

Su biodiversidad es enorme, allí habitan miles de especies vegetales y animales: osos de anteojos, pumas, ardillas, tucanes, armadillos y muchos tipos de insectos, particularmente una gran variedad de mariposas.
Según la información, los pobladores plantearon sus necesidades más importantes: el mejoramiento de la vía principal de acceso, la implementación de sistemas de comunicación celular, obras de agua potable, energía eléctrica, ejecución de escuelas y un sinnúmero de equipamientos comunitarios de los que ahora carecen.
Las autoridades han anunciado que el próximo paso será la formulación de un plan integral de manejo ambiental, la creación de unidades de protección de los bosques y los ríos, la implementación de actividades sustentables de reforestación y actividades turísticas que ayuden a los cerca de tres mil habitantes de la zona.
Esta noticia me ha llenado de alegría pues hace muchos años tuve la oportunidad de recorrer la zona y conocer la realidad que la noticia refiere, tanto en relación al entorno natural cuanto a las necesidades, carencias y requerimientos de la gente.


“PACHIJAL: Andanzas por el Nor-occidente de Pichincha”
“Alberto Garzón es el prototipo de esas personas -en franco proceso de extinción- apasionadas por la vida del campo. Conoce con exactitud el nombre de cuanto árbol asoma en el camino; sabe de sus propiedades curativas, el tamaño que alcanzará al llegar a la edad adulta, la calidad y color de su madera y, por supuesto sus posibles usos y malusos; sabe de las propiedades y peligros de las plantas, habla con los animales y los pájaros y éstos, por supuesto, le responden con afecto.
Alberto vive intensamente el mundo rural. Para ir al pueblo cruza en balsa el río Pachijal auto-impulsándose por medio de un cabo atado a una y otra orilla.
Sus jornadas diarias se inician muy temprano y son casi siempre colmadas de actividades y sorpresas; camina por bosques y potreros, cruza riachuelos y quebradas; varias veces al día sube y baja, baja y sube la arrugada geografía del Nor-occidente en las exuberantes proximidades del río; debe verificar que los toretes no se hayan desbarrancado, que la vaca recién parida no haya perdido a su cría en el monte, que el toro barroso (del mismo color que el de la canción pero más grande) no haya saltado la cerca y que las terneras no se hayan metido al potrero nuevo porque la hierba tierna las puede atorzonar.

Al atardecer alimenta a los peces con guayaba madura en un remanso cristalino del río; observa a las nutrias lavarse los bigotes luego de una apetitosa cena de cangrejos y se da un chapuzón para sacar la sana fatiga del día. Fresco y contento al caer la noche se dirige a la hamaca, abraza su guitarra y canta viejos pasillos y boleros bajo la luz tenue y titilante de luciérnagas y cucuyos.
Alberto ha estado vinculado al campo toda su vida. Sólo ha sido infeliz cuando ha tenido que vivir en la ciudad (cuando ejerció su profesión de técnico dental en Bogotá o cuando puso un negocio de fotocopiadoras en Quito); incluso se siente mal cuando pasa más de tres días entre edificios y cemento, defendiéndose de la agresividad del ruido y la contaminación.


Es una experiencia inigualable.”
Octubre/96
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