martes, 26 de julio de 2011

ECUADOR 6: Vinces, “París chiquito”


Como ya he relatado, a principio de 1996 recibí en mi oficina la visita de mi buen amigo Gaitán Villavicencio y de su tío, don Luis Portaluppi, a quien afectuosamente llamaban el “Picudo Portaluppi”.

El “tío Picudo” nos contó que una vez que se encontraba gozando de su jubilación, se había instalado desde hace algún tiempo en las inmediaciones de Vinces y se hallaba disfrutando de las bondades de la tercera edad en medio del maravilloso clima, los magníficos paisajes y la amabilidad de los vecinos de ese acogedor cantón de la Provincia de Los Ríos.

Había adquirido una “casa de hacienda” en las cercanías de la ciudad (posiblemente una de las más hermosas); la casa del que fue uno de los más importantes enclaves cacaoteros de la región, conocida como la “Isla del Bejucal”.  

El “tío Picudo” me entusiasmó con sus relatos sobre Vinces y sobre el “boom cacaotero” así que cuando nos despedimos, le prometí que apenas pudiera le visitaría en su refugio de la “Isla del Bejucal”.

Meses después, en agosto de 1996 con mi esposa Marie Thérèse y mi hija Manuela decidimos cumplir la promesa y dar una vuelta por esa región de la patria que no habíamos visitado nunca. Mi hija Manon no pudo ser de la partida pues se hallaba de viaje.
 
Al saber que nos dirigíamos hacia allá, Gaitán se sumó al periplo. Nos dimos cita en Babahoyo donde nosotros le esperamos con varias botellas de jerez y de vodka para llevar como obsequio al “tío Picudo”; Gaitán llegó acompañado por su hermano Solón y de su chofer el señor Bravo, compañero de aventuras de los célebres hermanos Villavicencio Loor y todos juntos, nos trasladamos hacia la “Isla del Bejucal”.

Luego del aperitivo en el que dimos cuenta de las botellas de jerez, las bellas “ahijadas” del “tío” nos ofrecieron un delicioso almuerzo con caldo de gallina criolla, arroz y patacones todo acompañado de varias botellas de cerveza “bien fría” que como por arte de magia salían de la nevera y asomaban sobre la mesa para que nunca nos faltara “combustible”.

La sobremesa se prolongó indefinidamente pues el “tío” nos tenía a todos embobados con sus historias y sus anécdotas. A media tarde Gaitán propuso que nos “pasáramos al fuerte”. Puse a disposición de los presentes, una botella de vodka y otra de jugo de manzana y también -como por encanto- los vasos de cerveza desaparecieron y fueron sustituidos por otros limpios junto a un baldecito lleno de hielos y un plato con rodajas de limón.

Las ahijadas del tío se desplazaban de forma imperceptible casi sin tocar el suelo y todo se sucedía eficientemente sin interrumpir y sin que nadie se diese cuenta de los cambios. Participaban de la conversación, atendían a las visitas y llenaban el espacio con su sonrisa y su fina presencia, Walt Disney debe haber pasado por la “Isla del Bejucal” para inspirarse cuando dibujó a “Campanita” y a las demás hadas.

En la noche aparecieron unos platos con deliciosos tamales de gallina acompañados, para los que quisieron, de una taza de consomé con picadillo de cilantro y cebolla blanca, todo eso nos volvió el alma al cuerpo y atacamos con vigor la conversación y las botellas restantes… cuyo contenido al descender de forma pausada, moderada, elegante…iba inspirando los relatos, los sazonaba con algo de ingenio y picardía y aumentaba el interés de nosotros los atónitos visitantes de ese paradisíaco lugar al que habíamos llegado guiados por cosas inexplicables del destino.

El tío y las muchachas relataron una serie de anécdotas sobre los moradores inmateriales de la casa. Contaron que en las noches de luna llena, al llegar hasta la vieja edificación desde el puente de acceso, se podían distinguir a elegantes personas de ambos sexos que parecían desplazarse, conversar o bailar en la planta alta, ataviados con galas de otras épocas, vestidos largos, sombreros y collares “como los de los cuadros” que colgaban en las paredes. Cuando se prendía la luz, todos desaparecían de inmediato.

En otras ocasiones el tío o las chicas veían o sentían que se cruzaban con personas elegantes que se dirigían hacia los dormitorios y en no pocas ocasiones, podían oler el delicado aroma de sus perfumes… que dejaban un estela perceptible aun luego de varios minutos luego del encuentro.

Nos relataron que tanto en el salón, cuanto en el comedor donde nos encontrábamos, era también bastante usual que luego de un imperceptible movimiento de una silla se viera que el cojín se hundía un poquitín, como si “alguien” hubiera decidido hacer uso de ese asiento… Mi hija Manuela, me tomó la mano, no dijo nada pero parecía en extremo asustada. Una de las chicas se dio cuenta y le dijo como para tranquilizarle: -“hay harto fantasma en la casa…pero son buenos, no hacen nada…”

Las chicas comenzaron a recoger los platos y mi mujer y mi hija se levantaron para ayudar; comenzaron a llevar todo a la cocina… al poco rato oímos un grito… mi mujer salió despavorida con los ojos desorbitados…  Una de las chicas le dijo como para tranquilizarle: -“aquí duerme…pero es muy bueno, no hace nada…”, añadiendo luego como para corroborar lo dicho: -“ya va a ver…ahorita se va…”

Era una enorme zarigüeya, una “raposa” como las llamamos en la Sierra o “zorro” como le dicen en la Costa… Salió muy oronda, con su larga cola enhiesta, nos miró un instante con sus ojos enormes, subió por uno de los postes del corredor y se descolgó luego hacia el patio, para dar inicio a sus correrías nocturnas. Mi mujer explicó luego que, cuando entró a la cocina, sintió que algo se movía debajo del fregadero, ella creyó que era un gato o un perro pequeño, luego vio que era un bicho raro que se levantó, se desperezó y luego se quedó mirándola con curiosidad… contó que -en un principio- no tuvo miedo… incluso cuando comenzó a olisquear sus pies, moviendo su puntiagudo hocico…; gritó cuando su nariz fría y sus finos bigotes le rozaron la pierna…


Reímos y nos tranquilizamos poco a poco, pues el grito nos hizo saltar como resortes a todos los presentes…las historias de los elegantes fantasmas de la casa combinadas con ese susto originado en la fauna nativa de la zona… fue mucho para nuestra cansada humanidad… así que más bien optamos por retirarnos a descansar para poder recuperarnos y poder estar en forma al día siguiente.

Despertamos ya bien entrada la mañana…llegamos al comedor guiados por el maravilloso aroma de un excelente café recién colado y el olor de unos deliciosos bolones de verde con chicharrón. Allí nos esperaba el “tío” impecablemente vestido con guayabera y pantalón de color celeste, junto a la deliciosa sonrisa de sus “ahijadas” que nos acogían junto a la mesa con la misma amabilidad y cordialidad del día anterior.

Todos fuimos llegando hasta allí con deplorables caras, el cuerpo adolorido y el espíritu agobiado por el “guayabo”, la “resaca”, la “cruda”, el “chuchaqui” o la “gueule de bois” como seguramente debían llamar -en francés- nuestros vecinos los fantasmas al malestar que todos sentíamos luego de un día entero de conversación, acompañado por una que otra copita de jerez, de cerveza y de vodka con jugo de manzana… líquido éste que, como es ampliamente conocido, no es necesariamente bueno para la salud.

El café y los bolones obraron milagrosamente… al poco tiempo todos estábamos, repuestos, bañados, bien peinados y listos para un nuevo día de aventuras.

Salimos a dar una vuelta por las inmediaciones de la casa, el “tío” explicó que pensaba trasformar ese lugar en un santuario natural y en un vivero para producir árboles nativos para contribuir a la reforestación de la zona. Por lo pronto tenía problemas de liquidez, pera estaba buscando alternativas para conseguir financiamiento que pudiesen llevar a buen puerto, todas esas ideas.

Luego nos propuso ir a dar una vuelta por la ciudad para que las “francesitas” pudieran conocer el “Paris chiquito”.

Al recorrer la ciudad de Vinces nos dio mucha pena que luego de la crisis del cacao las bellas edificaciones de la ciudad se habían deteriorado enormemente, todo parecía en ruinas, muchas casas de madera estaban cayéndose y no pocas había sido demolidas para sustituirlas por esas horribles construcciones seudo modernas de hormigón, ventanería de aluminio y vidrios de colores que ahora se ven por todo lado en las ciudades de la Costa.

Incluso el magnífico edifico del Municipio de Vinces, una extraordinaria edificación neoclásica en madera, con decorados y detalles, ventanería, celosías y puertas dignas de la mejor arquitectura tropical del siglo XIX, se hallaba en estado ruinoso en plena plaza principal… y si bien se salvó de ser demolido por alguna protección celestial… las autoridades habían construido, para sede del cabildo, un espantoso edificio contemporáneo del que supongo se sentían muy orgullosos… mientras tanto…  habían dejado abandonado y destruyéndose uno de los edificios más emblemáticos de la época que dio al pueblo el apelativo de “pequeño Paris”…


Al mismo tiempo, orgullosas de ese remoquete, pero no necesariamente de su verdadero patrimonio, las distintas autoridades no han hecho nada para impedir su destrucción y se han dado a la tarea de llenar la ciudad de caricaturescas réplicas de la capital francesa.

En un pequeño parque hay una réplica de la Tour Eiffel confeccionada con varillas corrugadas de construcción (que ahora ha sido sustituida por una versión un tanto más elaborada) y en el malecón se ubica un lamentable castillo llamado “la Bastille” donde funciona la cárcel de la ciudad.

Comentamos esta preocupación con el “tío Picudo” y nos relató algo espantoso (que pudimos corroborar más tarde cuando regresamos a su casa). En algún momento el tejado del viejo municipio se derrumbó parcialmente por efecto de las goteras, afectando a la biblioteca municipal… los libros se mojaron y en vez de reparar los daños y de tratar de salvar el patrimonio de la ciudad, alguien mandó a botar los libros al río. El “tío Picudo” recogió en sacos de yute lo que más pudo… varias docenas de volúmenes se salvaron pero centenares de magníficos ejemplares empastados se fueron flotando hacia el olvido al fondo del río Vinces.

En la tarde, en la “Isla del Bejucal”, pudimos ojear parte de la biblioteca rescatada por don Luis Potaluppi. Muchos libros eran de literatura, pero también había libros de historia, geografía, política y religión, la mayoría en español, pero también encontramos ejemplares en francés, inglés y alemán…en todos se leía: “Donado por la biblioteca de Madrid a la biblioteca de Vinces” o “canje con la biblioteca de Barcelona”; “Cadeau de la Bibliothèque Nationale – Paris/France”; “Donated by the London Library”,,, vimos libros provenientes de Viena, Buenos Aires o México; todos bellamente encuadernados y empastados en cuero. La biblioteca de Vinces fue -en su momento- una de las bibliotecas más ricas y dinámicas del continente… ahora sus libros nadaba en el río junto a las lanchas y motos de agua que compiten todos los años en las famosas regatas que se organizan en Vinces posiblemente para satisfacción de las  mismas personas que hinchan el pecho porque su pueblo es calificado de “París chiquito” y, al mismo tiempo, tiran la cultura por la borda.
   
Terminamos el recorrido por Vinces con unas cervecitas en un bar del pueblo en compañía de un buen número de personajes de la localidad que se acercaron a saludar a “Don Lucho“, como llamaban al “tío” de forma respetuosa… y continuamos con la conversación y las anécdotas.

Hacia el medio día, alguien propuso ir a comer un buen ceviche. Pensé que iríamos a algún restaurante de la localidad pero don Joaquín Flor nos condujo a su casa. Su familia compartió con nosotros los platos que tenían para el almuerzo: unos tamales de choclo fenomenales, ceviche y bollos de pescado acompañados de cerveza helada. Nosotros nos sentimos mal de llegar así, de improviso, invadir el hogar de este amigo y acabar con toda la comida… pero no hubo nada que hacer… así es la generosidad y la hospitalidad de la gente de ese Paris del trópico ecuatoriano.

En la noche luego de haber visto los libros rescatados de las aguas, como ya he referido anteriormente… las ahijadas del “tío” nos propusieron pasar a la mesa para disfrutar de un plato de “guatita” que les había entregado la señora de don Joaquín para nuestra cena de esa noche.

Ahí, en la mesa, le pregunté al “tío” sobre su relación con estas chicas… con mucha sabiduría me contó lo siguiente: -“Mira Marito, a mi edad se vería hasta feo que yo pueda decir que son mis novias o mis amantes… y se vería peor que cuando asome por ahí un pretendiente o un novio de estas chicas… se comience a contar por todo lado que le han puesto los cuernos a Don Luis Portaluppi… por eso, más bien digo que son mis ahijadas. Yo mismo las hago casar cuando los pretendientes me parecen responsables… las conduzco al altar y les doy alguna cosita para que inicien su vida de casadas. A veces regresan porque se han peleado o han tenido problemas…Me reúno con ellos, les aconsejo, propicio los reencuentros… y si no funciona la cosa les traigo de regreso a la casa, por un tiempo…Cuando tienen familia soy casi siempre el padrino… tengo docenas de ahijados por toda la provincia”.

Mencionó luego que todas las ahijadas vienen felices a vivir a su casa. –“Tengo cola de muchachas que quieren venirse para acá”. Y aclara luego: -“cuando llegan acá, les permito estudiar, les trato bien, les enseño cosas: de música, de literatura, de cocina; pueden vestirse bien, les encanta escuchar mis anécdotas”. ¡Además!, dijo: - “Se libran de estar pastoreando animales, trabajando en el campo, lavando ropa en los ríos y cuidando a los hermanos pequeños… y encima, ¡maltratadas por sus padres!”… “Acá son felices”…      

Esa noche nos acostamos temprano. Antes de dormir me quedé un buen rato escuchando la selva y pensando en todo lo que habíamos visto y escuchado en el día. Vinces, el Bejucal, el tío Picudo… ¡Qué historia de locos!

Al día siguiente fuimos a visitar una gigantesca hacienda bananera de un sobrino auténtico del “tío”, pero eso será motivo de otro relato. En la tarde nos embarcamos hacia Guayaquil para tratar de que Gaitán fuese perdonado por su señora pues se había venido a la “Isla del Bejucal” apenas dejándole un mensaje en el que le decía que “salía para toparse conmigo en Babahoyo”. A Solón en cambio le votaron de la casa y al señor Bravo le costó varios días de ruegos y explicaciones para le recibieran nuevamente en la suya…

En 1996 yo colaboraba, escribiendo crónicas de viajes, con una publicación llamada AQUADOR, un informativo cultural y turístico de cobertura nacional, que dirigía Liliana de Dávila. En el ejemplar de octubre de ese año, luego de la visita a Vinces, escribí un artículo que titulé “Vinces: Andanzas por París-Chiquito”, lo reproduzco ahora pues da cuenta del ingenio del “Tío Picudo” y de una serie de detalles que he relatado anteriormente.

VINCES: Andanzas por “París-Chiquito”

“El Picudo Portaluppi es un conversador insigne; capaz de contagiar su humor a media humanidad y mamar-gallo al resto. Cuando se mudó a la “Isla del Bejucal” para establecer allí sus cuarteles de invierno los vecinos de Vinces le cuestiona­ron el haberse recluido en una casa vieja, de madera, semidestruida por los años y plagada de avispas y murciélagos; el tío Picudo adoptando un aire de empresa­rio post-moderno replicó de inmediato con tono enérgico: -“los murciélagos constituyen uno de los rubros de exportación más importantes en el mercado global contemporáneo”. Y continuó su elocuente explicación -ante la mirada atónita de sus interlocutores-: -“la piel de murciélago tiene una gran demanda, sobre todo en Europa y en los Estados Unidos... -¿no se han fijado que es más fina que el más fino de los terciopelos y más fina que la más fina de las pieles?”.

Cuando algún analítico vecino se atrevió a exponer algún argumento respecto a la rentabilidad del negocio de las pieles debido al insignificante tamaño de sus iniciales portadores... el Tío clavó su mirada penetrante en los ojos del osado y replicó categórico: - “¡bien!, en realidad la talla del murciélago criollo es un problema que nos ha traído muchos dolores de cabeza a los exportadores ecuatorianos… pero felizmente encontramos una formidable solución; hemos importado un lote selecto de padrillos de Transilvania para mejorar la raza”.

Proporcionó a continuación, convincentes explicaciones sobre procedimientos y contactos y si todavía pudiera quedar alguna duda flotando en el ambiente, sacó de la manga un dato adicional para demostrar que ninguno de los presentes conocía un ápice de ese prometedor negocio: -“¡este momento!”, dijo: -“un equipo de biólogos de Miami University me está haciendo unos estudios para ver la posibilidad de cruzar los murciélagos con perro dálmata para obtener pieles moteadas”… aclarando a renglón seguido: -“¡tienen gran demanda en el Vaticano para la confección de  estolas para los obispos!”.

Don Luis Portaluppi goza del aprecio, la admiración y la confianza de todos los moradores de Vinces. No pocos también le guardan una mal disimulada envidia  pues vive en compañía de dos jóvenes y bellas ahijadas en la Casa de Hacienda de una de las más grandes propiedades de la dorada época cacaotera.

“El Picudo” tiene intenciones de convertir su acogedor refugio en la sede en una Fundación para preservar la naturaleza, propiciar la reforestación de la zona con especies nativas, devolver la vida al canal que otrora bordeaba la casa y promover acciones tendientes a evitar la total destrucción de las magníficas edificaciones de madera que se levantaron durante el siglo pasado en las haciendas y el casco urbano de Vinces adjudicándole el apelativo de “París-Chiquito” que ostenta orgulloso aún hoy en día.

Un ejemplo de la necesidad de apoyo del gobierno y la empresa privada para evitar la desaparición de ese importante patrimonio edificado es el estado de total abandono en el que se halla el viejo Municipio. Ojala se pueda levantar una campaña para salvar no sólo este edificio sino otros muchos que todavía luchan por tenerse en pie a pesar de la acción de las termitas y los años.

Vale la pena visitar Vinces, deleitarse con la conversación del “tío Picudo”, el paisaje del río,  las casas de madera y el aroma y sabor de los tradicionales bollos de corvina o de mondongo, los tamales de choclo, los ceviches de camarón y la guatita que prepara -con manos de ángel- la esposa de Don Joaquín Flor en la Sucre y Bolívar”.

Con satisfacción vi hace poco, una noticia que mostraba una foto del viejo municipio de Vinces que fue restaurado con calidad y buen gusto. 


 
Me sentí conmovido de que quince años después alguna autoridad nacional o local haya tenido la iniciativa de comenzar a rescatar el patrimonio que se ha podido salvar del abandono y el descriterio de las autoridades de turno.


Y hace pocas semanas he leído en una información de prensa que por el gran valor histórico y social que representa el parque central de Vinces, el Ministerio Coordinador de Patrimonio, el Municipio de Vinces, el Banco del Estado y el Instituto Nacional de Patrimonio Cultural, a través del plan “Vive Patrimonio”, ejecutarán el proyecto de rehabilitación de ese espacio público con el objeto de mejorar el entorno urbano de la ciudad, recuperar su historia y contribuir a que pueda ser un referente de identidad cultural en el futuro.

Vinces, el Bejucal, el tío Picudo… ¡Qué historia de locos!

lunes, 25 de julio de 2011

Ecuador 5: Vinces y el “tío Picudo”

A mediados de 1986, mi amigo Gaitán Villavicencio asomó por mi oficina con don Luis Portaluppi, a quien llamaba afectuosamente “tío Picudo”. No recuerdo cómo el “Picudo Portaluppi” resultaba tío de Gaitán ni el motivo de la visita, pero recuerdo que tuvimos una conversación por demás agradable pues este personaje era portador de todo tipo de anécdotas y dueño de una capacidad de expresarlas, realmente extraordinaria.

Don Luis Portaluppi relató una serie de historias realmente fascinantes, era increíble la cantidad de personajes de la política y de la vieja sociedad guayaquileña que se contaban entre sus amigos y conocidos. Tenía anécdotas extraordinarias que al contárnoslas, documentaba con los nombres de los personajes, lugares, fechas, datos y detalles de gran exactitud para que no pudiésemos dudar de la veracidad del relato; haciendo gala al mismo tiempo, de una memoria realmente prodigiosa.

El “tío Picudo” tenía además una formidable facilidad para mantener fascinados a todos sus interlocutores por la manera precisa, agradable y bien articulada con la que contaba sus relatos, amén de otos factores como el impecable uso del lenguaje, una muy buena voz, gran sentido del humor y una forma casi teatral de expresión, con gestos muy decidores en los que se sumaban el movimiento de sus huesudas y blancas manos y la mirada profunda de sus expresivos ojos azules, que recorrían el auditorio y se posaban de tanto en tanto en los de cada uno de los contertulios. 

El “tío Picudo” relató que se había jubilado y decidió dejar la ciudad de Guayaquil. No soportaba el ruido, la congestión y el bullicio y -menos aun- la incultura y la inseguridad que ya comenzaban a hacerse evidentes en la vida cotidiana de nuestras ciudades. Había decidido regresar a la paz y la vida calma del campo, así que compró una magnífica casa de hacienda en las inmediaciones de Vinces.

Nos contó que Vinces es una de las ciudades más antiguas de la provincia de Los Ríos, fue fundada en 1783 y desde 1845 es la capital del cantón del mismo nombre.

La ciudad tuvo un formidable apogeo a finales del siglo XIX y principios del XX gracias al auge de la producción y la exportación del cacao. En los alrededores de Vinces existía una gran cantidad  de haciendas y  plantaciones dedicadas a la explotación de ese fruto que fue denominado como la “pepa de oro” por los réditos y beneficios que dejaban a los hacendados y a otros sectores sociales que se vinculaban a su cadena productiva, su comercialización y a la generación de todo tipo de servicios colaterales.

El llamado “boom cacaotero” dinamizó enormemente la economía de la zona y de la propia ciudad de Vinces. Muchos de los hacendados amasaron monumentales fortunas al ligar la producción, con la exportación, la transportación, la banca y las finanzas. Muchos incluso se trasladaron a vivir en Europa, particularmente en Francia.

Tenían administradores de confianza en las haciendas y venían de tanto en tanto, para recorrer sus grandes heredades y pasar vacaciones en el exótico mundo del trópico ecuatorial.

Aquellas élites trasladaron ciertas costumbres, ocupaciones y detalles culturales como el mobiliario, la moda, las maneras, la arquitectura, las artes plásticas, la culinaria e incluso la forma de hablar al cantón Vinces.

Las casas de las haciendas reflejaban un gran lujo y era evidente la abundancia de todo tipo de objetos europeos de decoración y mobiliario, traídos directamente de Francia, ya sea en los viajes de los hacendados o por medio de pedidos especiales que llegaban en balsa desde el puerto de Guayaquil. Las finas vajillas, adornos, lámparas, muebles, espejos…hablaban tanto de la capacidad económica de los hacendados-exportadores cuanto de la especial atracción que tenían por modelos de la cultura francesa de la época.

En la vestimenta de las mujeres era frecuente el uso de corsés, sombreros, estolas y trajes de alta costura; impusieron la moda del maquillaje y el cabello corto; los hombres vestían trajes, camisas francesas, corbatas, botines, sombreros, bastones, usaban un peinado especial, con raya al medio, patillas y bigotes. Era evidente la preocupación de unas y otros por la apariencia y la elegancia. Entre ellos hablaban francés”.

El “último grito de la moda francesa” se estrenaba en Vinces antes que en Guayaquil o en Quito, por ello la ciudad fue denominada "París Chiquito".

Los habitantes de Vinces acuñaron el término “gran cacao”  para denominar a los ricos propietarios de las  haciendas cacaoteras que mantenía esas costumbres europeas que reproducían en la vida cotidiana de sus haciendas y en la vida social del pequeño poblado, cuando venían por negocios o por placer hasta sus haciendas tropicales. 

“En Vinces los nombres de los diversos hoteles, almacenes o locales de prestación de todo tipo de servicios, no escapaban a la "moda francesa"; se encontraban almacenes como "Le Chic Parisien” o el Bazar “Verdun" que importaban y vendían todo tipo de artículos franceses”. En casa de todo “gran cacao”, los vinos franceses de “Bordeaux” o de “Bourgogne”, no podían faltar.

“De igual manera los galicismos surgían en cualquier conversación, palabras como "atelier", "démodé", "secrétaire"…no necesitaban traducción…” se usaban cotidianamente en Vinces.
En la arquitectura tanto de las haciendas cuanto del mismo pueblo de Vinces, muchas de las construcciones de la época se hicieron bajo la influencia francesa; los modelos eran reproducidos con exactitud e incluso con los mismos materiales, pues los importaban desde París.

La región próxima a Vinces en la época de oro del cacao, reunía las haciendas más ricas del país y una serie de edificaciones importantes que también apuntalaron su remoquete de "París Chiquito".

Sin embargo, a finales de 1920 las plagas conocidas como la “escoba de la bruja” y la “monilla”, llegaron a las plantaciones de cacao, la producción se afectó y el negocio de la exportación fue decayendo.

Esto, sumado a la gran depresión mundial y más adelante a la Primera Guerra Mundial, condujo a que en las haciendas fuera disminuyeron la producción, el cacao ecuatoriano dejó de ser un producto competitivo a nivel mundial y llevó a un colapso sin precedentes a la economía nacional y a la zona de Vinces en particular, que cayó en una gran crisis de la que a duras penas fue saliendo durante todo el siglo XX. 

El “tío Picudo” nos contó que las poderosas familias cacaoteras siguieron viviendo confortablemente en París, simplemente dejaron de visitar sus tierras, abandonaron sus casas y sus bienes y las vendieron años después. En algunos casos cambiaran de actividad, unas pocas se reconvirtieron a fincas ganaderas o se dedicaron a la plantación de banano, fruta que se convirtió en el nuevo producto de exportación ecuatoriano a partir de 1950, sin embargo la falta de vías de comunicación que ligara las haciendas con los puertos impidieron que la zona se volviera “bananera” con la misma facilidad que otras zonas del litoral ecuatoriano.

En medio de las haciendas abandonadas, sin la preocupación de sus dueños y sin el mantenimiento que requerían, muchas de las casas de madera de las grandes haciendas cacaoteras se fueron destruyendo con el paso del tiempo o fueron derrocadas por los nuevos propietarios para edificar algún adefesio contemporáneo.

En un trabajo de investigación titulado “Arquitectura del cacao: haciendas cacaoteras del área de Vinces”, Claudia María Peralta relata que en la zona, hasta hace poco, en un área aproximada de 700 hectáreas, aún existían diez casas de hacienda, “importantes ejemplos de la arquitectura de madera del período cacaotero, construidas a fines del siglo XIX y principios del XX”.

Esas haciendas “verdaderos palacetes de madera” se mantenían casi inalteradas y permitían observar los que fue la rica arquitectura de esa zona “con respuestas  arquitectónicas, constructivas y bio-climáticas” que resultan verdaderos testimonios de la bonanza de la época cacaotera.

La autora menciona que en las casas de hacienda de esa zona, “los carpinteros y artesanos locales lograron incorporaron con mucha habilidad y destreza, el lenguaje clásico, haciendo con madera tropical lo que en Europa se hacía con granito, mármol y piedra que era luego resaltado con pinturas murales, cielos rasos decorados, calados y tallados”.

Las casas de las haciendas se ubicadas casi siempre cerca de los ríos (únicas vías de comunicación de la época) sobresalía no sólo por su tamaño sino porque arquitectónicamente eran más elaboradas que otras edificaciones utilitarias, generalmente eran de dos pisos, pues desde lo alto se podían controlar los tendales donde se secaba el cacao, el embalaje y el embarque de los sacos en las grandes balsas que los conducían hacia Guayaquil, desde donde se realizaba la comercialización del producto hacia el exterior.

La planta baja de las casas albergaba las oficinas administrativas y las bodegas del cacao, herramientas e insumos; esos espacios se vinculaban por medio de una galería que los protegía de la incidencia directa de los rayos de sol.

En la planta alta se desarrollaba la zona de vivienda de los hacendados… se llegaba a ella gracias a una escalera que vinculaba la planta baja con un amplio salón (que se ubicaba casi siempre en el centro de la vivienda) y con una galería superior que relacionaba ese salón principal con el comedor, la cocina y los dormitorios (que casi siempre tenían la mejor vista hacia el río).

Los diferentes ambientes de la planta alta tenían grandes ventanas que permitían su iluminación y ventilación. En el salón principal y en las áreas de acceso era usual ver pinturas murales en las paredes y cielos rasos.

Todos los espacios eran muy amplios, se caracterizaban por sus grandes alturas de piso a cielo raso. 

El zócalo se pintaba con un color diferente al resto de la pared lo que ayudaba a destacar y resaltar las pinturas murales… la parte superior de las paredes estaban rematadas  por enrejados que permitían la ventilación natural”
 

Don Luis Portaluppi adquirió una de las “casas de hacienda” en esa zona (posiblemente una de las más hermosas): la casa del que fue uno de los más importantes enclaves cacaoteros de la región, conocido como “El Bejucal”. La edificación se halla ubicada entre dos canales o riveras en medio de una especie de edén en el maravilloso bosque húmedo tropical de la cuenca del río Vinces; por su situación entre esas dos arterias fluviales a la casa se accede luego de cruzar un puente de madera… Por todo ello, a la propiedad se la comenzó a conocer como “La Isla del Bejucal”.  

El “tío Picudo” me entusiasmó con sus relatos y supongo que mostré un vivo interés por lo que pudo contarnos sobre Vinces y su rica historia, así que cuando nos despedimos, me hizo prometer que apenas pudiera le visitaría en su refugio de “La Isla del Bejucal”.

Meses después, en agosto de 1996 con mi esposa Marie Thérèse y mi hija Manuela decidimos cumplir la promesa y dar una vuelta por esa región de la patria que no habíamos visitado nunca. Mi hija Manon no pudo ser de la partida pues se hallaba de viaje.

Salimos un mañana rumbo a Guaranda, visitamos la zona de Salinas para conocer las instalaciones de las ya famosas “Queserías de Bolívar” que impulsa el FEPP para beneficiar a campesinos pobres de esa zona, dormimos en Guaranda y emprendimos el viaje hacia la costa por el viejo camino a Babahoyo, ciudad conocida anteriormente como Bodegas pues allí se acumulaba la carga que, primero en acémilas y luego en camiones, emprendía el ascenso de la cordillera hacia  los mercados de la Sierra.

Cruzamos la hermosa región de Balsapamba y pudimos desde los flancos de la montaña contemplar las extensas y fértiles planicies de la provincia de Los Ríos, sus enormes arrozales y sus magníficas dehesas pobladas de ganado cebú y brahman que conviven con parsimonia y armonía con grandes bandadas de garzas blancas.

Antes de llegar a Babahoyo llamé a mi amigo Gaitán y le pedí instrucciones sobre cómo llegar a Vinces y a la “Isla del Bejucal”, quería también que le confirme al “tío Picudo” que estábamos en camino y que llegaríamos a su casa alrededor del medio día… Pues, si bien le habíamos anunciado nuestra visita, no quedó claro el día preciso ni la hora de nuestra llegada.

Le pedí a Gaitán además que me recomendara algo que le pudiésemos llevar al “tío Picudo”, ya le habíamos comprado algunos quesos, un “salinerito”, un “provolone ahumado” un “tilsit picante” y algún otro, pero me parecía que si íbamos a desembarcar allí  en manada, convenía llevar algún otro presente.

Gaitán me comentó que al “tío” le encantaba el jerez seco y que no le disgustaba el vodka, pero que lo tomaba con jugo de manzana, así que me recomendó entrar a Babahoyo y me dio las indicaciones del caso para llegar a un almacén donde podía encontrar fácilmente esos “insumos”. Cuando anoté y repetí las instrucciones, Gaitán las aprobó y me dijo a continuación: - “brother, cuando haya comprado el combustible, no se mueva de ahí… ¡espéreme, oyó!… ¡este rato salgo para allá!...” 
 
Gaitán llegó con su hermano Solón y su chofer el señor Bravo, compañero de aventuras de los célebres hermanos Villavicencio Loor. Nosotros les estábamos esperando con las botellas y todos juntos nos trasladamos hacia la “Isla”.

Como se decía en la época de Woodstock, pasamos allí tres increíbles días de “paz, música y amor”.

Al llegar al “Bejucal”, quedamos fascinados por la vegetación y luego por la fantástica “casa de hacienda” que, pintada de crema y azul, resaltaba, magnífica, en medio del verdor de la vegetación. Al descender de los vehículos pudimos saludar al “tío” que nos daba la bienvenida desde la planta alta con un abrazo gigantesco con los dos brazos en alto. Vestía impecablemente de blanco con una hermosa guayabera almidonada, un fino pantalón de lino y un sobrero de Panamá con ribete negro. Un equipo de sonido escondido quién sabe donde, emitía a vive voz a Pavarotti entonado “Nessun Dorma”… supongo que así debió sentirse Adán cuando la mano de Dios le depositó con cuidado en  medio del paraíso. 

El “tío Picudo” bajó acompañado de dos bellas muchachas a las que presentó como sus “ahijadas”. Nos guió de inmediato a la planta alta, hacia nuestras habitaciones; casi enseguida nos hizo un recorrido para conocer la casa. Nos explicó que la planta baja seguía desocupada porque todos los cuartos requerían ser restaurados por el largo tiempo que la edificación había permanecido abandonada, así que más bien los mantenía cerrados y sin uso. Además -nos dijo con un breve guiño-: -“no necesito molestar a sus actuales inquilinos”. Una de sus “ahijadas” aclaró: -“esos cuartos están llenos de murciélagos y avispas”; al ver la cara de terror de mi mujer y de mi hija, aclaró enseguida: -“pero no hacen nada…”

Fue increíble encontrar en medio de la selva y en esa vieja casa de madera una cantidad impresionante de finos muebles, cuadros, retratos, fotos, lámparas y todo tipo de adornos provenientes de Europa. Finos objetos de bronce y de madera, cristales y porcelanas de muchos estilos, formas y colores, en una singular mezcla, mostraban -casi esforzándose- una suerte de reminiscencia de tiempos mejores…

El tío Picudo nos explicó que poco a poco había ido comprando todo “aquel museo” a numerosos campesinos pobres que llegaron a ser poseedores de esas “piezas” por “regalo” o “por abandono” de sus originales propietarios.

Aquellos objetos que llegaron en barco hasta Guayaquil desde Francia y luego, en balsa por los ríos que cruzaban las extensas plantaciones, importados por todo “gran cacao” que se preciara, habían ido a parar a humildes casitas de paredes de caña y techo de bijao, luego de la caída del precio del cacao.

Ahora el “tío Picudo” los había rescatado para que lucieran “como corresponde”, en “un ambiente adecuado” en las paredes y en las añosas habitaciones de su “retiro” de la “Isla del Bejucal”.

Mi mujer y mi hija estaban fascinadas. Observaban detenidamente todos los objetos. Descubrían grabados y cuadros de época, encontraban marcas conocidas en las porcelanas y en los bronces o lugares y fechas inverosímiles en las sillas o en las mesas de finas maderas charoladas: Berlín, Praga, Viena, París. En un cuadro ovalado que enmarcaba el retrato con una elegante mujer envuelta en pieles y primorosamente peinada, se leía una dedicatoria escrita con pulcra caligrafía en francés. El retrato y la firma eran de la célebre cantante francesa Rose Caron, conocida particularmente por la interpretación de las óperas de Wagner. El cuadro  estaba dedicado a una persona cuyo nombre he olvidado, de seguro un “gran cacao” que debió haber frecuentado la opera de Garnier a fines del siglo XIX.

Entre tanto… las botellas de jerez ya se habían enfriado; así que dimos cuenta de su contenido acompañando las finas copas de cristal con deliciosas aceitunas rellenas con morrones mientras disfrutábamos de la agradable conversación del “tío Picudo” y de su interminable provisión de anécdotas e historias… pero aquello será motivo de otro relato.

viernes, 15 de julio de 2011

Ecuador 4: Pachijal


Según una reciente noticia de prensa, las autoridades municipales y de la provincia de Pichincha, periodistas, biólogos, organizaciones de conservación y dirigentes comunitarios recorrieron las microcuencas de los ríos Pachijal, Mashpi, Guaycuyacu y Saguangal, en el nor-occidente del Distrito Metropolitano de Quito, que serán declaradas por el Concejo Metropolitano como áreas naturales protegidas.

La noticia hace referencia a las declaraciones de mi buen amigo Juan Manuel Carrión, reconocido ornitólogo y connotado artista, quien mantiene que la conservación de estos ecosistemas permitirá que la vida siga sustentándose en esta zona, parte del Chocó andino, que cuenta con bosques tropicales y subtropicales que mantienen  todavía condiciones casi intactas; pues casi no han sido intervenidos ni explotados. 

Su biodiversidad es enorme, allí habitan miles de especies vegetales y animales: osos de anteojos,  pumas, ardillas, tucanes, armadillos y muchos tipos de insectos, particularmente una gran variedad de  mariposas.      

Según la información, los pobladores plantearon sus necesidades más importantes: el mejoramiento de la vía principal de acceso, la implementación de sistemas de comunicación celular, obras de agua potable, energía eléctrica, ejecución de escuelas y un sinnúmero de equipamientos comunitarios de los que ahora carecen.

Las autoridades han anunciado que el próximo paso será la formulación de un plan integral de manejo ambiental, la creación de unidades de protección de los bosques y los ríos, la implementación de actividades sustentables de reforestación y actividades turísticas que ayuden a los cerca de tres mil habitantes de la zona.

Esta noticia me ha llenado de alegría pues hace muchos años tuve la oportunidad de recorrer la zona y conocer la realidad que la noticia refiere, tanto en relación al entorno natural cuanto a las necesidades, carencias y requerimientos de la gente.

En 1996 yo colaboraba, escribiendo crónicas de viajes, con una publicación llamada AQUADOR, un informativo cultural y turístico de cobertura nacional, que dirigía Liliana de Dávila. 

En el ejemplar de noviembre de ese año escribí, luego de una visita a Pachijal, un corto artículo que titulé “Pachijal, andanzas por el Nor-occidente de Pichincha”, lo reproduzco ahora pues considero que resulta interesante que quince años más tarde se puedan ir haciendo realidad los retos de preservar esos ecosistemas y promover el turismo para apoyar la economía de sus habitantes, relegados y excluidos por tantos años.

“PACHIJAL: Andanzas por el Nor-occidente de Pichincha”

“Alberto Garzón es el prototipo de esas personas -en franco proceso de extinción- apasionadas por la vida del campo.  Conoce con exactitud el nombre de cuanto árbol asoma en el camino; sabe de sus propiedades curativas, el tamaño que alcanzará al llegar a la edad adulta, la calidad y color de su madera y, por supuesto sus posibles usos y malusos; sabe de las propiedades y peligros de las plantas, habla con los animales y los pájaros y éstos, por supuesto, le responden con afecto.

Alberto vive intensamente el mundo rural.  Para ir al pueblo cruza en balsa el río Pachijal auto-impulsándose por medio de un cabo atado a una y otra orilla. 

Sus jornadas diarias se inician muy temprano y son casi siempre colmadas de actividades y sorpresas; camina por bosques y potreros, cruza riachuelos y quebradas; varias veces al día sube y baja, baja y sube la arrugada geografía del Nor-occidente en las exuberantes proximidades del río; debe verificar que los toretes no se hayan desbarrancado, que la vaca recién parida no haya perdido a su cría en el monte, que el toro barroso (del mismo color que el de la canción pero más grande) no haya saltado la cerca y que las terneras no se hayan  metido al potrero nuevo porque la hierba tierna las puede atorzonar.

Enlaza, ata y desata con asombrosa facilidad a todos estos bóvidos blancos de orejas grandes y mirada bondadosa, les inyecta un producto contra los parásitos y de paso observa si no tienen síntomas de aftosa en los cascos o en la lengua o si no han asomado -de nuevo- gusanos o garrapatas en su lustrosa piel.


Al atardecer alimenta a los peces con guayaba madura en un remanso cristalino del río; observa a las nutrias lavarse los bigotes luego de una apetitosa cena de cangrejos y se da un chapuzón para sacar la sana fatiga del día. Fresco y contento al caer la noche se dirige a la hamaca, abraza su guitarra y canta viejos pasillos y boleros bajo la luz tenue y titilante de luciérnagas y cucuyos.

Alberto ha estado vinculado al campo toda su vida. Sólo ha sido infeliz cuando ha tenido que vivir en la ciudad (cuando ejerció su profesión de técnico dental en Bogotá o cuando puso un negocio de fotocopiadoras en Quito); incluso se siente mal cuando pasa más de tres días entre edificios y cemento, defendiéndose de la agresividad del ruido y la contaminación.

Re-vive cuando regresa al campo, cuando comparte los minutos y las horas con los animales y las plantas; cuando vuelve a sentir el olor cálido de la tierra mojada, el fresco desplazamiento de la brisa entre los árboles y el ruido tenue y el resplandor del río frente a su casa.

Pachijal es un pueblito -uno de tantos- perdido entre montañas y esperanzas. Sus habitantes esperan que se cumplan las ofertas -tantas veces reiteradas como incumplidas- de mejorar los caminos y los puentes, de poner a funcionar las escuelas y los subcentros médicos..... Mientras tanto,  esperan.

Vale la pena visitar esta zona cercana y a la vez distante, muestrario de toda la gama de verdes, santuario de flores inimaginables y de todas las aves del mundo. 
Es una experiencia inigualable.”

Octubre/96



sábado, 9 de julio de 2011

Ecuador 3: El origen del albazo Taita Salasaca

Mi abuela paterna Carmelina Sevilla se había casado en 1918 con mi abuelo Pacífico Vásconez a quien apodaban “Pasho”. El matrimonio tuvo tres hijos, mi tío Carlos nacido en 1919, Mario, mi padre, nacido en 1920 y mi tía Fanny en 1923.

Mi abuelo Pasho falleció en 1928 a los 39 años y mi abuela quedó viuda a los 30 años.  Su vida en esa condición no fue fácil. Tuvo muchas dificultades para salir adelante y para poder criar y educar a sus hijos que perdieron a su padre cuando tenían apenas nueve, ocho y cinco años de edad.

Los hermanos de mi abuela la ayudaron enormemente brindándole tanto soporte afectivo como material; sus hermanos eran mayores que ella y la querían enormemente, Alberto estaba ya casado con Rosita Febres Cordero y Fausto con Laurita Samaniego.

Fausto Sevilla Naranjo, Fanny Vásconez Sevilla, 
Mario Vásconez Sevilla, Laura Samaniego de Sevilla, 
Jaime y Mario Vásconez Suárez
Recuerdo bastante bien a las dos parejas. Ninguna de ellas tuvo hijos pero brindaron cariño y apoyo de todo tipo, a mi padre y a sus hermanos, sus sobrinos. 

A nosotros el Tío Fausto nos quería enormemente, fue muy especial con mi hermano Jaime y conmigo, así como con mis primos Vásconez Larrea: María Susana, Carlos y Pasho. 

Robert Lyman Vásconez y Fausto Sevilla
Cuando viajaba a los Estados Unidos siempre iba a visitar a mi tía Fanny y a mi abuela Carmelina -su hermana- que vivían en Los Ángeles a donde migraron luego del terremoto de Ambato. Allá mi tía se casó y tuvo cinco hijos: Frances, Robert, María, Susana y Elizabeth Lyman. 

Mi padre contaba que, cuando perdieron al suyo, el tío Fausto y Laurita les llevaron a pasar vacaciones en una propiedad llamada “El Pingue” situado en el viejo camino entre Patate y Baños. Hoy, la vía Pelileo-Baños pasa por allí. Es una zona muy fértil, casi un oasis, llena de viejos árboles de aguacate, colmados de bromelias y huaycundos; un paisaje idílico que puede visitar muchos años después. Es allí donde se ha construido ahora, un refugio para las familias desplazadas por la erupción del Tungurahua.

Papá relataba que luego de esas vacaciones, siendo ellos todavía muy chicos, el tío Fausto y su esposa, a quienes llamaban afectuosamente “ñaño” Fausto y “ñaña” Laurita,  les invitaban con frecuencia a una hacienda que el tío arrendaba en esa época, en el fértil valle del río Patate, no lejos de la población del mismo nombre.

El tío Fausto arrendaba la hacienda “Pitula” en la década de los años 30. No se exactamente por cuanto tiempo mantuvo el arriendo de esa hermosa propiedad que, originalmente se dedicaba al cultivo de caña de azúcar y, muchos años después, cuando yo la conocí -en manos de la familia Arellano-, se dedicaba al cultivo de uvas rosadas de mesa y de las famosas mandarinas de Patate, como se conoce ahora a esos cítricos de corteza muy delgada, dulce perfume y pulpa delicada.

El “ñaño” Fausto a quien los amigos llamaban el “mono Fausto”, pues en algún momento de su vida había trabajado en Guayaquil y en Manabí, tanto que le quedó la costumbre de utilizar siempre sombreros de paja toquilla, los célebres “Panama hats”, era un gran conversador, tocaba guitarra y bandolina y cantaba bastante bien. Era un gran bohemio y un amigo muy querido en todas partes.

En la época en que trabajaba en “Pitula”, tenía también un camión con el que sacaba su producción y hacía fletes a la ciudad de Ambato. Mi padre contaba que en esos años, él conoció una historia bastante singular que deseo consignar en estas líneas para que no se pierda con el paso de los años.

El tío Fausto había ido a Ambato, para comprar, vender, cobrar o -quien sabe- para ocuparse de qué tramite o negocio… el asunto es que en la tarde cayó en las redes de un grupo de amigos y el viaje terminó en jarana nocturna, con guitarreada, aguardiente y abrazos.

En esa oportunidad el intercambio de afectos y de abrazos se dio con dos personajes que no se, o no recuerdo, si eran amigos hallados esa noche o si ya eran amigos de otros serenos, cantinas e interminables diálogos alrededor de botellas ya olvidadas.

El asunto es que en esos arranques de cariño que se originan en ese tipo de circunstancias, el “mono Fausto” invitó a pasar el fin de semana en “Pitula” a sus compañeros de parranda.

Salieron pues al día siguiente -en el camión- un buen grupo de bohemios, dispuestos a curarse el chuchaqui y seguir la fiesta, a orillas del Patate.

La comitiva de ese grupo de trasnochados tenía entre sus integrantes a Alfredo Bastidas y a Benjamín Aguilera, armados de su pluma y sus guitarras.

Salieron de Ambato y tomaron el camino hacia el caserío de “Totoras”; en esa época, una sinuosa senda empedrada de una sola vía. Si por casualidad el camión se encontraba con algún otro vehículo, el tío Fausto se hacía a un lado, dejando la franja empedrada, para poder cruzarse sin peligro, pues de un lado había barrancos peligrosos y del otro, cunetas mal mantenidas y taludes sin estabilizar.

Luego de “Totoras” descendieron hacia el río Pachanlica y emprendieron un lento ascenso hacia unas áridas planicies que venían a continuación, hacia la zona llamada “Salasaca”.

Este territorio de la región interandina es una meseta de suelo arenoso rodeada de grandes montañas, nevados y volcanes. Desde allí es factible observar en días despejados los Illinizas, el Cotopaxi, el Chimborazo, el Carihuairazo y muy cerca el Tungurahua.

Esta zona se llama “Salasaca” pues en ella habita la comunidad del mismo nombre  el pueblo quichua de los “Salasacas” (kichwa y Salasaka, como se escribe actualmente). Esta meseta, de más de 1400 hectáreas, se encuentra a trece kilómetros de Ambato y a cinco de Pelileo y está atravesada por la carretera Ambato-Baños-Puyo, actualmente de dos vías, totalmente pavimentada.

Algunos historiadores consideran que el grupo étnico de los “Salasacas” es descendiente de antiguos mitimaes procedentes de Bolivia, traídos en la época del Incario. Sin embargo, otros estudios plantean un parentesco con los Puruhaes de la actual provincia de Chimborazo. El tema está todavía por dilucidarse

Al atravesar la zona “Salasaca”, el tío y sus amigos pudieron constatar algo evidente: una especie de larga peregrinación unidireccional de hombres, mujeres y chiquillos de la comunidad “Salasaca”. Muchos recorrían los numerosos chaquiñanes bordeados de cabuyas, dirigiéndose hacia la carretera; llevaban diversos productos sobre sus espaldas o arreaban pequeños burros lanudos también excesivamente cargados como lo evidenciaba su andar cansino y resignado.

Era sábado y todos iban a la Feria de Pelileo, muchos se dirigían hacia allá para vender gallinas, borregos, uno que otro torete, bueyes e incluso vacas, amarrados con cabestros de cuero crudo o con sogas elaboradas con fibra de cabuya trenzada. Otros llevaban cajones con capulíes, sacos de cebada, shigras con unos pocos huevos, ponchos, fajas y algún otro tejido.    

Los “Salasacas” son buenos artesanos y comerciantes, muchos se han especializado en el tejido de ponchos, cojines y tapices de lana cruda de oveja con diseños tradicionales, geométricos y figurativos, que ha logrado buena aceptación dentro y fuera del país. Desde hace algunos años se han dedicado a copiar con éxito comercial los diseños del holandés M.C. Escher y numerosos gringuitos caen en la trampa.

El tío Fausto fue explicando a sus invitados que la vestimenta de los “Salasacas” consiste en una especie de camisa sin mangas y pantalón blanco de liencillo, un poncho blanco que llevan dentro  y otro, negro largo y angosto, que portan al exterior; un rebozo morado en el cuello que sirve como bufanda y un pesado sombrero de lana prensada de color blanco, adornado con una cinta de color rojo o verde. Usan también una faja de lana denominada “chumbi”, la “yanga chumbi” carece de diseños y la “mananay chumbi” tiene una serie de diseños figurativos separados por motivos ornamentales.

Las mujeres suelen vestir un anaco negro y estrecho, sostenido por una faja llamada “huarmi chumbi”, sobre la espalda portan dos bayetas: una blanca y otra de color que cubre la espalda, que las sostienen con un “tupo” de bronce; las mujeres mayores también usan un sombrero blanco, de lana, semejante al de los varones. La cabeza de la persona no penetra en la copa del sombrero; éste permanece en equilibrio sobre la cabeza, su peso hace que no “se vuele” con el viento y quien lo porta debe caminar erguido y de forma pausada para no perderlo.

En el camino, el tío Fausto reconoció a un viejo “Salasaca” de apellido Masaquiza, a quien él conocía porque dos o tres veces le había contratado para sacar “carga” a la feria de Ambato. Mencionó a sus compañeros que iba a llevar a Pelileo al “Taita Salsaca”, así que disminuyó la velocidad hasta situarse junto a él y le preguntó: -¿quieres que te lleve a Pelileo “taiticu”?, el hombre sonriendo, respondió afirmativamente: -“Dios se lo pay, patrón Sevilla… ¡si, haga favor!”. Con algo de dificultad subió al cajón del camión junto con dos mujeres y varios niños que le acompañaban y el grupo pudo continuar su periplo motorizado.

Los viajeros llegaron luego al pueblo de Pelileo que años más tarde fue completamente  destruido por el terremoto de 1949. Se detuvieron para que pudiesen descender sus pasajeros y luego de los agradecimientos y despedidas, se encaminaron hacia la salida del poblado. 

Una vez que dejaron atrás el bullicio y ajetreo de la feria, comenzaron con sumo cuidado el descenso hacia Patate “frenando con máquina”, “en primera”, para no recalentar las zapatas. El tío Fausto conocía muchos casos de vehículos que habían ido a parar a las torrentosas aguas del Patate o del Pastaza porque sus conductores no tomaron precauciones en las pronunciadas bajadas de esa agreste geografía.

Al terminar el descenso, llegaron hasta la orilla misma del río, atravesaron el cauce por un endeble puente con barandas y techo de madera (que también sucumbió en el terremoto de Pelileo, años más tarde), lo cruzaron y comenzaron el ascenso hacia Patate. Antes de llegar al poblado, el camino volvía a descender hacia las haciendas de las fértiles vegas del lado oriental del río: Puñapí, La Delicia, San Francisco, La Merced, Chilipata y Pitula.

Llegaron a media mañana y pudieron constatar que la zona gozaba de un microclima muy especial, la vegetación era casi subtropical, cruzaron extensos cañaverales y luego plantaciones de mandarinas en terrenos surcados por huachos de alfalfa o de fréjol. Se veían también aguacates, duraznos y nísperos fragantes; los terrenos estaban delimitados por acequias bordeadas de carrizales y sauces centenarios. El agua corría cristalina y torrentosa desde lo alto y varias cabezas de bondadosas vacas pastaban atadas a largas cuerdas en medio de los campos.

La casa de “Pitula” era de una sola planta con cubierta de teja y paredes de tapial en las habitaciones principales y de bahareque en la cocina y otros anexos. Estaba ubicada frente a un amplio patio empedrado y se accedía a ella por una grada exterior de piedra que comunicaba ese amplio espacio de llegada, con un agradable portal provisto de barandales de madera y decorado con macetas de geranios -blancos, rojos y rosados-. 

La casa estaba rodeada por jardines que se asemejaba más bien a caóticos huertos en el que se mezclaban palmeras de coco cumbi, higueras, reina claudias, mirabeles, limas, tunas y limones en medio de una singular cacofonía de colores y aromas de diversas plantas ornamentales: cucardas rojas y rosadas, achiras, rosales, gladiolos, taxos, buganvillas y palmas fénix.

Al llegar al patio salió a recibirles una muchacha, no sé si la esposa o la hija del cuidador, quién saludo cordialmente a los recién llegados: -“Buenos días, ño Faustito, buenos días, señores”.

El tío le respondió cordialmente: -“cómo vas Rosa”, añadiendo luego –“quisiera que nos hagas un buen caldo de gallina, unos choclos y unas papitas con cáscara, porque venimos muertos del hambre... y traerás a la vaca Primavera para tener leche para el  cafecito…”

En la tarde, luego del almuerzo y una buena siesta, volvieron a templarse las guitarras…aguardiente no faltaba porque toda la zona era productora de caña… así que de nuevo se prendió la  farra.   

En medio de la algarabía de esa segunda noche de bohemia, y como secuela creativa de las vivencias de ese día, Alfredo Bastidas escribió unas estrofas y Benjamín Aguilera puso los acordes. Al caer la noche había nacido el célebre albazo “Taita Salasaca” que, naturalmente lo dedicaron a su amigo y anfitrión Fausto Sevilla.

La letra original del “Taita Salasaca” decía:

-        Taita Salasaca, que alegre caminas, (bis)
por los chaquiñanes, sin ver las espinas…(bis).
-        …yo ca, voy contento, mi patrón, (bis)
a “Pitula” pamba, llactaman…(bis)
-        que allá…”ño Faustito”, esperará; (bis)
para “hacer casar” con mi Rosa…(bis)
-        Ya patrón Sevilla, ofreció a la longa…(bis)
…un “huasipunguito” con una vaquita… (bis).

Para que se entiendan muchas de las palabras usadas en esa canción he decidido incluir este glosario:

-         Taita (tayta), significa: padre; señor; anciano 
-         Chaquiñan (chakiñan), significa. sendero, camino de herradura
-      Ca, es una sílaba enfática que se pone después del sujeto para reiterar que la acción corresponde a ese sujeto de la oración.
-         Pampa, significa: llano, planicie
-         Llacta (llakta), significa: pueblo, paraje; poblado de origen (y por extensión: país, provincia; ciudad) 
-       Llactaman (llaktaman) significa ir hacia el pueblo, el paraje; al poblado de origen
-       ño: es un contracción de “niño”, forma respetuosa que se usaba para dirigirse al dueño de la casa y a sus hijos. El femenino “ña” (“niña”) se aplicaba al ama de casa y a sus hijas.
-     Longa: es la forma que en el español se ha feminizado la palabra longo (de origen cañari) para denominar a una india joven. En el quechua (kichwa) el término es wambra para los dos géneros
-      Huasipunguito, es el diminutivo de huasipungo (voz que -tradicionalmente se ha afirmado- estaría conformado por "wasi": casa y "pungo": puerta): se denominaba así a la casa y terreno de cultivo que se daba en las haciendas a los peones para que vivan, cultiven sus alimentos y críen algunos animales a cambio de trabajo no asalariado. En los componentes de la palabra wasipungo, si bien “wasi” no admite duda (significa casa), la palabra puerta se dice "punku" en kichwa y no pungo. Varios diccionarios señalan que pungo significa "esclavo" en aymara, voz que se pronuncia "pongo" en kichwa y se escribiría "punqu"; por tanto esa significación resulta más cercana a la realidad de los trabajadores de las haciendas. En otras aproximaciones la palabra "punqu", pronunciada casi como "pongo" sería un verbo que da a entender una "prestación personal", ello tampoco resulta alejado de la realidad social que subyace en la palabra "wasipunqu".

Pero volvamos al tema de la canción...

El albazo comenzó a cantarse y a hacerse conocido en los círculos bohemios y pronto se popularizó en muchas ciudades de la sierra ecuatoriana y en el resto del país. Fue interpretado por conocidos cantantes que lo incluyeron en su repertorio y en muchas de sus grabaciones.


El célebre dúo integrado por Gonzalo Benítez y el querido “Potolo” Luis Alberto Valencia, llegaron incluso a sacar un disco con el nombre de este albazo.

En esa interpretación se cambiaron algunas palabras de la letra original del “Taita Salasaca” que fue parcialmente modificada:

-        Taita Salasaca, que alegre caminas, (bis)
por los chaquiñanes, sin ver las espinas… (bis).
-        yo ca, voy cantando, mi patrón, (bis)  (“voy cantando” en vez de “voy contento”)
a “Pitula” mamba, shangapá…(bis) (“mamba, shangapá” en vez de “pamba, llactaman”)
-        que allá…”ño Faustito”, esperará; (bis)
para “hacer casar” con mi Rosa…(bis)
-        Ya patrón Sevilla, ofreció a la longa…(bis)
un “huasipunguito” con una vaquita…(bis).

Años después ha sido cantado por los hermanos Miño Naranjo y los famosos tríos, “Los Reales” y “Los Brillantes”. 


Olga Gutiérrez, la reconocida voz femenina del trío “Los Brillantes”, confesó en un entrevista que uno de sus temas preferidos era “Taita Salasaca”.
https://www.youtube.com/watch?v=sQHXjVGqJVc&list=RDsQHXjVGqJVc

En el texto “Hacia la redefinición de la música andina”, Mario Godoy Aguirre, señala que varios “sanjuanitos” y “albazos”, considerados como los géneros musicales andinos más representativos del Ecuador, alcanzaron una proyección inesperada a nivel internacional en los años setenta del siglo pasado. El conocido grupo chileno “Inti-Illimani” popularizó a nivel mundial, varios “sanjuanitos” ecuatorianos y otros temas, como el albazo: “Taita Salasaca”.

En el álbum "Taita salasaca" y en otros, titulado “Canto de Pueblos Andinos” y "Lo mejor de los Inti-Illimani”, editados en 1973, 1975 y 1994, la letra del “Taita Salasaca” aparece también parcialmente modificada.















Donde la letra está absolutamente deformada es en las “transcripciones libres” que se pueden obtener  en Internet, referidas a la interpretación del “Taita Salasaca” por los Inti-Illimani, allí hay gruesos errores que deforman el contexto y la toponimia de la canción original, haciéndola perder sentido y contenido:

Taita Salasaca,
qué alegre caminas (“qué” en vez de “que”)
por los chaquiñanes
sin ver las espinas.
Ñoca voy contento, mi patrón, (“ñoca” en vez de “yo ca”)
ampitu la mamba yangapá (ampitu la” en vez de “a Pitula” y “mamba yangapá” en vez de “pamba, llactaman”)
que allá Fausfito esperará (“Fausfito” en vez de “ño Faustito”)
para hacer casar con mi Rosa.
 Ya patrón Sevilla
ofreció a mi longa (mi” en vez de “la")
un huasipunguito
con una casita. (casita” en vez de “vaquita)

El “tio Fausto” falleció el 28 de enero 1963 en Quito, sus restos están en la iglesia de la Paz. No conocí a Alfredo Bastidas ni a Benjamín Aguilera pero creo que este relato servirá para dar mayor sentido a la letra de este bello albazo y permitirá que no olvidemos a los protagonistas de su creación.