Regresé a Marruecos en septiembre de 2004, exactamente nuevos años después de mi primera visita. En esta ocasión fui con mi esposa para visitar varios lugares que no pudimos conocer en nuestro primer viaje. Para el efecto tomamos un paquete turístico que incluía entre otras cosas, una visita completa a la hermosa ciudad de Marrakech y a sus atractivos patrimoniales.
Marrakech, conocida como “La Ciudad Roja” es una de las ciudades más importantes de Marruecos. Junto a Rabat, Rabat y Meknés es una de las cuatro ciudades imperiales y alberga numerosos monumentos que la convierten en un importante destino turístico.
En Marruecos, en los últimos años, se ha promovido mucho el alojamiento en casas rehabilitadas que se conocen como “riads”. Nosotros teníamos la opción de alojarnos en un hotel convencional, pero acordamos con la empresa que nos proporcionaba el servicio, que nos buscara alojamiento en uno de estas viviendas renovadas.
El nombre “riad o ryhad” era la manera como se conocía a las casas tradicionales de las medinas (los antiguos centros urbanos marroquíes). Estas viviendas, casi siempre de dos plantas, ciegas o cerradas hacia el exterior (a excepción de muy pequeñas ventanas en las habitaciones de las plantas altas) se estructuran interiormente alrededor de un patio central, lleno de plantas y con una fuente de agua en un lugar preponderante; de ahí su nombre de “riyad” (jardín en árabe) de la que deriva su denominación actual.


La edificación, restaurada y decorada con muy buen gusto, dispone de una sala de estar bellamente decorada en una de las habitaciones de la planta baja y otra informal, en el patio. Allí se sirve el desayuno en las mañanas y uno puede disfrutar de un té o cualquier otra bebida durante el día.
Al salir del “Riad” y luego de recorrer un complicado laberinto de pasajes y callejas siempre llenas de gente y de comercios de todo tipo, se llega en al famosa plaza “Djamaa el Fna”. La sensación es parecida a la que se puede tener al recorrer una red de riachuelos con muchas atractivas vistas en las orillas y desembocar de repente en un gran lago.

En la plaza se citan malabaristas, acróbatas, cuenteros, músicos, bailarines, saltimbanquis, prestidigitadores, faquires, encantadores de serpientes y proveedores de todo tipo de servicios. Es común encontrarse con los coloridos aguateros que, con sus zurrones de piel, ofrecen agua a todo caminante sediento a cambio de unas monedas.
En este gigantesco espacio hay un orden planificado por la costumbre, es como una gran ciudad con calles y manzanas; todos los comerciantes se ubican en éstas últimas y dejan pasos confortables, respetados para la circulación de clientes y turistas. En espacios, especializados se ubican comerciantes ambulantes de todo tipo: vendedores de artículos usados, desde zapatos hasta cacharros de cocina, pasando por lavabos viejos y dentaduras postizas de segundo uso. En esta maraña de puestos de venta, se puede uno topar con mujeres que decoran las manos y los pies de sus clientes con ese tinte natural llamado “henna” a la usanza berebere; sastres que con sus máquinas de pedal reparan vestidos o cosen botones, zapateros que dejan como nuevas, viejas babuchas o zapatos descocidos, peluqueros que recortan pelos y barbas con gran destreza e improvisados odontólogos que con grandes pinzas y sin anestesia extraen piezas dentales a precio módico.
Al anochecer la plaza se llena de puestos de alimentos preparados, desaparece el mercado y el enorme espacio se convierte en un patio de comidas al aire libre, en un gigantesco restaurante popular. Los puestos son numerosos y la oferta, abundante y variada. Casi todos tienen un lugar de preparación y un espacio más amplio para comedor, provisto de mesas y bancas de uso colectivo.

Como soy muy dado a probar las comidas más raras en todos los países que visito, no pude resistir la tentación de probar allí una maravillosa sopa de caracoles que burbujeaba, emanando un aroma de ensueño, en una olla enorme en uno de los puestos de comida de la plaza. Sobre los moluscos cocidos que se sirven en un bol de cerámica, vierten un caldo ligero muy caliente, hecho con diversas especies (menta, anís, tomillo, té verde, cáscaras de naranja, canela en rama, laurel y jengibre) que se juntan en una sensacional amalgama de sabores. Se va tomando el líquido con cuchara y se come los “scargots” con ayuda de un pequeño pincho. ¡Delicioso!
Tanto en el día como en al noche, la multitud, el ambiente, los espectáculos, el colorido de todos los productos, los atrayentes aromas de las comidas hacen de la visita a “Djamaa el Fna” algo verdaderamente inolvidable.
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