiar el nombre del pueblo a la denominación actual “Tepango de Rodríguez”, en honor del ex presidente Abelardo Rodríguez. 
“Tepango de Rodríguez” era un pueblo tan perdido en el mapa que todo vínculo con el mundo exterior se hacía por medio de acémilas. Frente a todas las fachadas de las casas, había unos maderos horizontales para amarrar mulas, asnos y caballos. Todos nosotros pudimos recoger varias herraduras viejas que permanecían tiradas en las calles y nos las llevamos como recuerdo.
En otra ocasión llegamos a un pequeño caserío llamado “San Marcos” si la memoria no me falla. Era un domingo, cerca del medio día y tuvimos la ocasión de asistir a una procesión maravillosa. 
Todos los moradores del pueblo salían de la iglesia portando la imagen del santo patrono del poblado, los hombres ataviados con camisas y calzones blancos y las mujeres con blusas y faldas del mismo color, con peinados multicolores y hermosas fajas tejidas, de color rojo, muy anchas, alrededor de la cintura. 
Todos llevaban velas encendidas y cantaban en náhuatl mientras recorrían las calles del poblado, lanzando pétalos de flores a la imagen y a sus portadores.
Seguimos a la procesión hasta una zona alejada del pueblo, a la morada de los “priostes” (no  recuerdo como se los denomina a estos personajes en esas tierras), Carlos estaba fascinado y el “Pollo” Corral no perdió la ocasión de filmar y fotografiar todo ese acontecimiento. Nos brindaron atole y pulque hasta reventar. A mi amigo Hernán  y al “Pollo” no les gustó el sabor desabrido y espeso del atole y una vez que apuraron a duras penas, la primera calabaza de aquel producto, no querían saber nada de tomar una segunda dosis. Carlos estaba furioso; consideraba que si perderíamos la confianza de nuestros anfitriones perderíamos también la ocasión de seguir registrando todos los detalles de esa fiesta con la minuciosidad de dedicados antropólogos. A él y a mí nos tocó beber atole hasta quedar empipados.
Al “Pollo” le fascinó en cambio, el pulque. Ese producto, es lo que acá se conoce como tzawar mishke, miel de cabuyo, una chicha que se obtiene de  la fermentación de la savia del agave. Ese líquido una vez destilado da origen al tequila, pero en su estado inicial es un producto espeso, baboso y viscoso, una suerte de jugo de guanábana, algo fermentado y sin azúcar.
También tuvimos que beber docenas de calabazas de pulque; los cuatro tuvimos una fuerte diarrea en la noche, luego de nuestra aventura en las inmediaciones de San Marcos.
En otro pueblito, cuyo nombre se me ha olvidado ahora, descubrimos -como de costumbre- una gigantesca iglesia en medio de la pobreza de todas las edificaciones restantes. 

En la fachada principal fue increíble encontrar las imágenes de dos santos tallados en piedra que -al “Pollo” se le ocurrió- representaban a “San Mario” y a “San Hernán”, barbado y con sombrero de paja el primero, con pelo largo y bigote el segundo. Posiblemente eran las tallas de dos encomenderos o bucaneros y no de dos santos varones, pero ahí estaban “nuestras imágenes” que supongo eran suficientemente respetadas por los moradores de esas tierras ya que habían sobrevivido no solo a la colonia y todas sus injusticias, a las guerras de independencia, a la revolución de los cristeros, las balaceras de la revolución mexicana y a los saqueadores del patrimonio.


Aspiro que sigan bendiciendo esas serranías pues no tenemos desde acá ninguna otra forma de pagar la generosa acogida que nos brindaron los habitantes de todos esos pueblos.
Luego de esos días llenos de incontables experiencias y vivencias, nuestra “catrel” decidió que quería quedarse en tierras totonacas y se negó a arrancar una mañana. El “Pollo” y Hernán regresaron en bus y Carlos y yo nos quedamos para tratar de reparar la camioneta. Intento vano e infructuoso. En esa zona  sobraban los herreros pero había total escasez de talleres mecánicos y tiendas de repuestos (de “refacciones”, como llaman en México a esos insumos) Tuvimos que abandonar allí el vehículo y Carlos regresó varios días más tarde con un mecánico y las piezas requeridas para repararlo.
El viaje de regreso fue casi una epopeya. Nuestros acompañantes partieron con lo mínimo indispensable pero a Carlos y a mí nos tocó cargar con todo el campamento, incluyendo un bidón con cinco galones de pulque que el “Pollo” había comprado en alguno de esos pueblos y que -nos hizo prometer- lo llevaríamos a la ciudad de México.
Luego de varios trayectos en camionetas, camiones, buses y omnibuses que nos llevaron de San Marcos a Ahuacatlán, luego a Zacatlán, a Puebla y al Distrito Federal, llegamos por fin a nuestra casa en “El Altillo” Cada vez que Carlos se descuidaba, yo vaciaba algo del contenido del bidón de pulque en alguna alcantarilla; su peso era colosal y nosotros ya estábamos suficientemente cargados. Pero una promesa es una promesa y el “Pollo” recibió algo más de dos galones de su famoso pulque para compartirlo con los amigos. Todos lo encontraron delicioso. Parece que la fermentación adicional lograda  por el calor y el traqueteo del viaje le confirió un gusto excepcional.
Lindos recuerdos. Una experiencia inolvidable.

Quienes deseen escuchar a Vicente Fernández cantando “La ley del monte”, pueden conectarse a:

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