jueves, 14 de abril de 2011

Austria 1: Orejas de elefante y chinos en Viena


En abril de 1997 estuve en Viena en un seminario organizado por el Secretariado Internacional del Agua conjuntamente con Voluntarios de Naciones Unidas. El SIA coordinaba el Grupo de trabajo “Gestión Comunitaria del Agua y Relaciones con la Sociedad Civil” y ese seminario fue una actividad preparatoria del 4to. Foro Global del Agua que estaba organizando el Consejo de Concertación sobre Agua Potable y Saneamiento (WSSCC) ese mismo año en Manila, Filipinas.

Raymond Jost organizó dos días antes del seminario una sesión formal del Consejo de Administración del SIA. En esa reunión, a más de Raymond estuvieron presentes: Ibrahima Cheikh Diong, de Senegal; Hilda L. Kiwasila, de Tanzania; Lilia Ramos de Filipinas,  Bunker Roy de la India, S.M.A. Rashid de Bangladesh, Denise Beaulieu de Canadá, yo que venía del Ecuador y algunos otros colegas que no recuerdo. 

Raymond había invitado también a nuestro común amigo Carlos Guerrero, para ver la posibilidad de que nos ayude a formular algunos proyectos con miras a lograr apoyo financiero para las actividades del SIA y del Grupo de Trabajo.


Estábamos alojados en un pequeño hotel en las afueras de Viena, así que una vez concluida nuestra reunión y antes de que se inicie el seminario, decidimos ir una tarde a Viena para poder conocer algo de su centro histórico.

Tomamos pues un tren en la estación del pueblito más cercano y nos trasladamos a  la ciudad.

Viena está situada a orillas del Danubio, en las estribaciones de los Alpes y es una de las capitales europeas con mayor historia y personalidad; su centro Histórico fue declarado “Patrimonio de la Humanidad” por la UNESCO en razón de su unidad y la calidad de su patrimonio edificado.

El centro de Viena  acumula una rica herencia escultórica, arquitectónica y urbana desde la edad media, el período barroco y la época conocida como Gründerzeit (que corresponde al apogeo de la economía liberal-burguesa del siglo XIX), épocas claves que marcaron el desarrollo de la urbe y que estuvieron marcados a su vez por el desarrollo económico, político y cultural de la sociedad local.

Estuvimos fascinados por poder conocer algo de la herencia arquitectónica de la ciudad como la Academia de Bellas Artes, el Teatro Imperial, la Iglesia de San Carlos Borromeo, obra maestra de la arquitectura barroca, la Ópera, la Catedral de San Esteban, los famosos cafés vieneses y todas las pequeñas calles adoquinadas y bien mantenidas de ese formidable centro histórico.

Actualmente Viena posee un sitial privilegiado en la lista de ciudades del mundo con la mejor “calidad de vida”; básicamente, debido a su orden, limpieza, seguridad, a la alta eficiencia de los servicios públicos, a la calidad de sus áreas verdes y espacios públicos y a la variedad de opciones educativas, culturales y de entretenimiento. Desde el siglo XVI Viena ha sido mundialmente calificada como la “capital musical de Europa”.

Tuvimos la oportunidad de darnos una vuelta por el conjunto “Hundertwasserhaus” que muestra la original arquitectura vanguardista del controversial arquitecto austríaco Friedensreich Hundertwasser caracterizado por el uso de mosaicos y cerámica de colores en pisos y fachadas, ruptura de la ortogonalidad y de las esquinas, e incorporación de vegetación a plazas, balcones y cubiertas...
Ya en la tarde nos recogimos en las pequeñas calles llenas de las tabernas típicas vienesas en las inmediaciones de la plaza de San Esteban. 

Allí tomamos unas deliciosas cervezas y pedimos unos platos por demás sugestivos: grandes pedazos de carne apanada -de tamaño colosal- conocidos como “orejas de elefante”. Este plato es hecho con lomo de ternera machacado y aplanado hasta dejarlo totalmente plano, luego es pasado en harina, huevo batido con sal y especies y finalmente por ralladura de pan tostado. El tamaño de estas carnes es gigantesco, de casi cuarenta centímetros de diámetro. Se las fríe en mantequilla y luego, antes de servirlas, se las recalienta en el suelo de un horno de leña, donde toman el color de la ceniza y adquieren un tono gris azulado. De su tamaño y de este color proviene el nombre de “orejas de elefante”.   

Se sirve con papas fritas, ensalada y una salsa de rábano picante, típica de la comida de Europa del este, que se la prepara con crema de leche, mostaza fuerte tipo “Dijon”, sal, especies, jugo de limón y rábano picante finamente rallado. Es parecido al “wasabi” japonés, pues no pica en la boca o en la garganta, como el ají o el chile mexicano, sino en el fondo de la nariz. La sensación es escalofriante al principio pero va muy bien con las “orejas” y las papas fritas.

Luego de tan opípara comida, ya en la noche,  nos dirigimos a la estación donde debíamos tomar el tren para el pueblito donde estaba nuestro hotel... Para nuestra sorpresa, ya no había atención del personal en las ventanillas de venta de tickets. A esa hora operaban sólo las máquinas expendedoras automáticas.

Tratamos de entender su funcionamiento pero todas las instrucciones y los nombres de botones y ventanitas, estaban marcadas sólo en alemán.

Tratamos de entender o descifrar aquellas indicaciones paro todo esfuerzo fue vano. Ni siquiera adivinando logramos que nos cobrase y menos aun que arrojara los tan ansiados tickets.

Entre todos los presentes creo que hablábamos más de una docena de idiomas: inglés, francés, español, catalán, italiano, portugués, bengalí, hindi, kikuyo, tagalo, suajili, wolof y hasta chino… pero nadie hablaba o entendía alemán.

Estábamos comenzando a desesperarnos pues sabíamos que a las diez de la noche pasaba el último tren para nuestro destino y no habíamos logrado desentrañar los misterios del idioma y tampoco la lógica de esa bendita máquina.

En eso estábamos... cuando se presentó en la estación una pareja de chinos -marido y mujer supongo- viejos, menuditos y apergaminados. Sacaron unas monedas, las colocaron en una determinada ranura de la máquina, oprimieron dos o tres botones y el armatoste aquel, escupió con un zumbido dos tickets de tren.

Nuestro amigo senegalés Ibrahima Cheikh Diong que había estudiado en China y hablaba, escribía y leía fluidamente el chino-mandarín, se abalanzó hacia la pareja... hizo, como se acostumbra en esos países, una serie de atentas reverencias y comenzó a preguntarles -en chino, claro- el procedimiento para hacer operar la famosa máquina expendedora de tiquetes.

Al principio los chinos se asustaron y se alejaron con cautela… ante la insistencia de nuestro amigo, se estableció una discusión casi a gritos… nosotros por supuesto no entendíamos nada y estábamos cada vez más preocupados pues veíamos que la hora del último tren se acercaba y no lográbamos ningún avance en ese dialogo estridente e interminable con los chinos.

Luego vimos que la pareja se enervaba e Ibrahima, aún más… por fin, con alivio vimos que el viejo acompañaba al gigante hacia la máquina y le mostraba sus secretos. Iibrahima pidió las monedas de todo el mundo, cuando el tren llegaba ya a la estación y, una a uno, fue sacando los tickets para todos. Logramos, apenas a tiempo, sacar el último y subir apresuradamente al tren.

Ya tranquilos cuando comenzamos a movernos, le preguntamos qué había acontecido y el por qué de su discusión.

La explicación que nos dio a regañadientes no dejó de causarnos gran hilaridad -a él, no tanto, pues seguía furioso-.

Cuado él pidió que le explicaran el funcionamiento del aparato, al principio parecían no entenderle… ante su insistencia, le respondieron que si le comprendían; pero cuándo volvió a pedirles que le expliquen ellos se negaron a hacerlo, en tanto él no les contase primero, cómo era que sabia hablar su idioma…. para ellos, era imposible que un negro hablase chino…  y menos aun un negro en Austria…Por eso las furias de nuestro amigo y la agria discusión.

Los viejitos sólo accedieron a mostrarle los misterios de la tecnología y los secretos de la lengua alemana, cuando él les relató que había vivido en Beijing casi diez años…que se graduó en ingeniería y que luego hizo un doctorado gracias a una beca que el gobierno chino ofrecía a jóvenes estudiantes africanos.

Para nosotros esa beca fue una bendición, pues gracias a ella pudimos tomar el tren y llegar al abrigo de nuestro hotelito en las afuera de Viena.

Para Ibrahima, lo fue más; pues un ingeniero con doctorado, que hablaba inglés, francés, mandarín y cinco lenguas africanas, no podía pasar desapercibido y muy poco tiempo después fue contratado por Naciones Unidas o por el Banco Mundial -no se por cuál de los dos-, pero ahora vive en Nueva York y se ocupa de complicados proyectos de desarrollo en Asia y África. 




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