martes, 14 de febrero de 2012

México 3: El Altillo y la familia Escandón

Como ya he relatado viví en México desde fines de 1978 hasta principios de 1981. Viajé a ese país con mi amigo Hernán Burbano pues nos habían aceptado en una maestría en “investigación y docencia”, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

En dos relatos anteriores conté como debimos mover cielo y tierra, llenar cientos de formularios, presentar toneladas de papeles en Quito y luego en México para  obtener primero un crédito educativo y luego dos becas (una de la UNAM y otra de la OEA).

Al llegar a México con Hernán, los primeros días nos alojamos en casa de Marilú Calisto y luego, como no queríamos abusar de su amabilidad, nos mudamos a una suite en la avenida Universidad. Ese lugar, semejante a un cuarto de hotel era "más o menos" confortable. Disponía de una pequeña cocina americana con desayunador incorporado, dos taburetes, una sala de baño correcta, dos camas, una mesa de trabajo y dos sillas. Sin embargo a los pocos días nos dimos cuenta que resultaba un espacio poco acogedor que a la larga, nos iba a causar una especie de depresión severa, pues los colores de los muros eran bastante obscuros y las ventanas muy altas. Si bien podíamos recibir luz suficiente, el hecho de no contar con ningún tipo de vista resultaba harto desagradable. A la semana de habitar en ese lugar ya habíamos decidido que tendríamos que mudarnos lo antes posible.

Como ya he relatado, una de las primeras cosas que hicimos al llegar a México fue buscar a Carlos Arcos y luego, a través de él, localizar a Jorge Escandón, arquitecto y amigo de larga data que también había viajado a México unos meses antes que nosotros para iniciar un posgrado en el “Colegio de México”.

Cuando inicié mis estudios en la facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Quito, el “Escandón” estaba posiblemente en cuarto año de la carrera, pues él es un poco mayor que yo, e incluso mayor que Hernán que también me lleva dos o tres años.

Jorge, colombiano de nacimiento, había cursado escuela y colegio en Pasto -de donde era nativo- y vino a Quito a estudiar la universidad. En Quito vivió en la residencia universitaria y se conocía todos los tejes y manejes de la vida de la residencia. Siempre se las ingeniaba para tener un plato extra de sopa o un huevo frito adicional en el desayuno. Meseras, cocineros y conserjes adoraban a Escandón.

Jorge era el presidente de la asociación de estudiantes cuando comencé mis estudios. Él era una verdadera institución en la Facultad, todo el mundo conocía a “Escandón”. Era amigo del decano, del personal administrativo, de la gente de la limpieza, de todos los estudiantes y de la mayoría de los profesores (algunos se acordaban con terror de su paso por las aulas, pues era especialista en jaranas y algazaras de todo tipo).


Cuando comencé mis estudios, “Escandalón” como muy bien lo bautizó algún compañero creativo y astucioso, se encargó de organizar una fiesta de bienvenida a los “nuevos” y llenó de ritmos, canciones e ingeniosos versos, nuestros primeros días en las aulas universitarias.

Emma, su esposa, era una de las recién llegadas. Aunque luego se graduó de socióloga en la misma universidad, fue compañera nuestra en primer año de arquitectura hasta que Velasco Ibarra clausuró esa casa de estudios luego de declararse dictador allá por el año 1970.

Cuando Escandón entonaba sus estridentes canciones en las farras de bienvenida a los nuevos estudiantes y meses más tarde cuando nos arengaba para salir a las calles para oponernos “al gobierno dictatorial y hambreador de José Velasco”, muchas veces vi a Emma en ese gesto tan suyo, agarrándose la cabeza con las dos manos y repitiendo, como si no lo conociera de sobra: -“¡este hombre es loco!”…

Pero volvamos a México, ya relataré en otra oportunidad las historias de la vida estudiantil…

Como he mencionado, Escandón ya estaba en México cuando llegamos a esa ciudad. Se había alojado algún tiempo en casa de los Arcos y luego, también en el Condominio El Altillo,  en casa de Pepe Dávalos, un economista ecuatoriano que daba clases en la UNAM.

Unos pocos días después de nuestro arribo, llegaron también a México los demás integrantes de la familia Escandón, Emma, quien iba a hacer una maestría en la FLACSO y los hijos de la pareja: Jorge Alberto, de once años y María Belén de nueve.

Hernán y yo acompañamos a Jorge a recibir a su familia. En esa época ir desde nuestro barrio en la avenida Universidad al aeropuerto Benito Juárez, era una verdadera odisea: desde nuestra morada teníamos primero que ir a pie hasta la avenida Miguel Ángel de Quevedo, tomar un “camión” hasta la estación “Tasqueña” de la “línea 2” del metro y, en ese medio de transporte, desplazarnos hasta la estación “Pino Suárez”, allí hacíamos transbordo a la “línea 1” hasta la estación “Zaragoza” y desde allí íbamos en tranvía hasta el aeropuerto.

En esa oportunidad, salimos con casi cuatro horas de antelación y llegamos cuando ya había aterrizado el avión de “Ecuatoriana de Aviación”. Emma y los niños se tardaron en salir de la zona de migración. Al aparecer, cargados de enormes maletas y de paquetes, ella venía "dada al diablo”, a pesar de su visa de estudiante y de los papeles que mostraban que iba a estudiar en FLACSO merced a una beca de esa misma institución, la funcionaria de migración que la recibió había decido molestarla. La sometió a todo tipo de preguntas inquisidoras, constataciones y verificaciones. Quien sabe si una mujer que entraba a México con dos hijos le pareció una potencial migrante clandestina -con intenciones de quedarse en ese país o pasar a los Estados Unidos a la primera de bastos- el cuento es que la habían sometido a todo tipo de vejámenes hasta que por fin, la permitieron recoger sus papeles e ingresar a territorio mexicano.

Emma “con iras” es una especie de olla de presión a punto de estallar, todo el camino de regreso desde el aeropuerto hasta nuestro vecindario fue echando vapor y bramando contra todo lo que le había ocurrido en ese día; contra el tipo de ecuatoriana de aviación que le cobró exceso de equipaje, contra ese adefesio de compañía que llegó con retraso, contra la vieja de migración que la había interrogado, contra la furgoneta que nos llevaba, contra el tráfico, contra la contaminación y contra el “Escandón” cuando se atrevió a sugerirle que se tranquilizara… Hernán y yo ayudamos a cargar las maletas y nos refugiamos entre ellas al final del vehículo, sin decir nada. 

Jorge había reservado una suite semejante a la que yo compartía con Hernán. En ese lugar se iban alojar él y Emma; los niños se quedarían en el departamento de Pepe Dávalos.

La vida doméstica de los Escandón y de los Escandoncitos no fue necesariamente fácil en esas condiciones. Los niños comenzaron clases casi de inmediato en un escuela pública cercana (hasta ahora me parece verlos muy elegantes; los dos con sus sacos de lana verde botella, María Belén con falda gris, a cuadros, príncipe de gales y Jorge Alberto con un pantalón del mismo casimir); salían de su casa muy temprano en la mañana, pasaban por la suite de sus papás para desayunar y se dirigía luego hacia su escuela. Regresaban a almorzar al medio día y luego de hacer los deberes y comer algo en la noche, la familia volvía a separarse. Los niños iban a pernoctar en el departamento del amigo y la pareja se quedaba en la suite con ventanas altas y paredes obscuras de la avenida Universidad. 

En menos de una semana de habitar en ese lugar, Emma también había decidido que tendrían que mudarse de allí lo antes posible.

En el caso de ellos la situación era más complicada. Jorge ya había comenzado clases. Cursaba el propedéutico del “Colegio de México”, si lo aprobaba con altísimas calificaciones tenía opción para que se le considerara candidato para una beca que le permitiera seguir la maestría en Desarrollo Urbano que le interesaba. Sin no obtenía la beca -que incluía la exoneración de la matrícula- no le sería posible seguir estudiando. Ese era un reto harto difícil. Estudiaba como un verdadero poseído, en la biblioteca del Colegio de día y en su poco acogedora suite en la noche, casi siempre hasta la madrugada. Con frecuencia Emma y los niños venían a visitarnos para poder charlar y escuchar música de forma distendida, pues no osaban molestar a Jorge que debía estudiar textos y leer libros verdaderamente complicados.  

Doña Emma Luisa Calderón Díaz, mujer de carácter, nacida en Esmeraldas, ya había decidido que esa situación no podía continuar. Jorge no podía ayudar en absoluto a la búsqueda de una casa adecuada para la familia. A ella mismo le quedaban pocos días libres pues estaba apunto de comenzar también sus clases. 


Tenía que hacer algo.

Al conocer el “Altillo” le pareció que ese era un lugar adecuado para hacer la vida en México. Los departamentos eran confortables, claros, las áreas verdes eran muy agradables y el condominio era seguro. La escuela de los niños estaba cerca, Jorge y ella podían ir a clases usando un solo bus, había supermercados, tiendas, panaderías y otros servicios en las inmediaciones… 


Iban a vivir allí…


El “Altillo” era la opción más clara que podía avizorar para permanecer -en buenas condiciones- durante los siguientes dos o tres años que deberían enfrentar en calidad de estudiantes.

Sin embargo una cosa es desear algo y otra, muy diferente, llegar a hacer realidad ese sueño. Arrendar en el Altillo no era fácil. Por una parte porque no había muchos departamentos libres y de otro parte porque la demanda era enorme. Más tardaba en desocuparse un departamento -o en ofrecérselo en arriendo en las carteleras del conjunto- que en arrendárselo casi de inmediato. 

Había una enorme demanda en esa zona. Los precios tampoco eran baratos y los propietarios, muy exigentes en una serie de aspectos. La más complicada era que a más de una garantía en metálico, exigían la firma de un “fiador o garante” con un sinnúmero de requisitos, entre otras cosas debía ser mexicano, profesional, con ingresos fijos y propiedades en el Distrito Federal.

La cantidad de documentación que se debía tener lista en una carpeta, siempre actualizada, para poder presentársela al propietario era colosal. Comparable sólo a la cantidad de papeles que nosotros habíamos tenido que reunir para los trámites de las becas.

Emma tenía un problema adicional. No tenía suficientes recursos para poder arrendar un departamento en el “Altilllo”. El monto de su beca, que era calculada para que mal o bien “subsista una persona”, en el caso de ella, debía servir para alojamiento, comida, transporte y otros gastos de dos adultos y dos adolescentes. Tema complicado.

Todos los días Emma se levantaba temprano y una vez que la familia había desayunado y de haber despachado a los suyos hacia sus centros de estudio, se dedicaba a recorrer el “Altillo” en busca de un departamento que estuviese en arriendo o a punto de  liberarse. Tenía que ganar a todos los competidores.


El “Altillo” es un conjunto integrado por veintiún edificios con la planta en forma de cruz y veinticuatro edificios rectangulares… cada uno de ellos tenía cuatro pisos y cuatro departamentos por planta. En total, en esa enorme “unidad habitacional” existían 336 departamentos de un tipo y 384 del otro. Supongo que Emma recorrió  los 720 departamentos allí existentes a diferentes horas, en la mañana, en el día, al atardecer, en la noche.

Un día llegó con la noticia de que su tenacidad había tenido éxito. Un departamento iba a liberarse en una semana. Su propietario era un arquitecto. No vivía allí pero en general lo arrendaba a estudiantes o a profesores de la UNAM. Prefería arrendarlo a una familia y no a personas solteras porque éstas “siempre terminaban metiendo a más gente” y “eran poco cuidadosos”; no quería saber “nada con extranjeros” (ya había tenido muy malas experiencias); era indispensable una carta de garantía bancaria y el aval de un “fiador”.

Emma le convenció que ellos, si bien eran extranjeros eran adultos serios que estaban cursando un posgrado, que sus hijos eran jóvenes responsables y no niños destructores o adolescentes descarriados… no se si el hecho de que Jorge fuese colega de profesión del propietario, haya influido… pero Emma convenció a este caballero de que ellos eran los inquilinos ideales. No podía darle carta de garantía bancaria ni conseguir un fiador mexicano ni de ninguna otra nacionalidad pues, le explicó “acaban de llegar al país y no conocían a nadie…" Sin embargo el dueño accedió a recibir un monto en efectivo de los ahorros que Emma había traído del Ecuador en calidad de garantía.

En una semana la familia Escandón podría mudarse al departamento 103 del edificio 4 del condominio “Altillo-Universidad”.

Emma estaba radiante. Lo había conseguido.

Sin embargo las cosas no eran así de fáciles. Hizo cuentas y no le iba alcanzar la plata. Había conseguido que el arquitecto-propietario le arrendara el departamento, sin garante, sin aval de ningún banco, aun siendo extranjeros, pero no había logrado que le bajara el monto del arriendo.

Si debían pagar mensualmente la cantidad acordada, su beca iba a ser insuficiente para la comida y demás gastos de cuatro personas, aun restringiéndose a lo mínimo indispensable.

Emma nos convocó a Hernán y a mí. Nos había escuchado decir que nosotros también pensábamos dejar la horrorosa suite en la que morábamos hasta ese momento.

Ella nos llamaba siempre con su voz enérgica y afectuosa “Marito Vásconez” (a mi) y “compañero Burbaniú” (a Hernán).

En esa oportunidad nos vino a visitar a nuestra suite y nos planteó el problema-solución que traía en su cabeza.

- “Marito Vásconez”, “compañero Burbaniú”, dijo con voz enérgica; –“Tengo que hablar con ustedes dos”...

En pocas palabras nos mencionó que todos deseábamos dejar las suites, que ella había encontrado un departamento en el “Altillo”, lo iba a  arrendar pero no le alcanzaba la plata, nosotros también estábamos buscando algo (pero claro dos hippies no tenían tanta prisa como una familia en apuros y casi no nos habíamos movido, para intentar arrendar algo…) también mencionó que finalmente nos conocíamos desde hace años y que en esas semanas que habíamos tenido la oportunidad de conocernos mejor, le parecía que muy bien podríamos hacer el esfuerzo de ayudarnos mutuamente y arrendar entre todos aquel departamento.

En resumen, así lo acordamos.

En una semana, Jorge, Emma, sus hijos, Jorge Alberto y María Belén y sus dos nuevos hijos putativos “Marito Vásconez” y el “compañero Burbaniú”, íbamos a mudarnos al “Altillo”.

Jorge consiguió que algún amigo le regalara una cama matrimonial y nuestra primera adquisición fue un lote de colchones individuales, uno para cada hijo y uno para cada uno de nosotros, los hijos recién incorporados a la familia “Escandalón”. Como había una promoción que ofrecía una rebaja si se adquiría seis colchones de esponja, compramos uno adicional para usarlo para algún huésped imprevisto y convencimos a Vicente Pólit, que llegó también para cursar la maestría de FLACSO, de comprarnos uno para completar el sexto.

Nuestro nuevo departamento disponía de dos habitaciones (dos recámaras, como llaman en México a los dormitorios), decidimos que una sería para Jorge y Emma y la otro la compartiríamos Hernán y yo. 


A más de un área suficiente prevista para sala-comedor, una pequeña cocina y baño, el departamento disponía de un espacio adicional pensado para sala de televisión, estudio o cuarto de juegos; allí estructuramos una habitación para Jorge Alberto y María Belén.

Todos los gastos lo pagábamos dividiéndolos para seis. Cuatro sextas partes correspondían a la familia Escandón, una a Hernan y otra a mí. Así dividíamos el valor del arriendo, del agua, del gas, de la electricidad y los gastos del desayuno y del café de la noche. El lavado y planchado de ropa lo pagábamos “por pieza” a una señora que nos brindaba ese servicio todas las semanas; más tarde -cuando Emma comenzó las clases- decidimos contratarla para que preparara el almuerzo y realizara la limpieza y arreglo de la casa.

Como nuestra economía era controlada necesariamente “al centavo”, el salario de doña Esther, así se llamaba esa señora, lo dividíamos -de igual forma- en seis partes y los gastos de los almuerzos (incluido el de ella) en cuatro. La mitad les correspondía a los niños Escandón, una cuarta parte a Hernán y la restante a mí (Jorge almorzaba en el Colegio de México y Emma en la FLACSO, así que ellos no participaban en las cuentas de los almuerzos).

La familia Escandón tenía que controlar minuciosamente sus gastos para no tener saldo en rojo al final del mes, pero nosotros, Hernán y yo, hacíamos lo propio, pues durante el primer año sólo disponíamos del crédito educativo del IECE. Como ya he relatado, sólo cuando nos otorgaron las becas de la UNAM y luego la de la OEA, nuestra economía mejoró ostensiblemente.

Todas las noches, alguno de nosotros iba a la panadería (nos turnábamos con una planificación previamente acordada). Adquiríamos dos litros de leche, seis bolillos (como llaman en México a unas pequeñas palanquetas de pan de agua), seis rebanadas de queso, seis de jamón y un paquete de un cuarto de libra de mantequilla pasando un día. Con esos insumos los seis podíamos tomar un café con un sánduche en la noche. Para el desayuno comprábamos pan de molde, queso fresco y alguna fruta de temporada.

Con Emma como ama de casa, las cosas marchaban como un relojito recién aceitado. Jamás nos faltó la plata y todo operó de la mejor manera.

Incluso en una ocasión en la que todos nos enfermamos con algún tipo de virus y el médico que consultó Jorge en el Colegio de México le recomendó una andanada de antibióticos en inyecciones, para economizar, decidimos que todos nos someteríamos a ese tratamiento pues los síntomas eran semejantes; pero como no podíamos pagar una enfermera para siete personas (la señora Esther también se contagió) para que nos pusiera una inyección diaria por siete días, me decidí a fungir de improvisado enfermero y toda la familia se formaba “nalga en ristre” para que le aplicara su dosis. Al final yo me inyectaba a mi mismo y logramos salir de la epidemia, sanos, robustos y sin mayores gastos. 

Cuando nos mudamos al “Altillo”, a pesar de disponer de cinco colchones, una cama y una buena provisión de cacharros de cocina y adornos domésticos que Emma había traído de Quito, nuestros primeros días allí fueron realmente precarios. 

En un ejemplar de nuestra tesis que habíamos llevado con nosotros, teníamos los planos de unas camas, mesas y sillas muy económicas que habíamos diseñado como parte de nuestra propuesta de viviendas para la Cooperativa Santa Faz de Riobamba. Conversamos con Jorge y decidimos que si adquiríamos la madera contrachapada necesaria, conseguíamos las herramientas y materiales indispensables  y trabajábamos todos juntos, en un fin de semana podríamos tener resuelto el problema de las camas, mesas y sillas que todos requeríamos.

Emma opinó que todo estaba bien pero que para ella era necesario desde el punto de vista estético y afectivo, contar con un juego de comedor real. Ya había visto uno y podía comprarlo con un saldo de sus ahorros.



Decidimos hacer una cama para cada uno de los niños, una para Hernán, una para mi, una que podría servir como sofá de la sala y cama eventual para algún huésped y una para Vicente Pólit que ofreció pagar la suya y ayudarnos a construir las restantes.

Decidimos también hacer seis mesas-escritorio; una para Jorge, una para Emma, una para cada uno de los niños, una para Hernán y una para mi.

Todos los gastos y el transporte de los materiales, los dividiríamos, igual que otras cosas, en partes proporcionales.

Alguien nos prestó un serrucho, un taladro, martillo, desarmadores… en la mañana del sábado nos pusimos en marcha muy temprano, hicimos las adquisiciones (incluídos los muebles de comedor de Emma), la madera para nuestras obras de carpintería, unos listones para hacer una división sólo con cortinas -pero con unos muebles empotrados- entre el comedor y la habitación de los niños y… en la tarde ya estábamos en acción. 

Trabajamos hasta muy tarde ese día y el domingo de forma incansable pero, al final del día todos teníamos donde dormir y mesas donde poder hacer las tareas y sentarnos a estudiar. No construimos sillas pues decidimos usar las del comedor.

Emma decoró el departamento con una serie de objetos artesanales muy bonitos y todos pudimos emprender nuestra aventura como estudiantes en México, en óptimas condiciones. Qué diferencia tan marcada de nuestro nuevo departamento con las espantosas suites que dejamos en avenida Universidad.

Durante el tiempo que vivimos con los “Escandones” disfrutamos de un caluroso hogar, de un gran afecto de familia y de una amistad entrañable que perdura hasta ahora a pesar del tiempo y la distancia.

Como mencioné en un relato anterior, al mirar hacia atrás, he descubierto -con horror- que de esa época –cuyos detalles recuerdo como si hubiesen transcurrido apenas ayer- han pasado treinta años… más de media vida.

Los Escandones se quedaron en México. Jorge y Emma son abuelos, los niños que vi enfrentar sus primeros años de adolescentes en ese país extraño -que ahora es el suyo- se casaron, tienen lindas familias.

Hace unos pocos días le escribí una notita a María Belén que acaba de cumplir cuarenta años…

Me han entrado… las “saudades” como dicen los brasileros… Me han entrado los “blues”…, (como llaman en New Orleans a ese mismo sentimiento… pero… en inglés).

El tiempo pasa… los afectos quedan…

jueves, 2 de febrero de 2012

México 2: De posgrado en la UNAM, más trámites y papeleos (II)

Como ya he relatado viví en México desde fines de 1978 hasta principios de 1981. 

Viajé a ese país con mi amigo Hernán Burbano, cada cual con un “chimbuzo” de marino al hombro, con algo de ropa y un montón de sueños…

Nos habían aceptado en una maestría en “investigación y docencia”, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, la archifamosa y archiconocida UNAM, una de las universidades más respetables y más grandes del mundo….

Antes de salir del Ecuador, movimos cielo y tierra y llenamos cientos de formularios acompañados de toneladas de papeles para obtener un crédito educativo y fuimos preseleccionados para dos becas (una de la OEA y otra de la UNAM) para sortear los requerimientos de pasajes de avión, alojamiento, comida, gastos académicos y personales durante los dos años y más, que iba a durar ese reto académico en aquella universidad mexicana.

Viajamos a México con visa de turismo, si obteníamos la beca de la OEA, debíamos presentarnos en la Secretaría de Gobernación en la ciudad de México para cambiar nuestra condición migratoria, solicitando que se nos emitiera el documento migratorio de estudiante, el famoso “FM9”.

Salimos de Guayaquil el viernes 15 de septiembre de 1978 temprano en la mañana y llegamos a México al final de la tarde del mismo día.

En esa ciudad nos alojamos, la primera noche, en casa de Marilú Calisto y al día siguiente fuimos a tratar de localizar a Carlos Arcos de quién teníamos una dirección insuficiente pues conocíamos que vivía en la Avenida Universidad 1900, en un conjunto llamado “El Altillo” pero ese era un enorme condominio con más de 700 departamentos y Fernando Carrión, no nos había dado el número del edificio ni el del departamento. La noche anterior había sido imposible contactarlo.

El sábado nos levantamos tarde, pero después de un desayuno tardío -casi un almuerzo- fuimos con Hernán a tratar de localizar a este amigo.

Al llegar a la puerta del Altillo vimos a un grupo de niños de tres o cuatro años de edad, jugando en las áreas verdes cercanas a la entrada.

No se cómo, tuve una brillante idea. - ¡Hola!, dije, dirigiéndome a los niños… - ¡Hola!, respondieron en coro… - ¿cómo te llamas?, pregunté al más pequeño, a quien se le veía muy despierto (los ojos le bailaban)… - ¡Nico!, respondió el aludido…  Nico, dije… - ¿Conoces a un niñito que se llama Carlitos?... - ¡Carlitos Arcos! (añadí, por si acaso…)

-¿Carlitos?, dijo Nico… -¡Carlitos?, dijeron los otros… - ¡claro!, gritaron Nico y los demás al unísono.

-¿Nos pueden levara la casa de Carlitos?, pregunté… - ¡Somos amigos de su papá! (añadí por si acaso…).

Nico hizo un gesto con el brazo (el ¡síganme los buenos! que popularizó el Chapulín Colorado), indicándonos que él nos guiaría… todos corrían saltando y gritando, nosotros  debíamos hacer un gran esfuerzo para no perderles de vista, pues conocían todos los atajos posibles, en medio de carros, áreas verdes  y senderos peatonales, para llegar al edificio donde estaba le departamento de la familia Arcos.

Carlos, ecuatoriano, estaba casado en esa época con Isabel Ibáñez, chilena, y tenían un solo hijo, Carlos Alfonso, el tan conocido “Carlitos”, popular entre todos los niños del Altillo.

En pocos minutos llegamos frente a una puerta en el segundo piso. Nico la señaló con el dedo con un gesto teatral y sin decir nada, salió corriendo hacia abajo seguido por todos los demás niños.

Hernán y yo estábamos asombrados… jamás hubiéramos pensado que iba a ser tan fácil dar con estos amigos en medio de ese gigantesco conjunto habitacional.

Timbramos y nos abrió la puerta el propio Carlos. Nos identificamos y tanto él como Isabel nos recibieron con los brazos abiertos. Gracias a su enorme amabilidad llegamos a tener una buena amistad que perdura hasta ahora.

Nos brindaron café y charlamos de Quito, de los amigos comunes, de CIUDAD y de nuestro posgrado en la UNAM.

Carlos nos contó que él estaba haciendo un posgrado en sociología, en la sede mexicana de la FLACSO, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Conocía muy bien a Fernando Carrión y era muy amigo de Diego; con él había emprendido un viaje formidable años atrás, a raíz de la clausura de la Universidad Central durante la dictadura de Velasco Ibarra.

Diego y Carlos salieron de Quito por tierra, rumbo al Perú, permanecieron en Lima unos días en casa de algún amigo y continuaron a Chile, “jalando dedo” pues sus escasos ahorros se acabaron casi enseguida y no les quedaba ni un “centavo partido por la mitad” para el pasaje de bus. En Chile corrían los años de la “Unidad Popular”, en Santiago comenzaron la universidad, Carlos se inscribió en Sociología y Diego en arquitectura… allá se juntaron con sus respectivas chilenas, se “empololaron” (como dicen en Chile, a esa situación de “a dos”)  y estaban estudiando y haciendo su vida… cuando les sorprendió el golpe… Allende fue derrocado, y estos dos aventureros debieron hacer nuevamente maletas y llegar a la patria a continuar sus estudios…

En fin…

Carlos e Isabel tenían algún compromiso esa tarde pero nos invitaron a dar una vuelta por el centro de la ciudad al día siguiente.
  
Habíamos llegado un día antes, y ese sábado era justamente la fecha, de celebración del “Grito de Dolores”, la que se considera, la fecha de inicio de la independencia de México.

Carlos nos explicó que el 16 de septiembre de 1810, en la ciudad de “Dolores Hidalgo” (Guanajuato), el cura Miguel Hidalgo acompañado de los próceres Ignacio Allende y Juan Aldana, proclamaron el inicio de la gesta libertaria contra la colonia española.

Ese día se organizaba un imponente desfile y debía haber una serie de festejos por esa fiesta patria. Era una pena no haber podido ir al centro desde temprano...

Isabel mencionó que ante ello había que tomar las cosas con la “filosofía” clásica del pueblo mexicano y nos familiarizó con el uso de esa frase tan común en México, usada para aquellas cosas o circunstancias que no pueden ser cambiadas o corregidas… -¡Ni modo!, dijo... -¡ni modo!, respondimos Hernán y yo…

Nos despedimos con el compromiso de caer por su departamento al día siguiente “a media mañana”, eso si, “no muy temprano”… para poder ir a visitar el centro.

Carlos, Isabel y el negro Fernando García, otro buena amigo ecuatoriano, que también nos acompañó, nos dieron las lecciones básicas para la vida y la movilidad en México.

Salimos del Altillo a pie hasta que el supermercado “Aurrerá” de la avenida Miguel Ángel de Quevedo (antes nos habían mostrado otras tiendas más chicas, “Comercial Mexicana” y “Conesupo”) sitios claves para el tema abastecimiento de alimentos y productos de primera necesidad en la zona.

En la “Tacoteca”, restaurante típico de comida mexicana, frente a la “Librería Gandhi” (otro lugar clave para el abastecimiento de insumos, en este caso, para la vida cultural), tomamos un “camión” como llaman en México a los autobuses. Carlos se encargó de explicarnos la diferencia entre dos tipos ´de “camiones: los “delfines”, celestes y más baratos y las “ballenas”, rojos y algo más caros… porque sólo llevaban pasajeros sentados. Aprendimos también sobre los “peseros”, taxis colectivos, con ruta fija, cuyo chofer sacaba la mano en las paradas, anunciando con los dedos cuántos puestos tenía disponibles.

El negro García nos contó que se llamaban “peseros” porque originalmente cobraban “un peso”… con la inflación la tarifa había subido, pero les quedó el nombre… Reímos de buena gana cuando nos comentó que algún amigo argentino había creído que el nombre era “Pecero” porque los otros medios de transporte tenía también nombres de la fauna marina: ballenas y delfines.

Tomamos una ballena en Miguel Ángel de Quevedo y descendimos en la entrada de la estación Tasqueña de la “Línea 2” del Metro.

Creo que ahora en México hay más de diez líneas de metro, en esa época la ciudad sólo disponía de tres: la “Línea 1”, “Observatorio – Zaragoza”, identificada con símbolos de color rosado, la “Línea 2”, “Tasqueña – Tacuba”, de color azul y la “Línea 3”, verde “División del Norte –La Raza”.



Nos familiarizamos con los tiquetes, las líneas y las estaciones, Carlos nos explicó que cada línea estaba identificada con un color y cada estación con un nombre y una imagen representativa; esto según nos dijo para facilitar la rápida comprensión del sistema para las personas iletradas. En las estaciones donde había posibilidad de conexión a otra línea, el ícono tenía los dos colores.

Más tarde pude conocer que la iconografía del metro de México fue obra de los diseñadores  Wyman, estadounidense, Quiñones y Gallardo, mexicanos. Ellos explicaban que usaron para los íconos referentes fácilmente identificables del lugar, de la historia y de la cultura.

La “línea 2”, comienza como metro de superficie y luego se vuelve subterránea. Bajamos en la estación “Zócalo” y pudimos conocer la  gigantesca plaza principal de la ciudad de México, la catedral y el Palacio Nacional. Con Carlos y Fernando como guías, visitamos las calles del centro, el “Caballito”, la casa de los azulejos, el Palacio de Bellas Artes, la Alameda, el Palacio de Correos, el monumento a  Benito Juárez, la avenida Reforma, el monumento a Cuauhtémoc, el Ángel de la Independencia y muchas otros sitios de interés.

Caminamos hasta no poder más. Comimos nuestros primeros “tacos al pastor” (que me parecieron deliciosos, hasta ahora me encantan) y regresamos agotados. 

Creo que ese fue realmente nuestro primer día en México. 

En la semana siguiente nos presentamos en la UNAM. Nos familiarizamos con sus magníficos edificios, fuentes y espacios verdes. Pudimos conocer la biblioteca con los murales de O´Gorman y la torre de rectoría con los murales de Siqueiros.


Vistamos al decano de la escuela de arquitectura, en esa época el maestro Jesús Aguirre Cárdenas, quien nos recibió muy amablemente, nos dio indicaciones de la ubicación de las dependencias y las aulas del Posgrado de Autogobierno y nos indicó que deberíamos regresar en la tarde, pues en las aulas de la escuela, funcionaba la licenciatura durante el día y en las noches, la maestría.

Nos explicó que la escuela se había dividido en lo que se podría llamar la “escuela tradicional”, cuyos talleres se identificaban con letras y el “autogobierno”, cuyos talleres se identificaban con números. Él era decano de las dos formas de enseñanza-aprendizaje pero cada una de estas dos vertientes tenía su propio director.

Después nos enteramos que los profesores y estudiantes que impulsaban el “autogobierno” habían generado una suerte de separación de la estructura original de la escuela, en la búsqueda de opciones académicas más participativas, más vinculadas a las demandas populares, a nuevas metodologías de diseño y a elementos de teoría y de praxis innovadores y de vanguardia.

En la conversación con el arquitecto Aguirre Cárdenas, le consultamos si no había recibido noticias de nuestra candidatura para las becas de la UNAM. No pudo darnos ninguna información. Sin embargo nos dio dos o tres pistas de los funcionarios y dependencias que podían saber algo al respecto.

Fuimos a visitar a la Lda. María de los Ángeles Knochenhauer, Directora General de Intercambio Académico, para averiguar si había recibido alguna noticia sobre nuestra postulación. No sabía nada sobre ella. Sin embargo nos sugirió visitar la Secretaría de Relaciones Exteriores para indagar si allí podríain tener alguna noticia de estas becas.

Nos armamos de paciencia y fuimos en metro, por la “línea 3” hasta la estación “Tlatelolco”, a la célebre “Plaza de las tres culturas”, donde una década atrás se produjo la masacre de los estudiantes, durante el gobierno de Díaz Ordaz.

En el edificio de Relaciones Exteriores, visitamos todo tipo de dependencias y nos entrevistamos con decenas de funcionarios, en búsqueda de alguna información de las becas… pero el resultado, a más de agotador fue negativo. Nadie sabía nada…

Regresamos frustrados y abatidos. Sin esas becas no íbamos a poder permanecer en México.

Esa noche se me ocurrió una idea. Debíamos ir a averiguar si en la Embajada del Ecuador conocían algo de nuestras postulaciones. Yo tenía previsto, de todos modos, visitar al Embajador del Ecuador, Pepe Martínez, tío de mis primos Suárez y muy  amigo de mi padre y de mi tío Juan, su cuñado.

Salimos al día siguiente muy temprano, hacia la estación del metro Chapultepec, la más cercana a la zona de “Polanco”, barrio residencial lleno de mansiones, hermosos árboles y magníficos  jardines, donde se encontraba la embajada de nuestro país. Íbamos armados con nuestro respectivo ejemplar de la “Guia Roji”, librito con los planos de toda la ciudad, sin el cual era imposible movilizarse en ese gigantesca urbe. 

Dimos con la casa de la Embajada, preguntamos por el embajador y preguntamos si el señor embajador podría recibirnos… un joven funcionario, con cara de pocos amigos, se quedó mirándonos sorprendido por “semejante pretensión”, supongo… 

Iba a comenzar a explicarle el motivo de nuestra vista, cuando en lo alto de la escalera, pude divisar al Embajador.

Con voz de trueno, llamé su atención: -¡Mi doctor Martínez!, dije. Regresó a verme e inmediatamente comenzó a bajar las gradas… - ¡Marito, queriiiido!, dijo también a viva voz, mientras abría los brazos como el Cristo del Corcovado, abrazándome ya desde lo alto.

En el vestíbulo me “palmeó” la espalda con fuerza, como él solía hacer para expresar sus afectos con sonoros abrazos y me preguntó por familiares y amigos en Quito.

Le presente a Hernán y pasamos a su despacho. Le conté que el motivo de nuestra visita, a más de reportarnos y saludarle, era averiguar sobre el tema de las becas…

Se acordaba perfectamente de ese tema. Él mismo se había ocupado del asunto. Inmediatamente puso a correr a todo el mundo y a los pocos minutos aparecieron dos documentos fundamentales para nuestra búsqueda.

El primero era una carta del Ministerio de Relaciones Exteriores del Ecuador dirigida a nuestro anfitrión, fechada el 17 de julio de ese año, en la que se comunicaba sobre nuestra postulación a las becas de la UNAM, que rezaba de esta manera:

“Asunto: Remítese documentación de candidatos a Becas.
Señor Embajador: A fin de que se sirva hacer llegar a la Universidad Nacional Autónoma de México, me cumple remitirle con la presente, la documentación de los candidatos ecuatorianos para el Curso "Estudios a nivel de Maestría Doctorado o especialización” a realizarse en la citada universidad.

Los candidatos, en igualdad de prioridades son:
- Arquitecto Hernán Gerardo Burbano Robalino (Maestría en Arquitectura)
- Arquitecto Mario Vásconez Suárez (Maestría en Arquitectura)



El segundo era la carta que la Embajada había dirigido, dos días después,  al Rector de la UNAM informando sobre nuestra postulación; esa carta fechada el 19 de julio, había sido recibida por un funcionario de la rectoría el 21 de ese mes, según se leía en un sello que estaba acompañado de una firma en daba cuenta de ese hecho con la frase” Recibí sobre con documentos para el Sr. Rector”. La carta decía lo siguiente:

“La embajada del Ecuador saluda muy atentamente a la Universidad Nacional Autónoma de México y tiene a bien hacerle llegar junto a la presente, la documentación de los candidatos ecuatorianos para el Curso "Estudios a nivel de Maestría Doctorado o especialización” a realizarse bajo los auspicios de ese centro de Educación Superior. Los candidatos, en igualdad de prioridades son:

- Arquitecto Hernán Gerardo Burbano Robalino
  Maestría en Arquitectura
- Arquitecto Mario Vásconez Suárez
  Maestría en Arquitectura



¡Bingo!...

Con esos documentos íbamos a poder desencadenar en la UNAM los trámites que fueran del caso para la concesión de las becas.

Nos despedimos muy agradecidos del Embajador y él me hizo jurar y re-jurar que le llamaría y le vendría a visitar para poder recibirnos en su casa. Le ofrecí que así lo haría y con nuestros papeles bajo el brazo, abandonamos la Embajada con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Lo habíamos conseguido!

Al día siguiente nos dirigimos al edificio de la rectoría de la UNAM. Nos tocó golpear numerosas puertas y explicar el caso a muchísimas secretarias y funcionarios, pero por fin dimos con la documentación que buscábamos.

El proceso posterior fue lento y tedioso. Armados de toda la paciencia del mundo, dimos seguimiento a la tramitación de nuestros papeles que fueron transitando de la Rectoría, a la Secretaría General Académica, a la secretaría General Administrativa, a la Tesorería General de la Universidad, a la Secretaría del Consejo de Estudios Superiores, a la División de Estudios Superiores de la Escuela Nacional de Arquitectura y a la Dirección General de Intercambio Académico.

Luego de más de dos meses, en las que hicimos docenas de averiguaciones, visitas, citas, antesalas y entrevistas, logramos, por fin, que la Lda. Knochenhauer, Directora de Intercambio Académico (con quien mantuvimos luego una cordial amistad luego de tantas gestiones y averiguaciones) cursara un oficio a la Secretaría de Gobernación dando fe de la obtención de las becas para poder tramitar el cambio de nuestro estatus migratorio de turistas a estudiantes. 

La beca incluía una asignación mensual destinada al pago de alojamiento y alimentación (creo que era de alrededor de 280 dólares mensuales) y el pago de inscripción y colegiatura.

Se nos entregó la cantidad mensual prevista, de forma retroactiva, más una cantidad adicional para gastos de instalación y una comunicación a la Tesorería de la Universidad, eximiéndonos del pago de los derechos de inscripción y colegiatura, sin cuyo pago no habíamos podido legalizar nuestra situación académica y corríamos el riesgo de no poder seguir cursando las clases en el posgrado a las que ya estábamos asistiendo desde octubre.

Esto nos salvó la vida, pues ya habíamos presentado varios trabajos pero las calificaciones no podían ser asentadas sin contar con todos los papeles en regla. Eso nos preocupaba enormemente porque para el pago de la siguiente cuota del crédito educativo que nuestros apoderados debían cobrar en el IECE, el Instituto Ecuatoriano de Crédito Educativo, se debía presentar una certificación de inscripción, de asistencia a clases y de los resultados académicos. 

La carta salvadora emitida el 6 de diciembre de 1978 decía lo siguiente:

“Por acuerdo de la Dirección General de Intercambio Académico y para los efectos a que haya lugar, comunico a usted que al señor Vásconez Suarez Mario, de nacionalidad ecuatoriana, se le ha eximido del pago de la cantidad de $ 7.200,00 por concepto de inscripción y colegiatura, para realizar la maestría en la Escuela Nacional de Arquitectura.

En virtud de que el señor Vásconez es becario apoyado por la Secretaría de Relaciones Exteriores, ruego a usted se considere el acuerdo tomado por el H. Patronato Universitario comunicado por esta Dirección a la Secretaría General… ”

Con estos papeles la cuestión papeleos se fue normalizando, pues dos meses atrás, el 18 de octubre, habíamos logrado que nuestros títulos de arquitecto, las certificaciones del acta de grado, el pensum y las notas obtenidas en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central del Ecuador fueran validados en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Logramos así, entregar la documentación, en la secretaría del Posgrado del Autogobierno a fines de año y comenzamos un período, estudiantil diferente. Éramos por fin, estudiantes regulares, becarios de la UNAM y con todos los papeles en regla, en la División de Estudios de Posgrado – del Autogobierno.

Como no habíamos perdido las esperanzas de conseguir la beca de la OEA, enviamos a Washington la certificación de inscripción y de asistencia, así como los resultados académicos. Cumplimos ese ritual al finalizar el primer semestre y luego,  al finalizar el segundo. Todos los documentos que mandábamos a Quito para el IECE también enviábamos a la OEA, para que se adjuntara a nuestra carpeta.

Un año después esa perseverancia tuvo éxito. El 22 de agosto de 1979 tanto Hernán como yo, recibimos copia de una carta que la “Subsecretaría de Cooperación Técnica, Becas y Adiestramiento de la OEA”, había enviado a la UNAM, comunicando que la Organización de Estados Americanos nos había concedido una beca por doce meses, desde septiembre  de 1979 para cursar la maestría en ese Centro de Estudios.

La beca incluía una asignación mensual destinada al pago de alojamiento y alimentación, una cantidad para la compra de libros y un seguro de enfermedad. 

La Secretaria General de la OEA en México, nos entregó sendos certificados referidos a la concesión de las becas llevar  a cabo estudios de Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México, por doce meses, a partir del primero de septiembre de 1979, percibiendo una subsistencia de US$ 420.00 por mes.


Nos entregaron un primer cheque que correspondía a gastos generales y, a partir de ese momento, siempre nos pagaron puntualmente la cantidad prevista.

Lo habíamos logrado.

Después de tanto trámite y papeleo, como resultado de nuestra paciencia y tenacidad conseguimos que las dos becas se hicieran realidad.

La de la UNAM la recibimos durante el primer año y la renovaron para el segundo. La de la OEA la recibimos durante el segundo año y nos la prorrogaron por dos mese más, para poder hacer todos los trámites y papeleos de la tesis y la graduación.

Durante nuestra permanencia en México, todos los meses debíamos presentarnos en las oficinas de la Dirección de Intercambio Académico de la UNAM para cobrar nuestro cheque de la beca y, luego, a partir del segundo año hacíamos lo propio en las oficinas de la OEA ubicada en la calle Niza.

Tanto Hernán como yo, abrimos una libreta de ahorros en el Banco Banamex, para poder depositar nuestros cheques. Si sumábamos las dos becas más lo que nos enviaban del IECE, todos los meses recibíamos más de mil dólares mensuales; una verdadera fortuna. En esa época, con el tipo de cambio y el costo de la vida en México, ese era un monto verdaderamente significativo. Muchos estudiantes vivían con muchísimo menos. Nosotros mismos habíamos pasado los primeros meses con tan sólo US$ 200 por mes.

Con las becas, pudimos viajar, conocer el país y tener disponibilidad para darnos algunos lujos (cine, teatro, libros, restaurantes…). Yo me casé y arrendamos un bonito departamento en la colonia Condesa–Hipódromo, viajamos a Los Ángeles y luego a Europa…

Así logré, al menos yo, estabilizar mi vida de estudiante en tierras aztecas. Hernán hizo paralelamente otra maestría: una “maestría en la vida”, según sus propias palabras…  

Pero todo aquello será motivo de otros relatos.