Como ya he relatado estuve en Varsovia en 1993 y aproveché para conocer
Cracovia y el campo de concentración de Auschwitz. Esa visita fue tan impactante que no puede concluirla.
Nunca me había sentido tan apesadumbrado, golpeado y abatido…
Cuando regresé a Quito el impacto seguía acompañándome día tras día. No
era solo un problema de sensaciones, percepciones o recuerdos. Tampoco de un
malestar sicológico como consecuencia del contacto con tantos estímulos
aterradores. Sentía algo en mi interior, algo raro, como un pesar desconocido.
Un sábado fui a la oficina para tratar de trabajar pero hasta el medio
día no había logrado escribir ni media página, en vez de ir a la casa fui a
parar al Centro Histórico y se me ocurrió que podría provechar la ocasión para
echarle un vistazo a las obras de remodelación de la plaza de Santo Domingo, un
proyecto de mi amigo Hernán Burbano. Una vez allí observé el arco del convento
de Santo Domingo que permite la conexión de la plaza con la calle Rocafuerte,
eje del tradicional barrio conocido como la “Loma Grande”, que la sabiduría
popular del viejo Quito bautizó como la “Mama Cuchara”.
Crucé el arco y comencé a caminar por esa singular vía. Casi de
inmediato algo raro comenzó a sucederme de forma inexplicable.
Sentía como un recuerdo borroso que pugnaba por aflorar sin conseguirlo; como la sensación que uno tiene cuando trata de recordar un nombre sin lograrlo, salvo que yo no tenía idea de qué debía tratar de recordar…
Sentía como un recuerdo borroso que pugnaba por aflorar sin conseguirlo; como la sensación que uno tiene cuando trata de recordar un nombre sin lograrlo, salvo que yo no tenía idea de qué debía tratar de recordar…
Cinco o seis años atrás, mi amigo Mario Solís me había hablado de una
“vidente” y “sanadora” que él había conocido y que moraba en ese barrio.
Incluso me dio algunas indicaciones para llegar a la casa donde vivía y
atendía.
Sentí la necesidad de encontrarla y visitarla; ¿para qué?, o ¿por qué?,
no lo sabía; pero desde lo más profundo de mi interior, algo me decía que debía
buscarla en las inmediaciones de la “Mama Cuchara”.
Cuando di con ella, se quedó escrutándome un rato y dijo: - “¡Qué
raro!... -“no le veo la energía”…
Siguió observándome y luego de un rato me preguntó: -“¡¿dónde se ha ido
a meter?!”
Yo la miré asombrado… pero antes de decir nada, ella añadió de forma
enérgica: -¿ha estado en algún cementerio, en alguna iglesia vieja?, ¿dónde?...
- “Estuve en el campo de Concentración de Auschwitz”, dije...
Ella cerró los ojos y tomándose las sienes con las manos replicó… -“¡que masacre!... ¡ha sido horrible!... y
nuevamente me dirigió la palabra, esta vez como retándome: -“¡cómo se le
ocurrió ir a meterse allí!”… Sin atinar qué responder… balbuceé: -“ese campo es
ahora un museo”…
-“¡Qué museo ni que nada!... dijo… - “¡ahí hubo una masacre!”… “¡como
sufre esa gente!”… y tapándose la boca musitó: -“¡qué horror!”…
Desde ese momento ella sólo siguió observándome sin pestañar. No hacía
ningún tipo de movimiento ni decía nada… Sentada frente a mí, a una distancia
de más de cuatro metros.
De vez en cuanto yo sentía una espacie de escalofrío que me subía por
la columna vertebral y sentía como si algo se desprendiera por la nuca como
cuando uno tiene esa sensación de miedo que hace que se pongan de punta los
pelitos de la parte posterior e inferior de la cabeza, sobre los hombros y el
cuero cabelludo. Sentí eso una vez y otra, varias veces seguidas…En todos esos
momentos, sin mediar ni un gesto ni movimiento alguno de mi parte, ella me
señalaba con los dedos índices paralelos y juntos y subiéndolos hacia arriba
describía con ellos una suerte de arcos divergentes a medida que alejaba el uno
del otro, como cuando se describe el trayecto de los fuegos artificiales.
Ese instante cuando yo sentía el escalofrío, ella hacía el movimiento e invariablemente decía: -“¡ya salieron!”…
Ese instante cuando yo sentía el escalofrío, ella hacía el movimiento e invariablemente decía: -“¡ya salieron!”…
Lo curioso es que en otras ocasiones yo sentía esa extraña sensación
más bien hacia abajo, como si algo descendiera por la espalda y luego se
desprendiera hacia los costados a la altura de los riñones. Cuando esa
sensación como de miedo, salía por allí, hacia abajo… ella -sin equivocarse- me
señala con los dedos y describía las parábolas también hacia abajo… alejando
los dedos al mismo tiempo que repetía: -“¡ya
salieron!”…
Estuvimos en eso al menos por una media hora, tal vez más… a veces
cerraba los ojos, se tomaba la cabeza con las manos en las sienes y repetía:
-“¡cuánto sufrimiento!”… “¡qué horror!”
En un momento dado, exclamó: - “bueno… ¡no se puede hacer más!”.
… y dirigiéndose a mí, dijo: -“voy a pincharle para reactivar y
equilibrar su energía… usted ha estado muy mal”…; añadiendo luego: -“¡felizmente
vino a verme… no sé que hubiera podido sucederle, nunca he visto a alguien tan
cargado!”.
Luego me dio instrucciones para hacer por escrito una especie de
plegaria por todas las personas torturadas y fallecidas en el campo de
concentración. Me dijo que debía pedir perdón por ellos y pedir para que ellos,
a su vez, pudieran perdonar. Aclarando luego que sólo a través del perdón podrían
trascender sin seguir atados al terror, al rencor y al odio que latían en ese
sitio tenebroso. Me recomendó escribir todo lo que yo considerara sentimientos
altruistas para ellos y que luego de leer el texto en voz alta, lo quemara
junto a algún lugar donde hubiera agua corriente (un riachuelo, un río, incluso
un canal o una acequia) y tirara las cenizas al agua, para que esta se las
lleve a todos los confines del mundo.
Me hizo acupuntura en todo el cuerpo y luego caminó alrededor mío
esparciendo algún líquido con perfumes florales. Me dijo que si en la noche
sentía entumecimiento o malestar me tomara algún calmante y desinflamante pues
me había tenido que aplicar una dosis rigurosa y extrema para devolverme el
equilibrio.
Le pregunté cuanto le debía, pagué y le agradecí sinceramente. Era
evidente: me estaba sintiendo mejor. Al despedirme me pidió que le repita el
nombre de aquello que yo había mencionado como un arte que había aprendido y
practicaba.
-“Mahikari”, dije.
Al escuchar ese nombre, cerró los ojos un instante y se quedó inmóvil
como meditando.
-“Qué palabra tan potente… ¡poderosa!..., dijo.
-“y… ¿qué es lo que usted hace?... ¿cómo funciona?, dijo.
Comencé a esbozar una respuesta tratando de ser claro y sintético. –
“Es una práctica de origen japonés”… dije. - “Se hace una especie de trasmisión
de energía con la mano, tratando de que le llegue a quien recibe para purificar
su aspecto espiritual, mental y físico”… añadí.
Se quedó pensando en mi explicación y preguntó de inmediato: - “¿Usted
puede ver la energía de las personas?”.
-“¡No!..., le respondí.
– “Al menos yo, ¡no!”…
No dijo nada más y yo tampoco. Yo no sabía que más decirle o
explicarle…
Después de unos largos segundos en silencio, se me ocurrió darle alguna
explicación adicional.
-“Antes de comenzar una sesión, se deben entonar unas frases en
japonés”… dije.
Aclarando luego (como para justificar mi intempestiva afirmación): esas
frases tienen una traducción claro… pero su importancia radica en la fuerza de
los sonidos, en la fuerza espiritual de cada palabra y de cada frase,
adecuadamente pronunciadas.
Me escuchó y se quedo como meditando, sin decir nada.
Se me ocurrió preguntarle: - “¿quiere oír esa entonación?”
Luego de unos segundos me hizo una leve señal afirmativa con la cabeza,
sin decir nada.
Realicé tres palmadas de forma secuencial y sonora y recité esas
palabras con voz fuerte, firma y grave; con ritmo continuo como un torrente.
Desde el inicio doña Custodia cerró los ojos y en un cierto momento se
llevó las palmas de las manos a la cabeza. Sosteniéndose las sienes inclinó
levemente la cabeza y mantuvo los ojos cerrados durante todo el tiempo.
Al finalizar le pedí abrir los ojos y le consulté si se encontraba
bien.
La note como alelada. Luego de un buen tiempo abrió la boca y exclamó:
- “¡qué increíble!”… Volvió a cerrar los ojos y luego de unos instantes volvió
a repetir: - “¡qué increíble!”…
Luego de algunos segundos, exclamó: - “¡es el mantra más fuerte y
poderoso que he escuchado en mi vida”… - “¡qué increíble!”…
Yo estaba asombrado y, con la boca abierta, no atinaba qué decir…
Pregunté por fin: - “¿desea que le trasmita okiyome?”… Hizo un gesto
como preguntando: -¿De qué me está hablando?... y yo arrepentido de haber usado
esa palabra japonesa, le dije como rectificando: - “¿desea que le trasmita
energía?”…
Luego de unos segundos me hizo una leve señal afirmativa con la cabeza,
sin decir nada.
Le pedí cerrar los ojos, le expliqué que debería mantenerlos cerrados
por diez minutos y que yo le avisaría cuándo podría abrirlos nuevamente. Volví
a hacer las palmadas y entoné nuevamente, esta vez con más energía y vigor, las
palabras que tanto la habían impresionado.
Le trasmití okiyome diez minutos y luego de ese tiempo le solicité
abrir los ojos.
Al hacerlo volvió a repetir: - “¡qué increíble!”…; añadiendo esta vez:
– “¡extraordinario!”…
De inmediato me increpó de forma enérgica: - “¡usted no tiene idea de
la potencia que tiene lo que me ha hecho!”… - “¡no tiene la menor idea!”… -
“¡si usted comprendiera el poder de esas palabras y la fuerza que sale de su
mano, tendría más respeto cuando explica y cuando trasmite esa energía!”…
- “¡Qué increíble!”…, volvió a
repetir… Añadiendo luego: -“cuando se trabaja con energías, cuando se interfiere
en el mundo “no material”, usted se carga, se afecta”…, -“A mí, me toca darme
baños con plantas medicinales, meditar, limpiarme, auto-depurarme”…
-“Todos los domingos hago eso”… - “’¡no puedo hacer otra cosa!”…
después del trabajo de la semana me hago reiki a mí misma, me limpio, me doy
baños!”… -“¡Todo un día para quedar “medio, medio” limpia!”… y usted, -“¡en
diez minutos me ha dejado como nueva!”…
- “¡No tiene idea de la potencia que tiene lo que me ha hecho!”… - “¡No
tiene la menor idea!”…
Volvió a alzar la voz y me dijo: - “¡no tiene idea!”… - “¡O toma esto
en serio o mejor lo deja!”…
Me miró fijamente y volvió a decirme: –”¡o lo toma en serio o lo
deja!”… -“¡¿me entendió?!”…
Asentí con recelo, nos quedamos mirando y sin saber qué hacer o qué
decir, solo atiné a despedirme agradeciéndola nuevamente.
Me condujo hacia la puerta, abrió las numerosas cerraduras, no me dio
la mano… señalando la calle, dijo simplemente: -“hasta luego, cuídese”… salí y
ella cerró de inmediato la puerta.
Fue una experiencia extraordinaria. Salí como a las seis de la tarde,
ya estaba anocheciendo, yo estaba en mangas de camisa pero no sentía frio, más
bien me sentía lleno de vitalidad y de fuerza… camine por la “Mama Cuchara” de
regreso, llegué a la plaza de Santo Domingo y fui a buscar mi auto… felizmente
estaba en perfectas condiciones a pesar de haberlo dejado en un lugar medio
tenebroso…
Llegué a la casa y me dormí de inmediato. Dormí doce horas seguidas. Al
día siguiente amanecí como nuevo.
Me encontré sin problemas de fatiga y de concentración. Terminé mi
informe y pude viajar a Francia liberado de esa responsabilidad. Al llegar, una
de las primeras cosas que hice fue contarle esta experiencia a mi mujer y
juntos hicimos una pequeña fogata junto al río Loing en cuyas orillas mis
suegros tenían una casa de campo. Leí en voz alta un texto que había preparado
pidiendo por las víctimas del holocausto y particularmente por las de Auschwitz.
Quemamos esa hoja en la fogata y echamos las cenizas al río. Mientras se iban
entoné a viva voz las palabras que tanto impresionaron a doña Custodia, para
que su efecto purificador pudiera contribuir también a liberar a esas personas de todas sus ataduras.
En otros relatos he escrito sobre las extraordinarias experiencias de
Mahikari, creo que las he podido vivir porque desde hace casi veinte años “tomé
esa práctica en serio” siguiendo las recomendaciones de doña Custodia, cuando
insistentemente me recalcó: - “¡O toma eso en serio o mejor lo deja!”…
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