martes, 8 de marzo de 2011

Marruecos 6: El camello despatarrado

Como ya he relatado, regresé a Marruecos en septiembre de 2004, exactamente nuevos años después de mi primera visita. En esta ocasión fui con mi esposa Marie Thérèse para visitar varios lugares que no pudimos conocer en nuestro primer viaje. Tomamos un paquete turístico que incluía entre otras cosas, la ciudad de Marrakech y un conjunto de otros maravillosos lugares del sur de Marruecos.

Marrakech, conocida como La ciudad roja” es una de los conglomerados urbanos más importantes del país; alberga numerosos monumentos que la convierten en un importante destino turístico y es una de las llamadas “ciudades imperiales” junto a Rabat, Fez y Meknes. También se la denomina “la ciudad de los cuatro colores” por el rojo de la tierra que predomina en sus edificaciones, el blanco de la nieve de la cordillera del Alto Atlas, el intensísimo azul del cielo y el verdor de la vegetación en la gran llanura del río Haouz.

En nuestro viaje al sur atravesamos la cordillera del Atlas por “Tiz-in-Tichka” el único paso para trasponer el territorio de Marrakech hacia Ouarzazate, ciudad donde se inicia la zona semidesértica del sur marroquí. En este paso llama la atención ver, de trecho en trecho, unos jalones con marcas de dos colores alternados, con numeración visible, como aquellos adminículos que usan los topógrafos. Estos objetos clavados permanentemente en el suelo, sirven para indicar el nivel de la nieve que se acumula allí en el período invernal. Al recorrer esos calurosos eriales al final del verano, resulta casi impensable que unos pocos meses más tarde ese paisaje desértico se convierte año a año en un contexto nevado con temperaturas bajo cero. Lo formidable es que también todos los años, en la primavera, los deshielos del Atlas dan vida a los riachuelos, los ríos, los oasis y a todas las llanuras fértiles y productivas del norte marroquí.

Dejando atrás Ouarzazate continuamos en dirección a Zagora, la última ciudad importante del sur de Marruecos antes del gran Sahara. A la salida de Zagora hay un letrero con una flecha que apunta hacia el desierto. En ese icono, fotografiado por todos los turistas que llegan a ese punto, se lee:”Tombuctú, 52 días de caravana”

Tombuctú es un pueblo ubicado en las inmediaciones del río Níger en la actual república de Malí. Hasta el siglo XIX y aun hasta mediados del siglo XX, cuando las caravanas eran el único medio de atravesar con cierta seguridad esas gigantescas soledades desérticas, Tombuctú era el primer oasis luego de atravesar el Sahara argelino o el desierto de Mauritania si el desplazamiento provenía del Sahara Occidental.

En los países del “Magreb”, se denominan zaouia”  a las escuelas religiosas o monasterios islámicos. En ese recorrido por el sur marroquí visitamos la zaouia de Tamergrout, un antiguo rincón de recogimiento místico, verdadero oasis cultural en medio de esas soledades; lugar calmo de lectura y meditación en cuya fabulosa biblioteca se guardan y se pueden observar manuscritos del Corán, escritos con artísticos trazos sobre piel de gacela, posiblemente en el siglo X de nuestra era.

En los países del norte de África se usa la palabra kasbah (o casbah) como sinónimo de “ciudad fortificada” o “fortaleza”, pero también de “edificación señorial”, de “palacio”. Por extensión, la palabra se refiere ahora igualmente, a los centros históricos o medinas de las ciudades de la región y a nivel popular, se usa esta denominación para referirse a una pequeña propiedad rural e incluso a un caserío. En arquitectura el término kasbah proviene de “kasabah” nombre árabe de un vegetal que crece a orillas de los ríos y fue tradicionalmente  utilizado para la construcción de los techos por sus cualidades aislantes contre el calor, el frío y la humedad.

 El sur de Marruecos se caracteriza por una atormentada geografía seca y pedregosa con palmerales que crecen, de tanto en tanto, merced a la irrigación de pequeños riachuelos, fuentes subterráneas y vertientes abastecidos todas por los deshielos del Atlas. En medio de esos oasis, el visitante se puede topar con todo tipo de kasbahs: grandes fortalezas, gigantescos palacios, villorrios en medio de las colinas o pueblos fortificados como  “Ait Benhaddou” con sus dos magníficas torres bellamente decoradas, uno de los más hermosos de esa zona o “Taourirte” suntuoso palacio edificado con adobe rojo, finamente decorado en sus fachadas exteriores con bajorrelieves esculpidos en la tierra, y magníficos interiores, zócalos de azulejos y vigas de madera con hermosos diseños geométricos multicolores.

Una serie de variados paisajes, tan impresionantes que cortan el aliento, se suceden de manera secuencial: las fértiles vegas del río “Dadés” con sus enormes plantaciones de palmeras; el valle del “Draa”, un verdadero oasis lineal que cruza el desierto; las gargantas del Todgha, cuyos estrechos farallones se  elevan trescientos metros hacia el cielo; los escarpados barrancos de “Tineghir” desde donde se puede apreciar una vista impresionante de pueblos aterrazados, construidos en tierra roja, en medio del verdor de palmas datileras, almendros e higueras. Todas esas visiones, aparecen de pronto en el camino, como impactantes “espejismos”, como muestras de la mano divina en medio de la austera y casi angustiosa presencia del desierto pedregoso a un lado y otro del camino.

Pero cuando toda la vegetación acaba y desaparecen incluso las piedras, aparece el desierto; el desierto verdadero. El Sahara. Sin una brizna de vegetación, sin una roca, allí nada se mueve; incluso el viento permanece estático, agobiado por el calor, en estado de suspensión, temblando levemente sobre la arena como con miedo de seguir su camino.

Arena y más arena, onduladas dunas, olas enormes y voluptuosas de arena; de arena roja, de arena ocre, arena amarilla y dorada. Las dunas de “Merzouga”. Un paisaje como para detenerse a rezar. Se puede llegar hasta un punto cercano en vehículos de doble tracción pero para tener una breve idea de la inmensidad del Sahara, los visitantes son invitados a ingresar a ese mítico lugar a lomo de camello, o más bien, para no ofender a los entendidos, a lomo de de dromedario.

Mi esposa tiene miedo de los caballos, los asnos y las mulas, creo que nunca ha subido en el lomo de cualquiera de esos bichos. Cuando le propusieron montar en un dromedario, dio inicialmente un ¡no!, rotundo y categórico; pero luego, viendo que nuestros acompañantes se atrevían a subir en los camélidos y viendo que nos íbamos a quedar sin la visita al Sahara, pues yo, solidario; manifesté que si ella no venía, yo tampoco haría el recorrido a bordo de uno de estos simpáticos rumiantes; ella, poco a poco, fue cambiando de opinión y se atrevió a decir que se subiría al camello si venía conmigo sobre el mismo animal. Supongo que abrazar mi espalda le daba cierta seguridad, atenuaba sus temores y exorcizaba a los espíritus de la angustia.

Subir a un dromedario es relativamente fácil. El animal yace acostado sobre sus rodillas y uno puede encaramarse sin mucho problema sobre la silla de montar, confeccionada con estructura de madera, cubierta de alfombras y decorada con pompones multicolores. Si el lomo está todavía a cierta altura y si  el turista no es muy ágil  (o con algunos kilos de exceso como era nuestro caso), el camellero y sus ayudantes con ayuda de un banquito o simplemente de sus manos, logran que los improvisados jinetes se encaramen sobre el paciente ungulado.

Mi esposa solicitó que reserven para ella un dromedario “no muy grande” y escogió una hembra pequeña de piel blanco-cremosa, ojos soñadores y mirada distante. Ya sobre el lomo del animalito, le expliqué que éste iba a levantar primero sus patas delanteras, inclinando su lomo  hacia atrás, en ese momento mientras yo me sostenía de la “cabezada” o “pomo” frontal en forma de paleta, ella debía agarrase de mi pecho para no caer. Luego el dromedario iba a inclinarse hacia delante para levantar las patas traseras; en ese instante tanto ella como yo debíamos sostenernos, para no caer hacia delante, del largo, plano, e inclinado “pomo” posterior, casi un espaldar. Cuando oyó que el dromedario iba a ejecutar todos esos movimientos, comenzó a pedir a gritos y con un cierto terror en la voz, que le dejaran abandonar su lomo. Los gritos se transformaron en imploraciones cuando los movimientos se fueron sucediendo y como una canoa llevada por las olas el bicho se inclinó hacia atrás, luego hacia adelante y finalmente se puso de pie, dispuesto a emprender su estoico caminar hacia las dunas.

En mi juventud, escuché en varias oportunidades, que cuando a un caballo o a una mula se le   colocaba una carga excesiva o había realizado un largo y fatigoso recorrido con jinete o bultos muy pesados, abría las patas hacia los cuatro confines del mundo, dando la impresión que iba a caer de panza y que le sería imposible avanzar o seguir caminando. Cuando un animal evidenciaba esa fragilidad o pérdida de la resistencia, solía decirse, ¡cuidado!, ¡está “despatarrado”!, o ¡está por despatarrarse!

No se de donde viene el vocablo pero nuestra pequeña dromedario, con los dos grandes bultos sobre su joroba “comenzó a despatarrarse”. Abrió las patas como una araña y se negó a avanzar. De nada valieron los tirones del camellero ni las fuertes palmadas en las ancas que le propinaban lo comedidos ayudantes. Bajó sus párpados provistos de largas pestañas, cerró los ojos y permaneció estática.    

Dos leves golpes en las rodillas bastaron para que entendiera que el recorrido no iniciado, había concluido. se inclinó hacia adelante, luego hacia atrás, y mientras yo vociferaba que debíamos sostenernos -primero de atrás y luego de adelante- y mi esposa gritaba de terror, la dromedario quedó nuevamente acostada sobre sus rodillas, rumiando complacida su estrategia.

Vino luego una acalorada discusión sobre quedarnos o si para continuar la aventura, convenía más bien subir en dos monturas por separado. Nada que hacer. El arreglo concertado finalmente fue subir también juntos, en un macho grande y resistente capaz de soportar el peso de dos “sin despatarrarse”. Y luego del circo de la levantada, emprendimos “el camino hacia Tombuctú”.

Enfáticamente debo declarar que la experiencia resultó inolvidable. Estar en medio de la inmensidad de ese océano de arena, al atardecer, cuando los colores del sol en el ocaso juegan con las dunas, haciendo brillar tonos granates y dorados de las caras expuestas y marcando de manara casi inverosímil, perfiles y sobras, negras y cobrizas, en las pendientes que está algo ocultas, es un espectáculo extraordinario.

Al llegar en un determinado momento, a la hora del crepúsculo, a la cima de una duna desde la que se veía solo ese mar infinito -sin vida y tan vivo a la vez- decidimos dejar el dromedario, caminar descalzos, con ese fino polvo de roca pulverizada por los siglos, filtrándose entre los dedos de los pies como con una tibia caricia y sentarnos un instante en la arena, con una  sensación de paz, como nunca antes habíamos experimentado, rodeados solo por Dios.

Marruecos, una experiencia inolvidable.      

1 comentario:

  1. ...y resulta que Marito era escritor y lo hace tan bien “sin despatarrarse”.
    Isabel

    ResponderEliminar