martes, 5 de julio de 2011

Ecuador 2 La casa de Agripina

En la calle Venezuela 1073 y Olmedo, a dos cuadras de la Plaza de la Independencia, en el Centro Histórico de Quito, se ubica la casa que perteneció a mis abuelos maternos.




“Esta casa fue vendida en 1925, por la familia Ponce Borja, al notable médico tungurahuense, Pablo Arturo Suárez Varela, quien se trasladó a ella con su esposa, Agripina Chacón Quirola y con sus dos hijos Juan y Manon. En esta casa fue su vivienda y su clínica privada, una de las pocas de Quito en esos años”… de esa forma, el historiador y genealogista Fernando Jurado Noboa comienza la descripción de la casa, en su documentada obra “Calles, casas y gente del Centro Histórico de Quito” (Tomo VI), editada por el FONSAL.

Yo no conocí a mi abuelo, él falleció muy joven, en 1945, dejando un gran legado como científico, médico, catedrático y tratadista…

Yo vine al mundo recién en 1951, pues mi madre, su hija, Manon Suárez Chacón, contrajo matrimonio con mi padre Mario Vásconez Sevilla en 1950, cinco años después de la muerte del doctor Suárez.

Por pedido de mi abuela y, supongo que también por una estrategia comprensible de recién casados, la joven pareja vivió muchos años en la casa de la Venezuela y Olmedo. 

Si bien mi hermano Jaime y yo nacimos en la clínica Ayora, nos criamos y vivimos toda la niñez y la juventud en esa casa.

Algo muy curioso fue que a la muerte de mi madre, quien también nos dejó muy joven, en 1965, cuando yo tenía catorce años y mi hermano ni siquiera doce, mi abuela pidió a mi padre, su yerno, que continuara viviendo en su casa, le convenció con el argumento de que ella no soportaría haber perdido a su hija, para luego perder a su hijo político y a sus nietos si nos íbamos a vivir en otro lado.

Mi padre volvió a contraer matrimonio muchos años después, cuando ya éramos estudiantes universitarios. Sin embargo nosotros decidimos seguir viviendo con la abuela; primero para no invadir el espacio de los recién casados y luego, para no abandonar a la abuelita “Pinita” -como le decíamos cariñosamente- quien había sido todos eso años como una madre para nosotros.  Mi hermano también se casó un tiempo después y yo seguí viviendo con ella incluso hasta cuando acabé mi carrera universitaria. Dejé a mi abuela y abandoné la casa cuando viajé a México para estudiar un posgrado. De allí regresé casado y con hija así que nunca más volvía a  vivir en la casa de la Venezuela.  

De nuestra vida en esa casa guardo gratos recuerdos e innumerables anécdotas de ingeniosos juegos, largas conversaciones, acaloradas discusiones, incontables travesuras y complicidades con mis primos Suárez y mis primos Correa, tanto de la época de niños cuanto en la adolescencia y juventud. 


La casa fue nuestro reducto y la “Pinita” nuestra protectora y compañera en casi todas esas vivencias; digo de casi todas, porque ella no fumaba ni bebía y tenía una cierta aversión al fútbol y otros juego de balón por el peligro que representaba para los floreros y otros objetos perecibles.  

En Agosto de 1986 escribí un artículo sobre la casa de mi abuela, que fue publicado en la revista TRAMA. En esa época ella tenía noventa años y se mudó a un departamento en el norte de Quito. Diez años después -a los tres días de haber cumplido cien años- volvió a mudarse, esta vez a alguna nube, para estar cerca del cielo pero también para poder seguir velando por nosotros.

Reproduzco ahora ese texto porque, como señalaba al final de ese artículo, sus recuerdos, así como los de todos quienes compartimos la vida en esa casa, difícilmente han podido mudarse hacia otro lado.

La casa de Agripina o el descalabro del funcionalismo

Mi único posible contacta con esta novedosa actividad llamada restauración arquitectónica, pudo haber estado relacionada con la puesta en valor de la vieja casa del centro de Quita en la que mi abuela vivió el setenta por ciento de sus bien llevados noventa años. Doña Argentina Oleas que solía visitar a mi abuela cuando yo era chico, decía que en esa casa el tiempo se habla detenido en 1930 cuando ella fue profesora de mi madre. Ningún mueble, ningún adorno, ningún cuadro, había cambiado de sitio en veinte años (y todo permaneció idéntico en los treinta que yo viví entre esas paredes). Como es natural, una casa en la que el tiempo jamás transcurrió, no requería restauración, así que más bien me dediqué a otra especialidad dentro del quehacer arquitectónico.

La casa de Agripina, así se llama mi abuela, no sólo mantuvo inalterada su estructura organizativa en más de medio siglo era además un buen ejemplo de esa perfecta simbiosis, tan sólo perceptible en el Centro, entre arquitectura y contexto urbano. 

La casa, esquinera, tenía un frente a la calle Venezuela y otro, escalonado, a la Olmedo (al tramo inicial de la “Cuesta del Suspiro”). 

 
Ninguno de nosotros despertaba cuando la robusta monjita encargada de las campanas en el hermosísimo convento del Carmen Bajo ejercitaba sus brazos a las cuatro y media, a las cinco, a las cinco y media y a las seis de la mañana; el armonioso golpear del bronce y su eco en las frías madrugadas de ese Quilo, formaban parte de la casa de Agripina

Aun el ahogado resuello de los viejos buses que, al curvar hacia la Plaza Grande, soltaban un quejido de metal y un suspiro de humo, pasaron a formar parte de la casa. Los angelitos con el poto al aire que decoraban el balcón de la esquina, observaron el “Centro” (con C mayúscula) de las señoras con traje sastre, guantes y cartera que, haciendo equilibrio sobre sus menudos zapatos hacían compras en los numerosos almacenes de los alrededores (en esa época no existían los “ceceís”, ni los “cecenús” ni los “multicentros”, ni los “bosques” de cemento); observaron el Centro del “pesetas” (el peluquero), del “delicias”’ (el voceador de diarios), del “mudito de la Royal” que cuidaba los pocos carros que se estacionaban frente a esa panadería, de los consultorios del doctor Bejarano, del doctor Cartagenova, del doctor “Barril Gallegos”; observaron el Centro del “cieguito de la lotería”, que también vendía “gillettes”, del “compadre zapatero” (la memoria urbana había olvidado, quién era el padrino y quién el ahijado), del Nicolás (el viejo albañil que ofrecía sus servicios para trabajos eventuales)... cuando el “Centro” era Quito y hasta los pobres tenían nombre o más bien, sobrenombre.


Los angelitos que permanecieron inmutables aun cuando una extraña disposición municipal cambió el color de sus posaderas de un cálido tono ocre a un pálido blanco hueso y el color de las ventanas que sostenían haciendo equilibrios indescriptibles, a un curioso azul añil, vieron desaparecer el “Centro”, que perdió su C, para convertirte en el “centro” en el que cientos de individuos anónimos hacen lo imposible para ganarse la vida. Venden delicias, gillettes, lotería o cualquier otra producto que pregonan con voz quebrada, como intentando competir con las campanas y los rugidos de buses y busetas. (La ciudad ya no era la misma. aunque en la casa de Agripina los relojes marcaran las horas pero no los días....)

En lo que va del siglo, en las construcciones de “prestigio” el adobe fue substituido por el hormigón, la madera por el aluminio, las tejas por las losas (igual a lo que me está pasando a mi en la cabeza) y el corredor con geranios por los conceptos funcionales de la arquitectura “moderna”. La casa de Agripina era tan funcional que habría sacudido el piso al más consumado defensor del funcionalismo; al recorrerla, habría sido imposible intentar alguna esquemática zonificación y el diagrama de relaciones funcionales que se hubiese intentado proponer (imposible de dibujar obviamente) habría sido tan enredado como ovillo de hilo en manos de gato chico. 

Todas las habitaciones se abrían a un amplio corredor y todas se comunicaban sucesivamente entre sí.  La mayor parte de las puertas permanecían siempre abiertas, tanto que el frío era un habitante permanente de la casa. 

Inmediatamente contiguo a la grada estaba el “cuarto de las muchachas”, luego el “gabinete” (no me pregunten el porqué de ese nombre, sólo se que era parte de la sala pero no era “la sala”), ésta venia a continuación. El "gabinete" también se conocía como "el cuarto del piano", pues en esa habitación reposaba una pianola, cuyos pedales solíamos aporrear enérgicamente, para que de esos extraordinario rollos de papel brotasen magníficas melodías de todo genero: operetas, boleros, pasillos y blues.


Los dos cuartos, el gabinete y la sala, se mantenían cerrados, tan sólo dejaban entrever su contenido (en medio de una misteriosa penumbra) cuando algún visitante, excepcional, suficientemente desconocido, motivaba un corretear general que terminaba por abrir las gruesas contraventanas de madera para recibir al personaje. (La sala se abría también en los días festivos pues la bandera tenía su sitio en el balcón de ese recinto y había que colocarla temprano y retirarla en la noche). 

Luego venia el corazón de la casa, el “cuarto de la esquina” (el del balcón con angelitos), llamado también el “cuarto grande”, pues verdaderamente era inmenso; en la noche era el dormitorio de mis padres, pero también era la verdadera sala de la casa, (los amigos, los parientes y las visitas de confianza eran recibidas en esa habitación), disponía de varias confortables sillones que servían para el efecto; allí mi abuela leía el periódico de cabo a rabo (costumbre que mantiene hasta la fecha) arrimando uno de esos grandes muebles a una contraventana que por años conservó el orificio de una bala alojada allí durante la Guerra de los Cuatro Días; mi madre cosía, nosotros jugábamos y, cuando el viejo radio cayó en desgracia ante el incontenible avance de la técnica,  en ese cuarto veíamos televisión.

El siguiente espacio era “el baño”. Cuando en segundo curso de Arquitectura tuve que hacer el levantamiento de la casa, Camilo Villamar que era mi profesor no pudo resistir la tentación de comentar que ese era un baño “verdaderamente napoleónico”, aclarando luego: ¡porque ahí cabrían fácilmente Napoleón, Josefina y el caballo!... Además de sus dimensiones imperiales (tenía como cinco metros de piso a techo), ese local era lleno de curiosidades: disponía de tres puertas, o más bien de tres accesos pues en realidad eran puertas de doble hoja, que le comunicaban con el corredor, con el “cuarto de la esquina” y con el dormitorio de Agripina. Esta particularidad hacia que el concepto de “privacidad” se encontrase perfectamente alterado en ese espacio. Tan sólo las visitas poco conocedoras (si por azar necesitaban ir al baño) intentaban cerrar las rebeldes y numerosas puertas. Los demás, jamás habíamos adquirido esa costumbre. Había ciertas reglas respetadas, mi padre no entraba ahí cuando se duchaba su suegra y ésta, como es natural, devolvía la gentileza. “El baño” era casi un sitio de paso y su amplitud permitía que fuera un lugar adicional de juego.

Cuando los primos nos reuntamos en la casa de Agripina, era frecuente que si uno requería ir al baño, invitase al resto a continuar las amenas charlas o discusiones, sentados en la tina frente a aquel que habla propuesto el cambio de local. En otras ocasiones, una breve excusa permitía el paso, tácitamente consentido, de cualquier persona que, en busca de los periódicos o de cualquier otro objeto, entraba “al baño” sin que tuviese ninguna importancia la pieza sanitaria utilizada en ese instante o el número de prendas de vestir que el usuario tuviese sobre los hombros. El falso pudor jamás tuvo allí posibilidad de desarrollarse. 

Entre los dos otros dormitorios que venían a continuación, el de Agripina y otro que por mucho tiempo fue cuarto de huéspedes hasta que decidí apropiármelo, se hallaba otro singular recinto dotado de un fantástico mueble empotrado lleno de cajones y secretos. Esta habitación servía de cuarto de plancha y de zurcido, ahí estaban además, el armario de las sábanas, el armarito de las herramientas, el cajón de la ropa sucia, el sitio de las escobas, el baúl de los manteles, la repisa de las maletas, la caja de la absorbedora y el alma de nosotros -los pequeños-, pues acogía en sus innumerables estantes los juguetes adquiridos por sonrisas propias o aquellos que nos habían llegado par herencia (pues también los .juguetes sobrevivían al paso del tiempo en la casa de Agripina).

 










Al final del corredor, luego de las puertas de todas estas habitaciones, la peculiar estatua de un mosquetero con una mano en la cadera, en ridícula pose de baile, sostenía con la otra, a guisa de candil, una espantosa bombilla eléctrica que iluminaba la esquina que uno debía doblar para dirigirse “al comedor’. (Supongo que este sujeto, bautizado por algún primo astucioso como “el monigote”, debía resultar tan inverosímil ante los ojos de cualquier visitante, como el aterrador cuarto de baño. Para nosotros era una de las tantas cotidianidades de la casa). 

“El comedor” era el único local que abría sus ventanas al patio central, aunque disponía además de una abertura más pequeña que dejaba pesar, con horarios rigurosos, cafeteras, fuentes y soperas desde la cocina. Ésta, carecía de ventanas, se iluminaba por medio de grandes claraboyas y se ventilaba a través de unos ingeniosos tubos de metal que se ensanchaban, ya en la terraza, como bocas colosales. (En años posteriores estos adminículos fueron copiados por los músicos de la última fila de la Banda Municipal y por los diseñadores del Centro Pompidou).

Esta cocina no se parecía bajo ningún punto de vista, a los pequeños recintos bordeados de mesones y armaritos de las viviendas contemporáneas. Tan sólo el gigantesco escurridor de piso, capaz de alojar dos vajillas enteras y todos los trastos de cocina de un almuerzo de domingo con familia ampliada coparía el área total de una cocina de cualquier departamento actual; y algo semejante habría acontecida con cualquiera de los otros objetos que conformaban el peculiar mobiliario de este local, el inmenso fregadero, la cocina de leña, la cocina eléctrica, los tanques de agua caliente, la mesa de amasar, la mesita de la balanza, la mesa de arreglar los floreros, aquella para arreglar las fuentes, la de picar, rebanar y cortar… y la del molino. Estaban además los armarios, dos nevaras y una colección de extraños muebles que almacenaban toda clase de cacharros y comestibles. Ningún objeto se parecía al otro, pero el delicado aroma que brotaba como por arte de magia de peroles y sartenes, los envolvía a todas, concediéndoles la “unidad” que a simple vista parecían no tener.

A un costado de “la cocina”, una tortuosa grada de madera comunicaba con “la terraza”, inmenso patio de juegos encerrado en los tejados del viejo Quito. 

Ahí, entre docenas de tiestos de geranios, de extrañas variedades y colores que mi padre obtuvo por hibridación, estaba la biblioteca que fuera de mi abuelo. En ese ambiente, aprendimos a soñar con Verne y Salgari y con otros autores en años posteriores.

Mi abuela se mudó de su casa hace un par de años. He intentado realizar esta restauración arquitectónica para ella, pues estoy seguro que sus recuerdos, al igual que los de todos los que compartimos la vida en esa casa, difícilmente podrán mudarse hacia otro lado.

3 comentarios:

  1. Querido Mario,

    El recuerdo de nuestra amistad de la infancia está marcado por la memoria de esa casa y de tu familia. Tengo presentes todos los detalles que relatas y los guardo con un cariño muy especial.

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  2. Marito,
    qué lindo relato y qué lindo conocer un poquito más de ustedes y de su infancia. Uno se lo va imaginando todo, y seguro fueron tiempos innolvidables
    Un abrazo grande
    Belén

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  3. Querido Marito,

    Tu relato me transportó -con una mezcla de nostalgia y sonrisas- a momentos inolvidables de mi infancia y juventud, especialmente a los domingos en la casa de la Pinita, en los cuales gozábamos de las golosinas de la abuela y los helados de la Imelda.

    Cómo no recordar la terraza de la casa donde conocí al triciclo más hermoso de mi vida y al "jeep" de pedales que ustedes generosamente compartían con los primos.

    Cómo olvidar las conversaciones multitudinarias en la inmensa cama de tus padres mientras veíamos absortos "Ronda Deportiva" o las charlas colectivas en el enorme baño de la casa, mientras uno de nosotros se pesaba en la balanza junto a la ventana y otro exponía sus argumentos sentado en el trono.

    Cómo no recordar que en las alfombras floreadas de la Pinita aprendí a jugar "fútbol de bolas", con arcos construidos con las cajas de chocolates de cereza, admirando tu puntería con el audaz delantero "Pepe Botellas" o el aguerrido defensor "Arturo, huevo duro" (sin alusiones personales).

    Tu texto y las fotos me llevan nuevamente a agradecer la infancia que nos tocó vivir, una infancia llena de alegrías, de afectos, de amor infinito. Gracias por compartir un pedazo hermoso de tu vida, un pedazo que también -en gran medida- es nuestro.

    Un abrazo,

    El primo Lucho (el más pequeño de la gallada)

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