Como ya he relatado estuve en Polonia entre el 16 y el 21 de mayo de
1993 para asistir a un Seminario Internacional titulado “El agua y la sociedad
civil” que organizamos en Varsovia con mis colegas del Secretariado
Internacional del Agua – SIA.
Ese evento se desarrolló desde
el lunes 17 hasta el miércoles 19 al medio día. Mi vuelo de regreso era el
viernes 21 en la tarde, así que aproveché que tenía libre la tarde del
miércoles y el jueves 18 para conocer Cracovia y una vez allí, visitar el campo
de concentración de Auschwitz.
Auschwitz fue un tenebroso complejo, mezcla de campo de concentración,
centro de “experimentación médica” y
lugar de exterminio masivo de prisioneros durante el régimen nazi luego de la
invasión de Polonia en la Segunda Guerra Mundial.
Auschwitz está situado a 43 km de Cracovia; se calcula que allí fueron
asesinados entre 1,5 millones y 2,5 millones de personas, la gran mayoría de
ellas judías, además de otros prisioneros de guerra. En sus instalaciones, otro
medio millón de personas perecieron por
enfermedades, por las infrahumanas condiciones sanitarias y por hambre.
En el museo que se ha adecuado actualmente en las barracas de los
prisioneros y en otras instalaciones de este inaudito lugar, existen áreas de
exhibición especializadas donde el visitante puede constatar con horror las
evidencias de este genocidio abominable.
La visita es tan impactante que yo no puede concluirla.
Como ya relaté, a mitad del recorrido por celdas, cámaras de gas,
hornos de cremación, barracones dormitorio y galpones de exhibición de tenebrosos
recuerdos del holocausto, espiritualmente golpeado por la sensación de caminar
en medio de tantas y tantas víctimas, de tanto sufrimiento, de tanta angustia,
de tanto dolor, de tanto odio, de tanto rencor, de tanto miedo, de tanto
terror, de gritos y miradas desgarradas y desgarradores, de violaciones, de separaciones
forzadas, de tantos asesinatos, de muertes violentas, de sadismo, de miseria
humana, de impotencia, de crueldad…, simplemente me enfermé.
No podía dar un paso más, me daba vuelta el estómago y me sentía
mareado. Tenía arcadas reiteradas, aunque no llegué a vomitar…
Nunca me había sentido tan apesadumbrado, golpeado y abatido…
Regresé a Quito y el impactó de esa escalofriante visita seguía
acompañándome día tras día. No era solo un problema de sensaciones,
percepciones o recuerdos. Tampoco de un malestar sicológico como consecuencia
del contacto con tantos estímulos aterradores. Sentía algo en mi interior, algo
raro, como un pesar desconocido.
Con el pasar de los días y haciendo uso de una gran dosis de fuerza de
voluntad traté de ir poniendo distancia con esos recuerdos y traté a la vez de
desembarazarme del impacto de esa visita en mi “yo” más sensible… Pero no
siempre lo lograba… a veces me descubría, con la mirada perdida y con una
especie de profunda tristeza inexplicable…
En la ofician estaba acabando el informe de algún trabajo que debía
entregar a fines de junio pero no lograba concentrarme en las tareas que me
proponía cumplir y que programaba y reprogramaba un día tras de otro. Si debía
leer algo, simplemente no podía hacerlo, si debía escribir o redactar algo,
tampoco… Leía un párrafo y al llegar al siguiente, no tenía la menor idea del
contenido del precedente. Trataba de escribir y no me salían las palabras, ni
lograba hilvanar las frases con coherencia… Me quedaba mirando la pantalla del
computador con una extraña sensación de vacío.
No tengo mucha claridad respecto a las fechas de lo que voy a relatar
pero viví todo este proceso de malestar constante entre el 22 de mayo de 1993,
fecha en la que regresé a Quito desde Varsovia y el 31 de julio de ese año,
fecha en la que volví a salir de Quito hacia París, para reunirme con mi
familia pues desde hace varios meses atrás, habíamos planeado darnos una
escapadita a tierras galas para visitar a la familia de mi mujer. Yo iba a
realizar ese viaje aprovechando que iba a asistir al “Segundo Foro Global del
Agua” que el Consejo de Concertación sobre Agua y Saneamiento iba a realizar en
Marruecos.
Mi familia salió de viaje con anticipación, yo tenía un pasaje unos
tantos días después, así que me concentré en tratar de acabar el informe que me
atormentaba.
Un sábado fui a la oficina para tratar de trabajar pero, hasta el medio
día, no había logrado escribir ni media página. Decidí que debía descansar el
fin de semana sin atormentarme y ver que podría hacer el lunes siguiente. Salí
de la oficina, subí a mi carro y tomé la ruta que normalmente uso para
dirigirme a mi casa.
¡Oh sorpresa!, luego de varios minutos de rodar en el vehículo, me di
cuenta que en vez de tomar la ruta que me habría conducido al norte de la
ciudad, había tomado otra opción que me estaba encaminando al Centro Histórico
de Quito… Al darme cuenta de mi error pensé en buscar alguna vía para abandonar
esa ruta y poder dirigirme hacia la casa. Sin embargo como ya estaba cerca del
“Centro”, se me ocurrió que podría provechar la ocasión para echarle un vistazo
a las obras de remodelación de la plaza de Santo Domingo, un proyecto de mi
amigo Hernán Burbano, que estaban ejecutando el Municipio.
Me enrumbé entonces por la calle Guayaquil hacia aquella plaza, llegué
hasta allí y estacioné el auto para darme una vuelta por las obras aun no
concluidas.
A partir de ese momento comenzaron a desencadenarse una serie de
acontecimientos muy particulares.
Había apenas comenzado el recorrido por la plaza cuando se me acercó un
guardia para informarme que no podía dejar mi carro en aquel sitio y me dio
instrucciones para retirarlo de inmediato y dejarlo en una calle pequeña más
distante. Al subir al vehículo pensé en abandonar la visita y enrumbarme para
mi casa. Sin embargo algo misterioso me hizo cambiar de idea. Llegué a la calle
de la Ronda y aun cuando el único sitio de parqueo disponible estaba frente a
una cantina de mala muerte donde un grupo de borrachitos alborotaba
disputándose una botella de aguardiente barato, sentados en la vereda, hice las
maniobras necesarias, estacioné y dejé allí el carro.
Llegué a la plaza, la recorrí, verifiqué los detalles de diseño y los
materiales que Hernán había previsto para esa obra y que me los había relatado
algunos días atrás; pensé retirarme en busca de mi vehículo una vez cumplido mi
cometido. Comencé a desplazarme hacia el
sitio donde lo había dejado pero, al fondo de la plaza, observé el arco del
convento de Santo Domingo que permite la conexión de la plaza con la calle
Rocafuerte, eje del tradicional barrio conocido como la “Loma Grande”.
Este viejo vecindario del Centro
Histórico de Quito, se estructura con casonas de dos pisos a un lado y otro de
aquella calle que corre de este a oeste en la cima de una colina y pequeños
pasajes o callejas perpendiculares cada cierto trecho, a manera de una espina
de pescada, que dan acceso a casas semejantes también de una o dos plantas. La
calle Rocafuerte se inicia en el Arco que había atraído mi atención y termina
luego de de ocho o diez cuadras en un cul-de-sac (como el urbanismo francés
denominó a estas calles sin salida que sólo permiten el retorno de los
vehículos merced a un ensanchamiento redondeado de su geometría). La sabiduría popular del viejo Quito bautizó a
esta larga vía con el redondel sin salida en su extremo oriental como la “Mama
Cuchara”, en alusión a esas enormes cucharas de madera que servían para mover
la sopa en las colosales ollas usadas en internados, cuarteles, conventos y
casas de familia con diez hijos, tías solteronas, ahijados recogidos, abuelitos
sin dientes y numerosa servidumbre.
Hasta ahora ese apelativo es usual y cotidiano, casi nadie se acuerda
del nombre de Vicente Rocafuerte que consta en la señalización municipal en ese
barrio. Vecinos, taxistas y habitantes del Centro de Quito conocen y se refieren
a esa vía como la “Mama Cuchara”.
Crucé el arco y comencé a caminar por esa singular vía. Casi de
inmediato algo raro comenzó a sucederme de forma inexplicable. Sentía como un
recuerdo borroso que pugnaba por aflorar sin conseguirlo; como la sensación que
uno tiene cuando trata de recordar un nombre sin lograrlo, salvo que yo no
tenía idea de qué debía tratar de recordar…
A los diez o doce metros luego de haber atravesado el arco, algo se
estructuró en mi mente aunque todavía de manera imprecisa, brumosa.
Cinco o seis años atrás, mi amigo Mario Solís me había hablado de una
“vidente” y “sanadora” que él había conocido en alguna circunstancia cuyos
detalles no recordé en esa oportunidad y tampoco ahora. Mientras caminaba saltó
a mi cabeza lo que Mario me había comentado sobre esa mujer y, sobre todo,
sobre el hecho de que moraba en ese barrio. Incluso me dio algunas indicaciones
para llegar a la casa donde vivía y atendía.
Sentí la necesidad de encontrarla y visitarla. ¿Para qué?, o ¿porqué?,
no lo sabía; pero desde lo más profundo de mi interior, algo me decía que debía
buscarla en las inmediaciones de la “Mama Cuchara”.
No había caminando ni siquiera media cuadra cuando su nombre se
materializó nítidamente en mi cerebro. La persona que buscaba sin razón
aparente, se llamaba Custodia Castro. Cuando recordé el nombre, la historia de
Mario se hizo más precisa; recordé que
me había comentado que esta persona tenía cualidades paranormales.
Parece que desde pequeña doña Custodia podía ver el aura de las personas, leer en ella si pensaban de forma positiva, si actuaban con sinceridad, con sentimientos nobles, con bondad, con altruismo o si por lo contrario pensaban de forma negativa, trataban de aprovecharse de ella, si tenían malas intenciones, o actuaban con bajeza…
Parece que desde pequeña doña Custodia podía ver el aura de las personas, leer en ella si pensaban de forma positiva, si actuaban con sinceridad, con sentimientos nobles, con bondad, con altruismo o si por lo contrario pensaban de forma negativa, trataban de aprovecharse de ella, si tenían malas intenciones, o actuaban con bajeza…
Según contó Mario, doña Custodia siempre fue así; podía saber qué tan
sinceros eran sus padres al pedirle, ordenarle o proponerle, algo; podía saber
si sus profesores eran generosos o mezquinos, podía saber si sus amigas le
mentían o trataban de encañarla… en fin…parece que tenía cualidades que suenan
extraordinarias pero que la hacían sufrir mucho pues podía interpretar con
claridad las actitudes de los demás, lo cual no siempre era fácil para ella ni
para relacionarse con otras personas.
Según me relató ella misma, pronto aprendió a jugar con el aura o la
energía de las personas… en la iglesia o en la escuela, podía subir la energía
del cura o de la maestra, con la mente y la mirada… un sermón adormecedor o una
clase aburrida podía pasar a una prédica elocuente y apasionada o una
disertación maravillosa sobre héroes y batallas…
Así aprendió también a ayudar a los demás y a curar… pero también a
generar sueño y a bajarle las revoluciones a su padre cuando se indignaba, a un
vendedor abusivo, a sus hermanos cuando la molestaban. También a vengarse; pero
pronto comprendió que sus cualidades debía usarlas sólo para “el bien” y no
para “el mal” como ella mismo me dijo.
Parece que sus padres y maestros al darse cuenta que la niña tenía este
tipo de “poderes” se asustaron mucho. Ella sabía cuando le mentían, cuando
detrás de sus palabras había una segunda intención, cuando trataban de engañarla…
Los adultos comenzaron a reprimirle, la encerraban, la pegaba, la reprendían
para que “olvide” esas cualidades que no podían comprender ni explicar…
Según parece se encerró en sí misma, casi no salía, no tenía amigas… y
si bien siguió viendo e interpretando la energía de las personas, dejó de
mostrarles que ella lo hacía… simplemente se refugió en una muralla de
aparente indiferencia ante todas las cosas y ante toda la gente. Sus ojos
dejaron de ser expresivos y los gestos de su cara y el resto del cuerpo se
camuflaron en una especie de careta aparentemente incapaz de mostrar asombro,
sorpresa, felicidad, miedo, complicidad, ternura o furor.
Cuando ya estaba saliendo de la adolescencia, un joven galán se le
cruzó en el camino, le habló de amor y le prometió las estrellas. Ella sabía
que mentía; pero alentó los embistes de verbo fácil y poco sinceros del
enamorado, pues pensó así podría librase de las rigurosas restricciones de la casa paterna y comenzar a
disfrutar de sueños e ilusiones que le cortaron tempranamente en la niñez y en
los primeros años de la adolescencia. Aceptó casarse; evadió la indignada
oposición de sus progenitores y se fugó de la casa a los dieciséis años.
El marido le salió un irresponsable… a más de mujeriego y bebedor, era
embustero y derrochador. Le hizo cuatro hijos y aportaba poco para su
mantenimiento, cuando ella con su capacidad para leer el aura, le comenzó a
sacar en cara lo que él trataba de esconder detrás de explicaciones sumamente elocuentes
y a mostrarle que sabía lo que en realidad había hecho, dónde había estado
y con quién… el tipo al principio se
asustó, luego se indignó y por fin, comenzó también a reprimirla, encerrándola
e incomunicándola pues creía que tenía espías que le seguían y le luego le
contaban a ella todos sus movimientos y relaciones.
Le acusó de tener amantes que a cambio de sus favores cumplían ese rol de pesquisas y
chismosos. Luego comenzó a agredirla verbalmente y un día, llegó a levantarle
la mano.
Hasta ahí llegó la cosa.
Cuando el hombre llegó a la casa en la noche, doña Custodia, en esa
época un mujer de menos de veinte y cinco años, había empacado la ropa y con
sus cuatro críos y un saco de yute con dos o tres cacharros, abandonó al marido
con sus amantes y sus deudas.
Buscó a alguna amiga que le dio posada en los primeros días y de
inmediato comenzó a buscar trabajo y un lugar donde vivir. Sin embargo no fue
fácil. Apenas había acabado la primaria. No había estudiado nada, no sabía
hacer nada, no tenía experiencia de ningún tipo.
Consiguió empleos temporales de toda ìndole, vendedora, mucama,
empleada de diversas tiendas, oficinas y personas pero sus “facultades” siempre
le resultaban un problema… de inmediato descubría las intenciones de sus
empleadores y renunciaba o la despedían cuando los encaraba o cuando se
defendía.
Con el tiempo llegó a ser asistente de un médico homeópata y acupunturista,
viejo y tímido así que con él trabajó varios años. En su consultorio se ocupaba
de todo; hacía la limpieza y ordenaba las tres piezas de aquel sitio, una
mínima salita de espera/recepción, un sitio de atención a los pacientes y un
mínimo baño; tomaba las citas, atendía la puerta, respondía el teléfono y
ayudaba al médico pasándole sus agujas y los frasquitos con grajeas, esencias y
extractos de nombre impronunciable.
Parece que las personas como ella pueden ver los puntos de la
acupuntura como astros brillando en el firmamento de la piel y aun las redes
energéticas como los circuitos de un minúsculo cableado. Ella creía al
principio que el médico también veía esa realidad energética y se asombraba que
en ocasiones los pinchazos destinados a puntos -titilantes y evidentes- iban a
parar a un lado, guiados por la mano temblorosa del viejo doctor.
Al darse cuenta que no era así y que el galeno se guiaba por mapas
aproximados que había estudiado muchos años atrás y no por los puntos que ella
observaba claramente ella se sintió desilusionada, pero siguió ayudándole. Pronto
el médico descubrió que podía sacar partido de los dones de su asistente;
cuando recibía a un paciente ella se situaba a un costado, con la excusa de
sostener los instrumentos, pero su misión en realidad era guiar la mano de su
jefe hacia el sitio exacto donde las agujas chinas o inyecciones de xilocaína
de la acupuntura alemana, daban resultados evidentes.
La fama del médico aumentó de inmediato pues casos exitosos y pacientes
agradecidos constituyen la mejor forma de publicidad en nuestro medio.
Doña Custodia por su lado, comenzó a estudiar en los libros de su jefe,
hacía preguntas y averiguaba aquello que no entendía, y por último gracias a
sus cualidades innatas, al poco tiempo se hizo una verdadera especialista en
acupuntura y homeopatía.
El viejito no valoró lo importante que resultaba tener una asistente
con esa potencialidad y siguió explotándola, no la relevó de las tareas
manuales y por supuesto tampoco le
mejoró el sueldo. Más bien un día en que ella urgida por sus necesidades
domésticas, se atrevió a pedirle un pequeño aumento, el tipo se exaltó, la
trató mal, le dijo que no era sino una fregona
pretenciosa y que siguiera ocupándose de trapos y escobas y dejara de creerse
su asociada o su enfermera…
Hasta ahí llegaron las cosas, desde el día siguiente, simplemente no
volvió a pisar el consultorio. Con sus pocos ahorros se hizo de un equipo
básico de acupunturista y abrió sin permiso, diploma ni licencia su propio gabinete
de atención a todo tipo de pacientes.
Luego estudió, aprendió por su cuenta y comenzó a aplicar gracias a sus poderes y a su intuición otra serie de terapias y formas de diagnóstico y sanación; dígito-puntura, masajes, reiki, color-terapia, aromo-terapia, lectura del iris y quién sabe cuántas cosas más.
Su potencial se basaba en la posibilidad de ver, entender e intervenir
en enfermedades del cuerpo, la mente y el espíritu; de entender, diagnosticar y
resolver males de esta vida y de vidas pasadas, de mal funcionamiento de
órganos y sistemas, de daños causados por agentes patógenos, virus,
microorganismos, bacterias u hongos, pero también por sentimientos negativos (rencores,
resentimientos, celos y envidias) propios o de otros sujetos (vivos o no), que
llegan a la gente como dardos ponzoñosos, enfermándola o matándola de a poco.
Con todos esos saberes, doña Custodia, adquirió fama como sanadora del
cuerpo y el alma, salió adelante en la vida, crió a sus hijos, les dio
educación y garantizó la subsistencia de la familia.
Pero volvamos a mi búsqueda de doña Custodia Castro en la “Mama
Cuchara”…
Apenas recordé el nombre de esta persona, el resto de la información
que me había dado Mario (su dirección y cómo orientarse para llegar hasta allí)
pugnaba por aflorar sin conseguirlo… algo semejante a la sensación que uno
tiene cuando trata de recordar algo que está “en la punta de la lengua” pero no
se consigue nombrarlo.
Seguí caminando y vino a mi mente el nombre “Fernández Madrid”. Yo
sabía que en la ”Loma Grande” se ubica un conocido colegio femenino que lleva
ese nombre, así que avancé dos o tres cuadras hasta la fachada del “Liceo
Municipal Fernández Madrid”, busqué algo que me diera pistas adicionales pero,
ni al frente de este establecimiento educativo ubicado en la misma calle
Rocafuerte, ni en sus inmediaciones, pude encontrar ninguna pista adicional.
Seguí mi recorrido hasta el final de la “Mama Cuchara”, sin haber
encontrado nada que me permitiera dar con la dirección de doña Custodia.
Comencé a hacer el camino de regreso, bastante desilusionado, cuando
recordé vagamente una cosa adicional… en las indicaciones de Mario (a más de
aquello referente al colegio Fernández Madrid), había algo sobre un sindicato…
pero no recordaba nada más preciso…
En mi ruta de regreso, pasé frente al colegio, seguí buscando algo –sin
saber qué- pero nada de lo que vi me llamó la atención ni atrajo más precisión
a mis recuerdos…
Una cuadra después de haber dejado atrás el colegio, me di vuelta para
tratar de mirarlo a ver si recordaba algo, cuando un pequeño letrero en un
segundo piso de una casa esquinera me llamó la atención. En él se leía
claramente: “Gremio de los albañiles – Quito”…
Llegué a la puerta de esta casa pero estaba cerrada, me interné en el
pequeño pasaje perpendicular a la calle Rocafuerte, y a unos pocos metros de la
esquine cuando leí el nombre de esa callejuela, abrí los ojos desmesuradamente…
claramente estaba marcado en la placa de nomenclatura municipal: “Pasaje
Fernández Madrid”…
El corazón me dio un vuelco… Las indicaciones que Mario me había dado
seis años atrás comenzaban a tener resultados concretos. Recorrí el pasaje
deteniéndome en todas las casas para ver si algo me permitía recordar la
dirección que me había dado Mario pero ni los números ni las características de
las casas me decían algo.
Llegué hasta el fondo y me acerqué a una puerta cerrada incluso toqué
pero nadie respondió. Iba a iniciar el camino inverso cuando me llamó la
atención que en la puerta de enfrente había dos timbres. Crucé la calle y me
acerqué a ellos. En el primero decía (hasta ahora lo recuerdo) “Familia
Piedrahita”… iba a llamar para ver si allí me podían dar alguna información
cuando me di cuenta que debajo del segundo timbre había un pequeñísimo letrero
casi borrado. En él se leía “Custodia Castro”
Dejé que mi corazón se tranquilizara un poco y apoyé mi dedo en ese
llamador.
Al principio nadie respondió, timbré nuevamente y luego de un cierto
tiempo que a mí me pareció una eternidad, escuche una voz que decía: -“¿A quién
busca?”
Respondí con otra pregunta: -“¿La señora Custodia Castro?”
La voz, a su vez, preguntó: -“¿De parte de quién?”…
Al notar una cierta desconfianza en las preguntas, respondí: -“Usted no
me conoce, me envía Mario Solís”…
Esperé en silencio y luego de unos segundos escuche el ruido metálico
de varias aldabas y cerrojos que se movían.
-“Pase”… me dijo la voz, desde la penumbra.
Yo no sabía con quién me iba a topar.
Al pasar, luego de que mis ojos se acostumbraron a la semi-obscuridad
de un estrecho zaguán embaldosado, me encontré delante de una mujer de mediana
edad, posiblemente de más de cuarenta años pero menor de sesenta, algo gordita,
más bien pequeña, de pelo relativamente corto, algo rizado, con gruesos lentes
sobre sus ojos y un aspecto de ama de casa modesta aunque no pobre: falda de
casimir gris hasta media pantorrilla, mocasines negros y un conjunto de blusa y
suéter de acrílico verde agua.
Se quedó escrutándome un rato y me preguntó de repente: -“¿Qué le
pasa?”…
La pregunta me tomo de sorpresa…
No supe qué contestar…
-“¡No sé!”, respondí.
Sentí como la necesidad de aclarar algo más y pude balbucear, algo así
como: -“Mario Solís me habló de usted hace varios años y ahora se me ocurrió
venir… pero no sé porqué…”
-“A ver… ¡venga, venga!”.., dijo
Me guió a una puerta que daba al zaguán antes de que éste desembocara
en un patio lleno de plantas. La habitación estaba a obscuras.
Me quedé de pie en la entrada mientras ella abría las contraventanas de
madera de las dos ventanas de ese local que recibían luz del pasaje.
Pude darme cuenta que era la sala de la casa. Todo era allí muy
modesto: piso entablado, limpio aunque no encerado ni lacado, seis sillas con
brazos, de estructura de tubo metálico plateado, forradas de tela floreada y
recubiertos de plástico transparente…todas alineadas contra las paredes, al
igual que una pequeña mesita de hierro forjado y vidrio, con un pote con flores
plásticas y un tapete tejido con crochet, todo de colores estridentes.
En una pared se veía un calendario como los que solían regalar en las
tiendas y en las ferreterías, éste con un cromo que mostraba un paisaje suizo,
con montañas nevadas, un lago y un par de vacas frente a un chalecito de
madera.
En otra pared un cuadro mostraba a cuatro perros de razas diferentes,
vestidos como humanos y jugando baraja sobre una mesa cubierta con mantel
verde.
A un costado, había una especie de aparador con dos puertas de vidrio y
tres cajones al centro. En las estanterías interiores se podía apreciar en
confuso desorden, muchos papeles, revistas, dos botellas de plástico
transparente de cuerpo redondo, con algún líquido en su interior y aspersores
de color en su tapa, varias velas y cajas de fósforos, otro pote, con flores de
plástico de color rosado y un buda dorado arrumado en un rincón.
En el fondo de la pieza un pequeño escritorio de madera y una silla,
como los que se vendían en la avenida “24 de Mayo” o en el mercado de “San
Roque”, confeccionados con madera barata, obscurecidos con algún tinte y
barnizados con acabado brillante.
Doña custodia jaló una silla hacia la parte central de la habitación,
más bien hacia la puerta y ella se sentó tras el escritorio en el otro extremo
de las sala.
-“Tome asiento”, me dijo…
Así lo hice, y me encontré a unos cuatro metros de este singular
personaje que me escrutaba con los ojos
semi-cerrados…
Después de un rato dijo simplemente: - “¡Qué raro!..., añadiendo
enseguida: -“no le veo la energía”…
Siguió observándome y luego de un rato se levantó y salió de la
habitación.
Regresó al poco tiempo con un recipiente de vidrio (una especie de
frutero plano, un plato con borde alto, si se quiere) y una jarra de plástico
con agua.
Vertió agua de la jarra en el frutero, busco una vela, la
encendió con ayuda de un fósforo y la colocó en medio del líquido, ubicando todo sobre el aparador.
Volvió a sentarse detrás del escritorio y continuó observándome con
detenimiento.
- ¿Para qué sirven el agua y la vela?, pregunté… No obtuve respuesta;
pero ella seguía observándome sin decir nada.
-¿Ha oído hablar de Mahikari”, pregunté. Apenas terminé de formular la
pregunta ella hizo un movimiento con la cabeza, retirándola… y cerró los ojos
como si le hubiera deslumbrado…
No me respondió nada pero se puso a observarme extrañada, como
haciéndolo con más detenimiento…
-“Es curioso”, comenté… añadiendo a continuación: -“yo practico un cosa
que se llama Mahikari y allí he aprendido que el fundamento de la vida es el
cruce del agua con el fuego”…
-“El fuego vertical”, dije… y puse el dedo índice de la mano izquierda
de forma vertical… -“y el agua horizontal”, añadí... poniendo el dedo índice de
mi mano derecha en esa posición y cruzándolo sobre el otro como formando una
cruz…
Apenas terminé de hacer aquel gesto con los dedos, ella hizo un
movimiento con la cabeza, retirándola… y cerró los ojos como si le hubiera
deslumbrado…
Al instante exclamó: -“¡ahora ya le veo el aura!”… Oiga… -“¡¿dónde se
ha ido a meter?!”
Yo la miré asombrado… pero antes de decir nada, ella añadió de forma
enérgica: -¿ha estado en algún cementerio, en alguna iglesia vieja?, ¿dónde?...
Yo estaba como alelado, no sabía de qué me hablaba, no entendía nada… Y
claro no sabía qué responder…
Ella me dio una pista: -“Ha estado… (dijo) en un lugar donde ha habido
mucho sufrimiento, mucha muerte”… -“Veo hombres, mujeres, niños, todos sufren,
ha sido terrible”…
Se me prendió una luz… asocié mi malestar de las semanas previas, con
mi viaje a Polonia…
-“Estuve en el campo de Concentración de Auschwitz”, dije...
Ella cerró los ojos y tomándose las sienes con las manos replicó… -“¡Que masacre!... ¡Ha sido horrible!... y
nuevamente me dirigió la palabra, esta vez como retándome: -“¡cómo se le
ocurrió ir a meterse allí!”… Sin atinar qué responder… balbuceé: -“Ese campo de
concentración es ahora un museo”…
-“¡Qué museo ni que nada!... dijo… - “¡ahí hubo una masacre!”… “¡como
sufre esa gente!”… y tapándose la boca musitó: -“¡qué horror!”…
Yo me quedé paralizado mientras ella seguía observándome…
Lo que vino luego, será motivo de otro relato.
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