viernes, 29 de mayo de 2015

Ecuador 72 Las vacaciones en Ambato



Como ya he relatado mi infancia transcurrió en el Centro Histórico de Quito a dos cuadras de la Plaza de la Independencia, en la esquina de las calles Venezuela y Olmedo, en la casa que perteneció a mis abuelos maternos, el conocido médico Pablo Arturo Suárez y su esposa Agripina Chacón.

No conocí a mi abuelo, él falleció muy joven en 1945… y yo vine al mundo recién en 1951, pues mi madre, su hija, Manon Suárez Chacón, contrajo matrimonio con mi padre Mario Vásconez Sevilla en 1950, cinco años después de la muerte del doctor Suárez. Mis padres vivieron muchos años en aquella casa. Mi hermano Jaime y yo nos criamos y vivimos allí toda la niñez y la juventud.

Pero mis recuerdos apuntan esta vez a la ciudad de Ambato, de donde eran originarios mis padres y mis abuelos y en donde mi abuela Pinita poseía una maravillosa quinta en la que solíamos pasar las vacaciones.

La quinta se ubicaba en el ahora barrio residencial conocido como Miraflores. Ya en esa época se llamaba así, pero en el imaginario de la gente, esos barrios alejados no eran considerados parte de la urbe. Era frecuente que alguien que se trasladaba desde Miraflores al centro de la ciudad afirmara categórico: - “Estoy yendo a Ambato”, o en el sentido inverso: -“Vengo de Ambato”.

La quinta de Miraflores se llamaba “El Retiro” y fue adquirida por mi abuelo para pasar sus últimos años de vida, sabiéndose ya condenado por una hipertensión crónica (que le dejó con inmovilidad parcial en una de sus piernas, luego de un accidente cardiovascular) y por graves problemas en brazos, manos y pecho por la exposición sin las debidas protecciones a los rayos x (el doctor Suárez fue uno de los primeros radiólogos ecuatorianos y en esa época, a más de un pesado y poco eficaz delantal relleno con plomo, las medidas de seguridad para quien operaba esos aparatos eran mínimas o casi nulas).

Durante más de 12 años, desde 1951 año de mi nacimiento, hasta 1964 antes de la muerte de mi madre, la familia se trasladaba a Ambato en noviembre durante las vacaciones de finados, en diciembre durante las vacaciones de navidad y fin de año, en abril durante las de semana santa y entre julio y agosto -al menos por un mes- durante las vacaciones de verano (las vacaciones largas, como llamábamos nosotros a ese fascinante período).

Para nosotros los niños, la quinta de Miraflores, era un lugar absolutamente extraordinario que acogió durante aquellos años, todo tipo de sueños, placeres y aventuras de infancia.

Tenía posiblemente más de dos hectáreas y estaba llena de senderos, flores de una diversidad de especies y docenas de árboles frutales de todo tipo: duraznos de pulpa blanca y rosada; obscuros capulíes; perfumados abridores; delicados guaytambos, deliciosos albaricoques; peras uvilla de piel verde brillante, peras botella de corteza verde obscura algo manchada, peras de manteca de cáscara violácea y pulpa dulce y harinosa y las pequeñas peras del país de piel amarilla y sabor incomparable; mirabeles rojos y anaranjados; jugosas reina claudias; ciruelas de piel casi negra y pulpa rojo sangre; ciruelas de conserva de un rojo muy brillante y extrema acidez -usadas para hacer compotas y mermeladas-; membrillos, babacos, chamburos, moras, frambuesas, higos, brevas, manzanas y muchas variedades de cítricos: mandarinas, limas, naranjas agrias y limones -amarillos, verdes y bicolores- unos de corteza fina y otros de cáscara gruesa. En fin… un lugar idílico, lo más próximo al paraíso terrenal del que ya habían sido expulsados por golosos nuestros ancestros don Adán y doña Eva.

Todas las semanas mi abuela recibía en Quito enviado por tren, desde su quinta de Ambato, un gran paquete de flores: rosas, gladiolos, crisantemos, claveles y dalias de todos los colores y tonos: rojos, anaranjados, blancos, amarillos, cremas y rosados; cartuchos, margaritas, siemprevivas y azucenas de un blanco purísimo u hortensias azules, lilas, blancas y rosadas. En la casa de la Venezuela y Olmedo, en todas las habitaciones había floreros colmados de esas flores de múltiples colores y delicados perfumes, pero el paquete era tan copioso que alcanzaba para que mi abuela enviara un generoso ramo a sus hermanas Leonor y Lucía, a la familia de mi tío Juan y a las monjitas del vecino convento del Carmen Bajo.

Lo propio acontecía en los meses de fruta. Cuando todos aquellos árboles mencionados comenzaban a producir generosos sus frutos, todas las semanas, tres o cuatro cajones colmados emprendían viaje desde la estación de ferrocarril de Ambato ubicada frente al parque 12 de Noviembre, hasta la estación de Chimbacalle en Quito. Cuando el envío llegaba a la casa de la Venezuela mi abuela y mi madre comenzaban la tarea de hacer porciones; unas más grandes: para nuestra familia, para la familia de mi tío Juan, para las hermanas de mi abuela Pinita y para su sobrina Lucha; otras más simbólicas pero igualmente generosas: para el doctor Cartagenova, para el doctor Bejarano y el Sr. Figueroa -que arrendaban los locales de la planta baja de la casa-, para las monjitas del Carmen, para Nicolás el albañil, para Oswaldo el pintor, para el compadre zapatero, para el papá de la enfermera del doctor Cartagenova que era carpintero, para la señora costurera, para Rosa la lavandera; para Luz María la planchadora, para el “pesetas” el vendedor de periódicos, para el mudito de la panadería y para los señores que recogían la basura. Todos recibían sus frutas y si en alguna ocasión se olvidaban de alguno de ellos, lo compensaban con creces a la siguiente semana.     
       
Por supuesto cuando las vacaciones coincidían con el período de producción frutícola, los envíos se suspendían y todas esas delicias -maduras al principio y verdes al final- pasaban de la mata a nuestras bocas. Comenzábamos con las frutas que estaban más al alcance de la mano y terminábamos encaramándonos a los árboles para darnos un festín con las frutas que se endulzaban más cerca del sol. Pese a la prohibición explícita de nuestros padres -que avizoraban caídas, magulladuras y hasta piernas enyesadas en caso de desobediencia- al menor descuido de su parte, emprendíamos retos de escaladores y trepábamos a perales, duraznos, capulíes y  a los árboles de claudias y mirabeles para deleitarnos con aquellas frutas dulces y maduras.  

Al principio cada viaje a Ambato nos cogía por sorpresa pues, en nuestros primeros años de vida, todos los días eran placenteros. No entendíamos para qué debíamos ir de vacaciones, si vivíamos permanentemente libres de tareas, preocupaciones y responsabilidades. Luego cuando ya comenzamos la escuela, todo eso cambió. Entendimos que el tiempo podía dividirse en trimestres tediosos de clases, despertares tempraneros, tareas escolares, responsabilidades y fatiga, todo ello en Quito, y vacaciones de fin de trimestre en la quinta de Ambato, donde todo volvía a la normalidad: poder despertarse tarde y aprovechar el día entero para disfrutar de juegos y entretenimientos, sin deberes, clases aburridas y tediosos profesores; viviendo a plenitud con la única molestia de tener que sentarse a la mesa para el desayuno, el almuerzo o la cena y claro, para cosas odiosas como bañarse o acostarse temprano. Éramos dueños de la vida durante todo el día y vaya que la disfrutábamos.

Un jardín de dos hectáreas era un territorio formidable de esparcimiento, creatividad, descubrimiento y disfrute para dos niños casi de la misma edad. Mi hermano y yo gozábamos a plenitud del jardín y de los muchos rincones y construcciones de la quinta de Miraflores. Las horas de sol nos resultaban cortas para todo lo que hacíamos e inventábamos.

Una vez terminado el trimestre y cuando los adultos nos informaban que íbamos a viajar a Ambato, la sonrisa no se borraba de nuestros rostros ni durante el sueño, es que también soñábamos en todo lo que solíamos hacer en esa quinta y en todo lo que podríamos hacer en cada nuevo periplo a la ciudad natal de nuestros padres y nuestros abuelos.

El desplazamiento a Ambato era en realidad todo un viaje. A pesar de que la distancia sigue siendo la misma y que en esa época casi no había circulación de vehículos; la sinuosa carretera empedrada, las curvas y las cuestas, el ascenso al páramo del Cotopaxi y la prudencia con la que conducía mi padre para no alterar los nervios de su suegra, hacía del recorrido a Ambato un periplo de más de cuatro horas. Pero en realidad lo complicado se sucedía en los días previos. 

Todo comenzaba al menos con una semana de antelación. Había que avisar a familiares y vecinos de nuestra ausencia y dejar la llave del portón principal al doctor Cartagenova para que pudiera abrirlo para dar acceso a sus pacientes durante el día y para que lo cerrara por seguridad de su consultorio y de la casa durante la noche. Había que avisar al repartidor de periódicos de nuestra ausencia para que no entregara El Comercio y El Diario del Ecuador en esos días y a la señora Donoso que nos mandaba la lecha, con el mismo fin.

La ropa tenía que estar limpia y planchada con la debida anticipación, así que Rosa la lavandera y Luz María que bregaba con la plancha, debían ser advertidas de un trabajo acelerado en los días previos al viaje para que todo estuviera a punto antes de comenzar a hacer las maletas.

Hacer las maletas, ¡vaya espectáculo y faena!

La ropa de mi abuela quien vestía siempre de negro desde la muerte de su madre y luego con mayor razón desde el fallecimiento del doctor Suárez, se disponía en una maleta de cuero de color pardo amarillento provista de dos correas/zunchos que evitaban que explotase cuando, llena al máximo de su capacidad, se repletaba de faldas, blusas, chales, ropa interior,  camisones de dormir, salidas de cama, abrigos y zapatos.

La ropa de mis padres llenaba una maleta casi idéntica pero un tanto más grande y como albergaba las prendas de dos personas, casi siempre se inflaba como vaca atorzonada.

Las prendas de mi hermano y las mías cabían en una maleta tipo baúl, de color crema y esquineros de bronce que se desbordaba igualmente pues nuestras actividades en el jardín incluían agua, tierra, lodo y todo tipo de frutas… por tanto la necesidad de abundante ropa de recambio resultaba un requerimiento insoslayable.    

Luego venía una maleta también de cuero de menor tamaño, en la que viajaban algunas sábanas, fundas de almohada, toallas, manteles y servilletas de uso eventual, pues si bien en la quinta de Miraflores había todo lo necesario en relación a esos adminículos, mi madre y mi abuela siempre preveían una provisión extra en caso de necesidad o catástrofe.

No cabía olvidarse de una pequeña maleta con medicinas, conocida como la “maletita de los remedios”, en ella se acomodaban una serie de pomadas, pastillas, grageas, cápsulas, sales, jarabes, linimentos, jeringas, algodones, gasas, granulados, alcohol, yodo, calmantes, antiinflamatorios, supositorios, antiácidos, vitaminas y quien sabe cuántas otras cosas… unas que usaba o tomaba mi abuela y otras mi madre; aunque la mayoría se incluían ahí  por si acaso y por las dudas… y porque en asuntos de salud, más vale prevenir que lamentar.

En otra maleta pequeña se acomodaban las cosas de aseo: pastas y cepillos de dientes, jabones, cremas, perfumes, lociones, peinillas, cepillos de pelo, tijeras de uñas, de pelo y de papel, limas, esmaltes, labiales, polveras, talcos y el agua de rosas que mi abuela mandaba a prepara donde las monjitas del Buen Pastor.

Otro pequeño cartapacio tenía el remoquete de la “maletita de los papeles” y allí mi abuela insistía en llevar escrituras, valores fiduciarios, contratos de arrendamiento y papeles del registro civil: partidas de nacimiento, de matrimonio, de defunción y cédulas de identidad, los papeles de la Caja del Seguro y la Caja de Pensiones, certificados de bautizo, de confirmación y primera comunión, sus libros de oraciones y varias estampitas con las imágenes amarillentas de algunos selectos miembros de la corte celestial: santos, vírgenes, ángeles y arcángeles.

Para el viaje preveía también uno o dos canastos con alimentos que no se habían  consumido en los días previos, otros que no se conseguían en Ambato y algunos cacharros y artefactos de cocina o de mesa que sin tener un duplicado o equivalente en la quinta, debían ser incluidos en el equipaje de todos esos viajes, como era el caso del secador de pelo de mi madre o la batidora de mano tan útil en las tareas culinarias.

En la casa de mi abuela laboraban tres personas que respondían a los nombres de Rosa Imelda Proaño Balseca, muchacha de mano; María Antonieta Jácome Salazar, cocinera; y Anselmo Pérez Bombón, paje y mensajero. Para nosotros los tres eran nuestros cómplices y amigos y los conocíamos tan solo como la Imelda, la Maruja (o la Paqui) y el Anselmo. La Imelda era ya de cierta edad y con una tendencia a convertirse en la prolongación de la autoridad de los padres o de la abuela pero la Paqui y el Anselmo que en esos años eran todavía muy jóvenes, podían pararse de cabeza si les pedíamos y les encantaba compartir y ser cómplices de nuestras travesuras y aventuras. La Maruja tenía un radio siempre funcionando en la cocina y con ella aprendimos un montón de boleros, rancheras, baladas y las primeras cumbias que llegaron por estas tierras como “la cinta verde” o “moliendo café”. El Anselmo en cambio nos tenía embobados contándonos los programas que escuchaba en la noche, cuando a nosotros nos mandaban a la cama, sobre todo las novelas “El Gato” y “Kalimán” que pasaban por radio Espejo y los chistes de los programas cómicos “los Chaparrines” de radio Caracol de Colombia y la “Hora Sabrosa” de radio Tarqui.

Los viajes a Ambato incluían por supuesto a Anselmo, Imelda y Maruja. Los dos primeros viajaban en tren con sus respectivas maletas y con las pertenencias de la Paqui; a ella que era soltera, joven y bonita, mi abuela la cuidaba como a una hija, así que la llevábamos con nosotros en el auto: ¡Dios no quiera que le vaya a pasar algo en el tren!
         
El auto en cuestión era un Chevrolet sedán, de cuatro puertas, modelo 1951. Un vehículo de lujo en la época y realmente espacioso. En el baúl (o cajuela, como la llaman ahora) cabía todo ese voluminoso equipaje digno de un jeque árabe o de una actriz de Hollywood aunque menos lujoso y bastante más insólito por cierto. En la banca delantera viajaban mi padre que conducía, mi madre al centro y mi abuela en la ventana de la derecha pues tenía cierta propensión a marearse… y en la banca trasera, nos acomodábamos confortablemente la Paqui, mi hermano y yo. Entre los tres se taqueaban varias cobijas por si tuviésemos frío, un par de almohadas en caso de que nos fuéremos a dormir, una poma plástica con agua, una caja de galletas, una buena provisión de dulces y fruta para el camino y una excentricidad: un vaso plástico para que hiciéramos pipí en caso de requerirlo, pues a mi padre no le gustaba detenerse en la carretera una vez iniciado el recorrido.

La quinta de Miraflores tenía una casa grande y sólida de estilo neocolonial y se desarrollaba en una sola planta accesible desde un amplio jardín delantero. Luego de un portal de llegada la puerta principal se abría a un vestíbulo interior que vinculaba la sala situada a la izquierda con el comedor, la cocina y el cuarto de plancha a la derecha; al fondo del vestíbulo, un corto corredor que partía de ese espacio de llegada, conducía al baño y a tres habitaciones, una de mis padres, una de mi abuela y otra de nosotros los pequeños que servía también de cuarto de huéspedes. 

En la parte posterior, por el desnivel del terreno, la casa tenía abajo, otra planta con varias habitaciones menores cada una de las cuales habría su puerta al exterior; en dos de ellas se alojaban los empleados, Anselmo en la primera, Imelda y Maruja en la intermedia y la tercera, situada bajo la cocina, servía de despensa y bodega.

En el jardín delantero había una cabaña de madera que nos servía de cuarto de juegos, albergue de sueños y refugio. Un lugar idílico a donde convergían conversaciones y complicidades. Allí nos reuníamos con los primos cuando no visitaban y con los hijos de los amigos de nuestros padres que de vez en cuando caían por allí de visita.

En un costado de la quinta, hacia atrás, en una serie de habitaciones sucesivas se desarrollaba una casa que para nosotros era una suerte de castillo encantado; allí vivían tres señoras de la tercera edad parientes de mi abuelo, las hermanas Tinajero.

Las hermanas Tinajero eran tres: Rosa Clara, la mayor, a quien llamábamos Rosita, era una viuda adusta y autoritaria de cara regordeta que salía muy temprano a misa todas las mañanas, envuelta en un manta de lienzo de color negro que le cubría la cabeza y todo el cuerpo. Pensándolo bien ahora, tenía el aspecto de una de esas mujeres musulmanas que se ven en los reportajes y en los noticieros, supongo que su atuendo sería una reminiscencia de la colonia en la que las mujeres piadosas se vestían con esa prenda de origen moro o sefardí, ¿quién sabe?

A la segunda de las tres hermanas, todo el mundo la conocía como Polita, pero en realidad se llamaba Policarpa. Ella era todo lo opuesto a su hermana mayor: liberal, librepensadora, usaba pantalones de montar y botas, fumaba cigarrillos de envolver y parece que en su juventud manejaba varias haciendas, montaba a caballo y portaba un revólver al cinto. En aquellos años cuando íbamos a la quinta de Ambato, ella todavía sembraba papas en algún páramo cercano, pero luego tuvo graves problemas de salud (una mala caída de un caballo chúcaro, según nos contaba, le dejó con un problema irreversible en la columna vertebral), y tuvo que dejar muy a su pesar la chacarería, para trabajar en tareas de oficina, en una empresa de agroquímicos primero y en una fábrica de calzado de caucho, después.

La tercera, era tocaya de mi abuela, pero para diferenciarlas, todos le decíamos la Pina Tinajero. Esta dama era la menor de las hermanas, solterona y absolutamente dependiente de la férrea voluntad de la hermana mayor quién supongo, que sin haber podido jamás dominar, domar o doblegar a Policarpa, como sólo ella, llamaba a la Polita, hacía de las suyas en cuanto a ordenar, dirigir y manipular la vida y la voluntad de la hermana menor quien, más buena que el pan, hacía y pensaba lo que disponía su hermana.

Las tres hermanas Tinajero desde los tiempos de mi abuelo, tenían un acuerdo no contractual por el cual ellas vivían en la casa anexa sin pagar arriendo pero a su vez fungían de administradoras del predio con la ayuda de un jardinero, hermano mayor del Anselmo, que se llamaba Luis. Eran ellas quienes seleccionaban las flores para su envío semanal a Quito y con la ayuda de Luis llenaban los cajones en la temporada de fruta. Polita planificaba y dirigía siembras, cuidado, podas, riego y renovación de plantas y frutales. Rosita enviaba a Luis todas las semanas al cementerio, con flores para las tumbas del doctor Suárez y otras personas de la familia e instruía a la Pina de cuando debía ir a Ambato para realizar los pagos de luz, agua, teléfono y del agua de regadío claro.

Nosotros habíamos decidido que la Pina era casi de nuestra edad y la incluíamos en todo tipo de juegos y aventuras. Rosita disponía que ella no nos desamparara y la pobre se dedicaba a seguirnos por todas partes como acompañante sin voz ni voto, de interminables carreras de flores en la acequia y juegos de cowboys, soldados o exploradores en los misteriosos senderos y recovecos del jardín. En otras ocasiones la Pina era nuestra víctima de incansables concursos de preguntas y respuestas, a los que se sumaban sobre todo en la tarde, la Maruja y el Anselmo. Con todos ellos también jugábamos a las escondidas pero como en un territorio tan grande era prácticamente imposible dar con uno de nosotros cuando nos tocaba escondernos, pronto desarrollamos una variante que consistía en dejar pistas en los senderos y en los árboles hasta llegar a quien se había ocultado.

En la quinta recibíamos con frecuencia la vista de nuestros primos.

A veces venían de Riobamba el tío Carlos, la tía María Esther a quien todos llamábamos “negrita” y los primos Vásconez: María Susana, Carlos y Pasho.

En una ocasión ellos nos trajeron a regalar una oveja llamada Pacha, pero sólo se quedó con nosotros unos pocos días, pues al poco tiempo, mi abuela descubrió la enorme afición del animalito por los rosales y otras flores del jardín y que su inmaculado césped estaba lleno de bolitas negras, así que puso el grito en el cielo y mi padre tuvo que transar con su hermano para que recogiera a la borrega para llevarla a la hacienda de uno de los hermanos de la tía.

En otra ocasión nos visitaron en navidad. A mi primo Carlos y a mí nos habían comprado unos elegantes trajes de vaquero y mi hermano recibió un oso de peluche que estuvo entre nuestros juguetes varios años. Recuerdo que esa tarde corrimos hasta al agotamiento jugando a los cowboys, emulado a los héroes de las revistas de historietas: Roy Rogers, Gene Autry, Red Ryder, Hopalong Cassídy y al Llanero Solitario.

Los papás de la tía Maruja, esposa del tío Juan tenían también una linda casa en Ambato -a la entrada de Miraflores- y cuando estaban allí de vacaciones también no visitaban con frecuencia con mis primos Suárez: María Mercedes y Pablo. Posteriormente venían también con sus hermanos menores Maricarmen, Juan José y Lucho que nacieron varios años después.

En los últimos años antes de la muerte de mi madre, venía casi siempre a Ambato con nosotros, mi primo Juan José quién, a pesar de ser al menos siete u ocho años menor que yo, se integró a nuestros juegos y complicidades con fervor y entusiasmo.

Otras veces también nos visitaban los primos Correa: Enrique Alberto, Paquico, Pollo y Pepe, hijos de la tía Luchi, prima de mi madre o Vicente, hijo de su hermana Mary. En alguna ocasión hicimos con ellos un sobrevuelo por el jardín, usando un avión que solíamos construir con dos bancas atravesadas que hacían de fuselaje, la más larga, y de alas, la más corta. Uno de nuestros juego favoritos.

Durante las vacaciones largas mi padre no podía quedarse con nosotros todo el tiempo debido a su trabajo, así que a regresaba a Quito luego de dejarnos instalados en la quinta y volvía a Ambato los fines de semana. Para nosotros era un verdadero acontecimiento su llegada. Eso significaba que podíamos salir del territorio conocido para explorar otros ámbitos más amplios y atrayentes.

Papá nos llevaba al río Ambato, donde buscábamos las piedras más redondas, las más pulidas, las de colores más raros y aquellas con los veteados más diversos. 

Nos encantaban los trinos de los pájaros y nos enseñó a identificar el llamado de mirlos, gorriones, ricches y huiracchuros. 

Muchas veces en esos recorridos nos acompañaban el Anselmo y la Maruja y a veces mi madre y la Imelda. Mi abuela no era muy dada a las actividades al aire libre y prefería quedarse en casa a buen resguardo. 


Una ocasión papá compro seis parejas de jilgueros de Ibarra, las llevó a Ambato y las liberó a orillas del río. Decía que esas avecitas tenían un tipo de trino muy armonioso que hacía falta en su ciudad.

En otras ocasiones subíamos con papá al cerro Casigana, colina emblemática de Ambato, situada al sur de la ciudad. Sus faldas no quedaban lejos de la quinta de mis abuelos y nos era relativamente fácil atacar la pendiente. Sin embargo esa tarea era bastante fuerte cuando éramos pequeños; llegar a la cumbre era una verdadera hazaña, sobre todo porque se trata de una elevación muy seca, cuyos flancos están conformados por una arena fina y deleznable que dificultaba enormemente el avance de los caminantes, la arena se metía en las botas y debíamos detenernos a cada instante para vaciarlas y poder seguir el ascenso. 

Sin embargo la satisfacción de coronar la colina y disfrutar de la magnífica vista hacia todos los costados era un premio maravilloso y una grata satisfacción como la que deben sentir, supongo, los andinistas más avezados que derrotan las dificultades de volcanes y nevados. 


Otro recorrido infaltable cuando estábamos con papá en la quinta de Miraflores, consistía en visitar las numerosas plazas y mercados de Ambato los días lunes, en los que la ciudad concentraba la más grande feria de la sierra centro del país. El volumen de las actividades comerciales y la cantidad de productos que se compraban y vendían desde esa época en la ciudad, había dado lugar a una formidable especialización de las plazas y mercados. Sobre todo de aquellos que servían para el intercambio de productos agrícolas y de animales.

A diferencia de otros pueblos y capitales de provincia donde también existían concurridas ferias semanales; en Ambato era tan importante el volumen de las transacciones que las plazas de expendio habían debido especializarse. Existían tres plazas donde se ofrecían todo tipo de animales; una de ganado mayor: toros, vacas, bueyes, caballos, mulas y asnos; otra de animales intermedios: ovejas, chivos, cerdos y llamingos y una de animales menores: gallos y gallinas, patos, gansos, pollitos, conejos, cuyes, palomas y otros bichos comestibles y de compañía como perros y gatos.

A más de los surtidos mercados de frutas, verduras, hortalizas, granos, carnes, huevos, pescados y comidas que abastecían a los consumidores locales y de las plazas que albergaban el intercambio de esos mismos productos pero al mayoreo, en Ambato era sensacional poder visitar y observar las faenas de intercambio, carga y descarga de grandes costales con diversos productos agrícolas de la sierra; la ciudad contaba con una plaza destinada solo al comercio de papas; otra al de cebollas y ajos; otra solo de choclos y granos; otra de zanahorias, coles y hortalizas diversas; otra de granos secos (fréjol, lenteja, maíz, morocho, cebada, trigo, avena, quinua, etc.), amén de otras donde se podían encontrar muebles, frutas de todas las regiones del país, esteras, alfalfa, forraje… y quién sabe cuántas otras más.

Recorrer esos sitios era una experiencia inigualable para todos los sentidos y un sitio alucinante para dos niños de la capital poco acostumbrados a un contacto cercano con las actividades de la agricultura y la crianza de animales y sobre todo con el mundo campesino e indígena. La feria de Ambato era una vitrina viva de numerosas comunidades y culturas diversas: salasacas, chibuleos, pilahuines, puruhaes, picaihuas, quisapinchas, cachas, coltas… todos con sus atuendos, colores y símbolos…

Un recuerdo fantástico de nuestras vacaciones en Ambato hace relación a un hecho muy curioso: en aquella ciudad no existían los microbios.

Mis padres eran personas absolutamente escrupulosas respecto al tema del aseo, no tengo la menor idea de lo que haya podido influir en ellos, para haber llegado a ser así. Tal vez por habernos criado en la casa de nuestro abuelo el doctor Suárez, quien entre otras cosas, era médico higienista… allí las normas de limpieza, asepsia en cocina y baños y aseo personal eran estrictas, y debían cumplirse a rajatabla. 

Parece que mi abuelo personalmente revisaba que la servidumbre tuviese las uñas bien cortadas y limpias y las manos inmaculadas antes de preparar y servir los alimentos.

En los años en que nosotros vivimos entre esas paredes, allí se respetaban estrictamente los horarios de las comidas y no nos permitían sentarnos a la mesa sin habernos lavado previamente las manos con abundante agua y jabón.

Antes de comer frutas y verduras, éstas eran lavadas minuciosamente y desinfectadas en una dilución de  permanganato de potasio para garantizar el exterminio total de microbios, bacterias, coliformes  o amebas. El agua para la mesa se hervía previamente, lo mismo que la leche. Nos estaba absolutamente prohibido tomar agua directamente del grifo o beber leche cruda.

Mis padres no nos dejaban comer nada fuera de casa, en la calle, o expendido por vendedores ambulantes. En el centro de Quito era común ver vendedores de helados, espumilla, cosas finas, fritada, colaciones, mote, choclos, habas, chicharrones, huevos duros, moncaibas, aplanchados, queso fresco, roscones, melcochas y solo Dios sabe cuántas otras maravillas; pero nosotros obedientes, nos absteníamos de caer en la tentación de comprarlas y menos aun, de intentar llevar alguno de esos manjares a la boca.

Pero todo eso cambiaba cuando íbamos de vacaciones a Ambato. Parecía que -para nuestros padres- de esa ciudad habían sido desterrados los microbios.

La fruta la comíamos sin lavar trepados en los árboles y tomábamos agua directamente de la llave del jardín o de la manguera.

Una de las primeras cosas que hacíamos al llegar a Ambato era ir a comer al mercado central. Allí las vendedoras conocían a mi padre desde su época de estudiante del colegio Bolívar, le llamaban por su nombre y lo atendían a cuerpo de rey.

El reto gastronómico comenzaba por las deliciosas empanadas de morocho, pequeñas, crocantes, fresquecitas, chorreando aceite, pues nos las pasaban en un plato de hierro enlozado, directamente de una gran paila de bronce donde la manteca de chancho hervía a borbotones. Su relleno era simple y frugal, apenas un refrito de cebolla blanca con achiote… ¿los microbios? Todos muertos.

Luego venían los deliciosos sánduches de chorizo. Trozos fritos, calentitos, recién sacados de una paila de manteca burbujeante, semejante a la de las empanadas, servidos en el delicioso pan de Ambato, redondo, apenas crocante por fuera y con un migajón delicado que absorbía la grasa y los sabores de ese delicioso embutido tan típico de la ciudad… ¿los microbios? Ausentes.

En ese mismo puesto del mercado doña Obdulia nos preparaba en otras ocasiones un plato de llapingachos con huevo frito, chorizo y aguacate. A nuestros padres no les importaba que los platos de hierro enlozado estuviesen despostillados y que fuesen  enjuagadas, al igual que las cucharas con las que se comían esas delicias, en un balde de agua proveniente quién sabe de dónde, en la que nadaban los restos de otros comensales y fueran luego secados con un paño húmedo y grisáceo… ¿los microbios?..¿Qué microbios?... Aunque en este caso, la recomendación era no comer las lechugas picadas que nadaban en otro balde con agua y eran escurridas con las manos de la vendedora, antes de pasar a formar un nido vegetal sobre el que se presentaban los llapingachos.

Luego venía el turno de los jugos. Éstos eran servidos en grandes vasos de vidrio que se llenaban previamente con nieve raspada con un ingenioso aparatito de metal, de grandes bloques de hielo provenientes de los glaciares del Chimborazo o del Carihuairazo. El hielo descansaba en el piso, sobre una cama de la paja de páramo en la que había sido envuelto antes de su desplazamiento desde la montaña al mercado. Los jugos eran expuestos a la clientela en grandes bocales de vidrio, cada uno con un enorme cucharón de hierro enlozado. Se podía optar casi siempre por cinco variantes: naranjilla de un verde intenso, mora de un rojo sanguíneo brillante, limonada con trocitos de limón, una blanca horchata de arroz y come-bebe rosado-transparente que incluía trozos de piña, papaya, frutillas y plátanos… ¿los microbios?.. (En el Carihuairazo, murieron congelados y en las frutas de Ambato supongo que eran simplemente inexistentes).

Este asunto era rematado con un plato de buñuelos o de pristiños recién salidos de la paila de manteca hirviente. Igualmente crocantes y sabrosos. Servidos con miel de panela calentita. Inigualables. … ¿los microbios?..  ¡Cadáveres!     

Todas las tardes pasaba por la quinta de Ambato, un panadero albino al que llamaban “el suco”, portaba en su bicicleta dos enormes canastas y en la cabeza, sobre un rodete de tela, otra canasta plana, todas colmadas de deliciosos panes: tapados, rosas, atochas, molletes, mestizos, biscochos, rosquillas, palanquetas de agua, trenzas de dulce y de sal, empanadas… pan de maíz, de dulce, de yema, puerquitos, llamingos, muyuelos, paspas y de Pinllo. Todos estos productos eran cubiertos por un liencillo blanco para evitar que cayera sobre ellos, la tierra o el polvo que levantaban el viento, los vehículos y acémilas con los que el vendedor se topaba en el camino. A pesar de esa precaución, la venta y el manipuleo del pan se hacían con las mismas manos que manejaban los manubrios de su vehículo. Mugrosos billetes y monedas fraccionarias salían del bolsillo del suco con las mismas manos con las que nos proporcionaba el pan que comíamos a media tarde y en el desayuno, con nata y azúcar… ¿los microbios?..  ¡Bien, gracias!    

A veces en las tardes, salíamos al centro. Nuestros padres se topaban con amigos dando vueltas al Parque Montalvo. Allí estacionaba su rústico carrito de madera, pintado de blanco, Pedro, el heladero. Sus helados de naranjilla eran una verdadera delicia; cremosos, ligeros, dulces y fresquitos. ¿Con qué agua habrán sido hechos?... ¡Taita Dios averigua menos y perdona más!.. ¿Microbios en Ambato?..  En aquella ciudad no existían los microbios… Papá y mamá no llegaron a afirmarlo pero estoy seguro de que estaban convencidos que esos bichos no tenían cabida en su ciudad natal. Deben haber sido expulsados de allí con Adán y Eva, hace muchos, muchos años.

Mi madre murió en enero de 1965 y mi abuela decidió vender la quinta de Miraflores. Papá nos dejó mucho después, en mayo del 2000, el día en que cumplía ochenta años. Nos había pedido que depositáramos sus cenizas en el río Ambato y así lo hicimos. Esa mañana nos acompañaron un sol radiante, el revoloteo de mariposas de todos los colores y los trinos de mirlos, huiracchuros y otras aves; supongo que los descendientes de los jilgueros que soltó en las orillas del río varias décadas atrás. 

Escribo estos recuerdos para mis hijas Manon y Manuela y para mis sobrinos Gabriela y Andrés. Ellos no tuvieron oportunidad de disfrutar de la quinta de Miraflores pero espero que estas líneas les puedan dar una idea de lo mucho que significó para sus padres.