Como ya he relatado, he estado en Bretaña al menos seis o siete veces. En 1993 fuimos allá, con mi esposa y mis hijas, invitados por dos buenos amigos Yves y Marie Paule Ménahèze. Con ellos tuvimos la oportunidad de asistir al famoso “Festival Intercéltico” de Lorient, un evento que permite el encuentro de la música, la danza y otras manifestaciones de la cultura celta, presentes en diversos países europeos y el resto del mundo.
Los Ménahèze nos recibieron en su casa en la comuna de Quiberon y en esos días que pasamos con ellos hicieron todo lo posible por enseñarnos las bellezas de los alrededores. Nosotros habíamos arrendado un auto para emprender el periplo por Bretaña. La idea era pasar unos días con estos queridos amigos, al sur de la península bretona y luego poder conocer otras zonas de los innumerables atractivos turísticos de la región.
En otras ocasiones habíamos estado en diversas playas, puertos y variadas áreas del litoral de Bretaña, pero nunca habíamos tenido la oportunidad de adentrarnos en la parte central, en la “Bretaña profunda” como llaman a esos territorios, los propios bretones.
En el centro de Bretaña son frecuentes las lluvias, la garúa y la neblina. Es una región de clima continental y de vegetación abundante, desde la antigüedad esta zona ha sido tradicionalmente boscosa y húmeda, llena de pequeñas lagunas, estanques y vertientes rodeadas de árboles cubiertos de musgo que crecen en medio de un verde manto de frondosos helechos.
En ese contexto brumoso y misterioso se desarrollaron hace siglos las leyendas del Rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda. En medio de esos bosques Arturo sacó de la piedra su famosa espada “Escalibur”. En medio de esos húmedos páramos, llenos de hadas, el célebre Merlín y sus colegas buscaban las plantas medicinales y aquellas usadas para sus pociones mágicas. Posiblemente la más conocida es el “muérdago”, una planta mágica por excelencia que crece sobre los árboles. Como se ve en los libros de “Asterix”, los druidas la recogían cuidando de que no tocase el suelo. Era útil para “protegerse de los rayos y los relámpagos”, “para los sortilegios de maldad”, “para curar diversas enfermedades”, “para sanar heridas” e incluso para lograr “hacerse invisible” (esto para quienes conocían el secreto de la invisibilidad)...
El más famoso bosque bretón, cuna de todas estas elaboradas leyendas y “verdades a medias”, es la mítica “Forêt Brocéliande”, donde transcurren las aventuras de amor y desamor, las batallas y los sortilegios del Rey Arturo. Esta “forêt” es generalmente considerada como parte de la “Forêt de Paimpont”, aunque también otros bosques como el de “Huelgoat” y el de “Quintin” se disputan el que “Brocéliande” sea parte de sus territorios.
Sin ánimos de dar la razón a ninguna de esas tesis en disputa, nosotros nos dirigimos a la “Forêt de Paimpont” y levantamos la tienda de campaña que nos había prestado mi cuñado Michel, en el Camping de la “Forêt Broceliande”; así al menos, señalaba claramente el letrero de la entrada.
Fue una experiencia formidable pasar la noche en medio de esos árboles míticos, supongo que mis hijas habrán soñado con Merlín, Morgana, el hada Vivane, Arturo y Láncelot. Yo dormí como un tronco agotado por la larga jornada de manejo por pequeños caminos, en los que era imposible orientarse y llegar fácilmente a cualquier destino.
En esa región visitamos las célebres forjas de “Paimpont”. Las “Forges de Paimpont” –en francés- fueron por muchos años una de las más importantes forjas de Bretaña y de Francia. Su implantación en medio de la “Forêt de Paimpont” se debe a la existencia de yacimientos de hierro que se explotaban a cielo abierto, un importante sistema hidrográfico que garantizaba la energía y la existencia de bosques para la producción de carbón.
Este sitio es ahora catalogado como monumento histórico y se lo puede visitar para conocer el proceso de trabajo del hierro fundido y sus productos en una interesante exhibición. En las “Forges de Paimpont” se producían una infinidad de objetos utilitarios (rejas de arado, herraduras para caballos y mulas, palas, azadones, picos, combos, herrajes de carretas y diversas maquinarias agrícolas); así como innumerables utensilios domésticos (planchas, ollas, sartenes, clavos, herrajes de puertas y ventanas, placas de chimenea, etc.).
Nuestra segunda noche en los territorios de Merlín el Mago la pasamos en una granja-albergue (“Ferme-Auberge”) en un lugar llamado “Trédudon”. Caímos allí por casualidad; estábamos perdidos en medio del campo y cuando nos acercamos en busca de información el lugar nos fascinó. Decidimos quedarnos y pasar allí la noche. Sabia, decisión.
La “Ferme” había sido adquirida, casi en ruinas, por su actual propietario, un ingeniero de sistemas bretón, que se hartó de la vida en Paris y del mundo de los negocios. Restauró las viejas dependencias de la granja y las habilitó como comedor, cocina y habitaciones para huéspedes. Vive del turismo y de la producción de la granja; tiene ovejas y cabras lecheras y siembra casi todos los productos que ofrece en su excelente carta. Los visitantes pueden realizar recorridos en asno o a caballo por la compleja geografía de la zona y familiarizarse con la crianza de los animales y la producción agrícola.
En la noche él y su hijo ofrecen un fantástico concierto de música celta, ejecutando con maestría el “biniou” o gaita bretona y la “bombarda” (una especie de oboe rústico), los dos instrumentos más representativos de la región. Esto en el medio de un comedor de doble altura con paredes de piedra y una enorme chimenea con un fuego siempre crepitante, donde se cuecen diferentes platos tradicionales: sopas diversas en una gran marmita de hierro fundido y carne de oveja o de cabra preparada a la braza en una enorme parrilla.
Esa noche nos sirvieron unas costillas de cordero con legumbres del huerto y un guiso de cabrito con páprika; una verdadera delicia. Rematamos la noche con unas excelentes “crêpes” flambeadas, acompañadas de una excelente cidra bretona, como es la tradición de esa región.
El 15 de agosto, el último día de nuestro periplo por estos encantadores paisajes, asistimos a una celebración tradicional, típicamente bretona: un “Perdón” en la localidad de “Coatquéau” o “Coat Kéo” en bretón.
Los “perdones” son parte de los rituales penitenciarios del cristianismo en Bretaña. Son de las más antiguas tradiciones de manifestación de fe popular. Se remontan al siglo V, cuando se inicia la evangelización del país por monjes celtas.
Los fieles asisten a una misa campal, luego hacen peregrinación a la tumba del santo patrono del lugar o a un lugar santo emblemático; regresan a la capilla o iglesia, donde se ofrecen una serie de presentaciones de música y danza con participación de todos los presentes. Luego la comuna invita a un almuerzo campestre.
Hombres y mujeres usan las vestimentas tradicionales. Los hombres visten de negro con sombrero de fieltro adornado por una cinta de terciopelo negro, chaquetilla corta, chaleco, camisa blanca de cuello recto, sin lazo ni corbata, calzones con amplios pliegues y polainas de cuero.
Las mujeres usan cofias blancas almidonadas, algunas muy altas, pero todas con calados y diseños muy elaborados. Visten blusas blancas o un corpiño negro con mangas abotonadas y largas faldas que les cubre los tobillos e incluso los pies. El vestido se complementa con un delantal con bordados de hilo de algodón, de seda o de oro. Es frecuente encontrar delantales pintados a mano o con encajes muy finos.
Las mujeres usan cofias blancas almidonadas, algunas muy altas, pero todas con calados y diseños muy elaborados. Visten blusas blancas o un corpiño negro con mangas abotonadas y largas faldas que les cubre los tobillos e incluso los pies. El vestido se complementa con un delantal con bordados de hilo de algodón, de seda o de oro. Es frecuente encontrar delantales pintados a mano o con encajes muy finos.
Fue maravillosa esta experiencia, la música al igual que cuando estuvimos en el festival de Lorient, genera tal vibración en el ambiente, que nadie puede permanecer indiferente. Durante la procesión, eso es sobrecogedor, todos cantan bellos cantos litúrgicos, a menudo en lengua bretona y luego todos bailan siguiendo el compás de la música tradicional. Los ejecutantes logran involucrar a todos los presentes; como ya pudimos apreciar en Lorient, la gente forma círculos concéntricos, se toman de los dedos meñiques y hacen un movimiento colectivo con los brazos, mientra giran sin parar siguiendo los sonoros acordes de las gaitas bretonas y de las “bombardas”.
En el recorrido que pudimos hacer dejando estos encantadores recodos, visitamos el célebre “Estanque de las hadas” y el “Valle sin retorno”, paisaje impresionante y sobrecogedor, hasta angustiante, según la opinión de mi esposa. Pero las experiencias formidables de la visita a la tierra de Merlín y Arturo, siguen siendo “de leyenda” para nosotros.
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