jueves, 24 de marzo de 2011

Francia 7: París: El colchón


En marzo de 1999 los miembros del Consejo de Administración del “Secretariado Internacional del Agua” (SIA) fuimos invitados a Paris por la “Academia del Agua”, al lanzamiento de la “Carta Social del Agua”.

Diez años atrás el SIA había asumido la misión de hacer lo posible para que el acceso al agua fuese reconocido como un derecho fundamental de todos los individuos, particularmente de los más desfavorecidos. En nuestras propuestas siempre privilegiamos la participación de la sociedad civil y el reconocimiento de las competencias locales. Nuestro reto apuntaba a reunir en la misma mesa a todos los actores involucrados en la temática del agua, a efectos de encontrar soluciones y formas de innovación. Asociar a las poblaciones y sus conocimientos, reconocer las potencialidades y los límites de cada uno de los actores, comprender las condiciones y realidades -económicas, culturales, sociales, espirituales- de los diferentes contextos de vida, se convirtieron muy rápidamente en condiciones de nuestras prácticas.

Tuvimos la ocasión de contribuir a la elaboración de diferentes cartas concernientes a la gestión y el derecho al agua como la “Carta de Montreal” y la “Declaración de Estrasburgo” y ahora habíamos participado en el proceso de formulación de la “Carta Social del Agua”, un esfuerzo loable de movilización a escala internacional.

Me trasladé a Paris para asistir a este importante compromiso junto a Raymond Jost y John Ciaccia de Canadá, Bunker Roy de la India, Diana Iskreva de Bulgaria, Lilia Ramos de Filipinas, Damme Sale de Senegal, Stella Goldenstein de Brasil y Houria Tazi-Sadeq de Marruecos.

Habíamos decidido aprovechar la ocasión para poder discutir algunos proyectos que íbamos a ejecutar en Asia, África y America Latina, así que invitamos también a nuestro colega y amigo Carlos Guerrero para que nos diera una mano en la formulación de las propuestas por su gran experiencia en gestión de proyectos en la Comisión Europea y en diversas agencias de cooperación.

Reservamos habitaciones en un pequeño hotel de Paris no lejos de la “Gare Saint-Lazare”. Como los recursos del SIA siempre fueron exiguos, decidimos que nos alojaríamos en habitaciones dobles para economizar algo del presupuesto disponible para esa reunión. Así pues, reservamos con anticipación cinco habitaciones: Raymond y yo nos instalaríamos en una, John y Bunker en otra, Lilia y Diana en una tercera, Stella y Houria en la cuarta y Damme y Carlos en la última.

Cuando llegamos al hotel, Houria que siempre ha sido una “reina”, se nos acercó para expresar su inconformidad por esta fórmula de compartir habitaciones. Nos dijo que ella podía adaptarse a todo, incluso al mínimo tamaño de las habitaciones de ese hotel, pero que ella requería privacidad y no podía compartir su cuarto de hotel con nadie. Nos pedía que busquemos una solución, la que fuere, pero –“no iba alojarse con ninguna otra persona”.  No se trataba en absoluto de un problema personal con Stella, con quién se llevaba muy bien… simplemente quería estar sola.

El problema radicaba en que las habitaciones eran efectivamente mínimas y el hotel tenía disponibles sólo las cinco habitaciones reservadas con anterioridad. Los colegas varones que debíamos alojarnos allí, sumábamos seis, número par que definitivamente -no había otra opción- tenía que distribuirse en tres habitaciones. La cuarta habitación la iban a compartir nuestras amigas de Filipinas y Bulgaria y nos quedaba tan sólo una habitación para una de las damas restantes Houria o Stella.

La alternativa acordada colectivamente fue que el único cuarto un poco más grande lo iban a tomar John, Bunker y Damme; los responsables del hotel estuvieron de acuerdo en colocar en ese cuarto una pequeña cama adicional. Así pudimos dejar a Stella y a Houria en cuartos individuales. Ya veríamos como solucionar el alojamiento de Carlos quien iba a llegar, para trabajar con nosotros, dos días después, una vez concluida la reunión de la “Academia del Agua”.

Como era de esperarse, cuando Carlos llegó dos días después, en el último vuelo proveniente de Barcelona, no teníamos resuelto el problema de su alojamiento. El hotel seguía lleno a reventar, nadie había liberado un cuarto y no pudimos conseguir reservación en ningún otro hotel cercano.

Esta situación dio origen a una de las aventuras más surrealistas que nos haya tocado vivir en nuestros periplos por el mundo.

Carlos arribó casi a media noche, se presentó en la recepción y pidió la llave de la habitación para poder ir a descansar; supongo que debe haberle subido la presión arterial a límites terroríficos cuanto el conserje nocturno le informó que no había ninguna habitación a su nombre y que el hotel estaba totalmente lleno. Hizo que nos llame a nuestra habitación y nos contó lo que ya conocíamos. Raymond y yo bajamos para ver qué podíamos hacer… cuando lo encontramos, él seguía allí junto al mostrador, rojo como un  tomate y echando chispas por los ojos y humo por las orejas, al borde de estallar.

Raymond con su gran poder de convencimiento dialogó con el guardián y consiguió que permita a Carlos acomodarse en nuestra habitación esa noche, le explicó que acababa de llegar del extranjero, que su vuelo se había adelantado y que no le podíamos dejar en media calle esa noche… que al día siguiente Raymond en persona, iba a ocuparse de resolver el asunto y quien sabe cuantas cosas más….. No sé como lo logró, pero convenció al hombre de que deje entrar al hotel a un huésped sin reservación.

Pero la cosa no paró allí. Raymond le explicó que requeríamos que nos preste un colchón, sábanas, frazadas y un par de almohadas para nuestro amigo, porque las camas de nuestro cuarto eran tan pequeñas que resultaba imposible que pudiésemos compartirlas. El pobre guardián comenzó a balbucear su arrepentimiento por haber dado una respuesta afirmativa al primer requerimiento de alojar allí a ese ciudadano que venía de España con pasaporte ecuatoriano, y que no tenía reservación ni nada…, cuando Raymond le cayó encima con su extraordinaria perseverancia y poder de convencimiento.

A los pocos minutos el pobre hombre nos guió al sótano, nos enseñó una puerta cerrada con candado, la abrió y sacamos de allí un colchón y los demás artículos de cama para poder brindar una noche de sueño reparador a nuestro amigo Carlanga.

Nos rogó, nos pidió, nos imploró que a la mañana siguiente –él ya no estaría allí- debíamos dejar todo en su sitio, nos prometió dejar el candado sin llave, para poder guardar colchón, frazadas, sábanas y almohadas en el mismo lugar de donde las habíamos sacado. Nos pintó un panorama terrible pues de nuestra responsable actitud dependía su puesto de trabajo… Lo que estaba haciendo dijo –“era absolutamente irregular, podía perder su empleo”..., nuevamente nos rogó, nos pidió, nos imploró que dejásemos todo “tal cual”, sin que nadie pudiera sospechar o enterarse. Debíamos hacer ese “operativo” sin que nadie nos viera.

Juramos y re-juramos que así sería. Nadie iba a enterarse de su amable y comprometedora ayuda. Le volvimos a agradecer efusivamente. Embarcamos el colchón en el ascensor y subimos a nuestro cuarto en el quinto piso.

La habitación era verdaderamente minúscula, apenas cabían dos camas separadas por una pequeña mesita de noche y, frente a la puerta, en el lado opuesto de la habitación, un pequeño ropero, junto al acceso al baño. 

La única forma de introducir el colchón fue adosar las camas a las paredes, quitar el velador y ubicar el colchón al centro en posición cóncava, como una gran teja. Medio-medio, como dicen en el Ecuador, adaptamos sábanas y cobijas a esa suerte de canoa y Carlos se dispuso a pasar allí la noche.

A la mañana siguiente salimos para ver “cómo podíamos hacer” para llevar el colchón al subsuelo “sin que nadie se diese cuenta”. Nos percatamos que la mejor forma de cumplir nuestro propósito, era bajar este enorme objeto por el ascensor, pues por las estrechas gradas iba a ser una tarea ruidosa y casi imposible. El único problema era que el ascensor solo llegaba al lobby del hotel; para bajar al sótano necesariamente teníamos que usar un tramo de escaleras y para ello debíamos pasar con el colchón casi frente al mostrador de la recepción. Incluso -nos dimos cuenta con terror- frente a un gran espejo que permitía que la persona situada detrás del mostrador tuviese visión y control total de quien entraba o salía del ascensor.

Planeamos la estrategia con sumo cuidado. Primero debía bajar Raymond. Luego Carlos y yo con el colchón. Raymond iba a dirigirse de inmediato a la recepción a preguntar cualquier cosa que distrajera al encargado. Debía, al mismo tiempo, tratar de tapar la visión del espejo para que no se nos viera salir del ascensor, pasar casi a la carrera, cada cual con almohadas y cobijas bajo el brazo, empujando el enorme colchón hacia la puerta, abrirla tratando de no hacer ruido y lanzarnos a las profundidades del subsuelo, incluso antes de buscar el interruptor de la luz. Disponíamos de muy poco tiempo. Teníamos que ser precisos como “James Bond” o como los protagonistas de “Misión Imposible”.  

Raymond se acercó a la señorita del mostrador, pidió cualquier cosa, un mapa, creo, lo dejó caer y cuando la chica se agachó para recogerlo, nos hizo señas de avanzar; cruzamos el  espacio a toda velocidad y cuando la muchacha se irguió con el mapa en la mano, Raymond se plantó delante de ella, muy pegado al mueble, con su enorme espalda tapando su ángulo de vista, para permitirnos entrar al subsuelo, dejar todos aquello bártulos en la bodega y volver a salir sin ser vistos.

Éxito total.

Sin embargo… en la tarde, luego de nuestra reunión, nos dimos cuanta que no habíamos hecho nada para conseguir un cuarto de hotel para Carlanga. Llegamos a la recepción del nuestro y averiguamos si por casualidad no tendrían una habitación libre. Imposible. Todo estaba ocupado o reservado. Salimos en busca de un restaurante. En la noche, luego de una deliciosa cena parisina con paté, quesos y vinos, ya veríamos qué hacer.

La solución acordada en “petit comité” -sólo Carlos, Raymond, Stella y yo- (no teníamos por qué preocupar o involucrar a los demás) fue repetir el operativo de la mañana.

Carlos y yo bajamos al sótano, recuperamos el colchón y los demás adminículos de cama. Desde la puerta entreabierta hicimos una señal y Raymond y Stella se acercaron a la recepción. El guardia nocturno era otro. Nos hicieron pantalla preguntando cualquier cosa mientras  tapaban el espejo -que en complicidad total con nosotros permanecía mudo, pero sin dejar de reflejar a dos personajes que moviéndose con pasos cortos como los de la “pantera rosa” pasaban apresuradamente hacia el ascensor empujando un colchón-.

Éxito total.

A la mañana siguiente repetimos la operación “vuelta al sótano” sin que nadie pudiese sospechar o enterarse. Hicimos ese “operativo” sin que nadie nos viese.

Con la experiencia acumulada en esas pruebas. La gran decisión fue “gastar en vino” lo que habríamos tenido que pagar por una habitación para Carlos. Las siguientes noches repetimos los procedimientos con precisión de relojeros. Incluso cuando el primer conserje nocturno, aquel que nos ayudó la primera noche, estuvo nuevamente de guardia en el mostrador, Raymond y Stella le platicaron de cualquier tema para distraerle, mientras Carlos y yo subíamos con el colchón a nuestro cuarto.

La última noche tuvimos que “hacer tiempo” como se dice en el argot juvenil pues descubrimos, al regresar al hotel luego de una muy buena cena, que un grupo de turistas japoneses esperaban en el lobby, el transporte que les debía llevar al aeropuerto. Con tanta gente allí, con sus maletas y paquetes por todo lado, iba a resultar imposible el ejercicio de nuestras habilidades para despistar al encargado y circular con colchones entre el sótano y el elevador.

Tampoco había espacio ni sillones libres para nosotros en el vestíbulo del hotel, así que más bien optamos por permanecer en el auto que habíamos arrendado para nuestras andanzas por París y dedicarnos a conversar mientras escuchábamos buena música. En esta actividad nos acolitó también Houria, a quien contamos los detalles del “posgrado” en el que estábamos a punto de graduarnos en esto de “mover colchones y alojar clandestinamente a un pasajero adicional en la habitación de un hotel parisino”. 

Cuando lo japoneses se fueron, dejamos pasar unos minutos, entramos al hotel y nuevamente repetimos los pasos -uno a uno- hasta tener a Carlos instalado en su colchón en el quinto piso.

A la mañana siguiente no arriesgamos el pellejo. Solo bajamos el colchón hasta el tercer piso y allí lo abandonamos junto a las habitaciones vacías de los japoneses. Todos regresábamos a nuestros respectivos países ese día y simplemente nos fuimos por distintos medios y a diferentes momentos al aeropuerto.

Yo fui con Raymond a “Charles de Gaulle” donde debía devolver el auto, pues nuestros aviones, el suyo a Montreal y el mío a Quito, vía Bogotá, salían casi a la misma hora.

En el camino fuimos comentando la calidad de los vinos que pudimos tomar gracias al ahorro de esta “aventura del colchón, en París”. Del agua casi no hablamos. En general preferimos el vino.











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