En días pasados escribí un relato en el que mencionaba a mi recordado amigo Carlos González Lobo, quien fue mi director de Tesis en la UNAM.
Hice un posgrado en esa universidad y viví en México desde fines de 1978 hasta principios de 1981.
De la maravillosa experiencia que fue mi estadía en esa querida patria, guardo no solo afectos y recuerdos sino un montón de anécdotas tanto de la universidad, del de-efe (D.F., el Distrito Federal, la ciudad de México), del país entero… cuanto de los amigos y las personas que conocí en aquel tiempo (mexicanos, ecuatorianos y de todo lado) con los que pudimos compartir la vida en esos años…
Al mirar hacia atrás, he descubierto -con horror- que de esa época –cuyos detalles recuerdo como si hubiesen transcurrido apenas ayer- han pasado treinta años… más de media vida.
Me han entrado… las “saudades” como dicen los brasileros…
En un relato anterior traté de explicar lo que significa “saudade"… esa palabra muy difícil de definir pero que abarca, supera, envuelve y revuelve: añoranzas, melancolías, recuerdos, deseos, sueños, tristezas-alegres y alegrías-tristes.
Me han entrado los “blues”…, (como llaman en New Orleans a ese mismo sentimiento…, pero… en inglés).
Así que he decidido que ha llegado la hora de relatar algunas cosas de mi México, -lindo y querido- como dice la canción.
México fue un corte fundamental en mi vida.
Me alejé de la familia, de la novia, de los amigos, de Quito, del Ecuador, de la vida universitaria de pre-grado…, allá viví maravillosas experiencias, conocí un mundo diferente, enfrenté retos y responsabilidades y… de alguna manera, dejé mi primera vida de joven-estudiante-arquitecto-recién-graduado y pasé a ser joven-arquitecto-recién-graduado-con posgrado; comenzando a ser adulto.
Me fui con un “chimbuzo” de marino al hombro, con algo de ropa y un montón de sueños… y regresé casado (con la misma novia que dejé por acá), con una hija, muebles y enseres, un perro, una guitarra, la satisfacción de haber superado una meta, algo más de experiencia y un montón de responsabilidades.
Pero… para hablar de México, hay que comenzar desde el principio.
¿Cómo fui a parar a México?
En realidad estos relatos debería relatarlos en plural pues parte de la vivencias las compartí con mi mujer (las del segundo año), pero las del principio (las del primer año) las viví con mi colega y amigo Hernán Burbano, pues con él nos metimos en esa aventura del viaje y del posgrado…
Los dos “fuimos a parar” a aquellas tierras.
…Así que retomaré la narración de esa manera:
“Viajamos a México” con mi amigo Hernán…, cada cual con un “chimbuzo” de marino al hombro, con algo de ropa y un montón de sueños…
Nos habían aceptado en una maestría en “investigación y docencia”, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, la archifamosa y archiconocida UNAM, una de las universidades más respetables y más grandes del mundo….
Movimos cielo y tierra, llenamos cientos de formularios, presentamos toneladas de papeles y logramos obtener un crédito educativo y dos becas para sortear los requerimientos de pasajes de avión, alojamiento, comida, gastos académicos y personales durante los dos años y más, que iba a durar este reto académico en la UNAM.
Desde varios meses atrás, luego de graduarnos de arquitectos en la Universidad Central de Quito, nos propusimos salir del país para hacer un posgrado y ahora se nos había abierto esa oportunidad en tierras mexicanas. Así que viajamos al norte para salir adelante en ese cometido.
Como ya he relatado anteriormente, en la Universidad Central desarrollamos una tesis que fue famosa en su época: el Programa de vivienda popular de la Cooperativa “Santa Faz” de la ciudad de Riobamba, junto al propio Hernán, Carlos Jácome y César Rosero. La tesis la desarrollamos entre 1975 y 1977. Nos graduamos en ese año y con Hernán y César construimos posteriormente dos prototipo de las viviendas diseñadas para esa organización popular.
Casi de inmediato, por invitación de Fernando Carrión, en esa época director del Centro de Investigaciones CIUDAD, Hernán y yo comenzamos a colaborar en CIUDAD en varias actividades de capacitación.
Estábamos armando un seminario sobre “metodologías de diseño”, cuando tuvimos que volcar nuestra energía a la organización de un ciclo de conferencias sobre la “planificación y sus perspectivas” y “el problema de la vivienda en América Latina” que iba a ser dictada por el arquitecto colombiano Emilio Pradilla Cobos.
A través de un amigo común, Fernando había logrado invitar a Pradilla quien, en esa época, ya era muy conocido por su libro “Arquitectura, urbanismo y dependencia neocolonial”, escrito conjuntamente con Carlos Jiménez, publicado por la SIAP, la Sociedad Interamericana de Planificación; así que le contactó y pudo ponerse de acuerdo con él, para que viniera a Quito a dictar las charlas mencionadas.
Logramos el apoyo del Colegio de Arquitectos y de la Facultad de Arquitectura de la Central y armamos el evento durante los días 2, 3 y 4 de febrero de 1978, en la FAU y en CIUDAD.
En las conversaciones que pudimos mantener con el conferencista, nos enteramos que estaba viviendo en México y era docente del posgrado que la Escuela de Arquitectura – Autogobierno, de la UNAM había abierto en dos áreas: “arquitectura” y “urbanismo”.
Le comentamos nuestro interés en poder realizar un posgrado y muy amablemente nos ofreció gestionar nuestra admisión; para ello, siguiendo sus indicaciones, escribimos nuestras solicitudes formales y se las entregamos junto a varios anexos, para que pudiera llevarlas a la UNAM a su regreso a México.
Nos advirtió, sin embargo, que la admisión era una parte del asunto, pero que no podía garantizarnos una beca. Con la carta de respuesta a nuestra solicitud que nos enviaría la Escuela, nosotros deberíamos golpear todo tipo de puertas para conseguir el financiamiento que nos permitiría realizar el viaje y cursar ese posgrado cuya duración era mínimo de dos años.
Pradilla cumplió su ofrecimiento y nos envió a Hernán y a mí, una carta de admisión y un certificado de estar inscritos en los curos de posgrado.
Las dos venían fechadas en la Ciudad Universitaria, D. F., 21 de febrero de 1978 y suscritas por los arquitectos Miguel Hierro Gómez, coordinador de la maestría en arquitectura y Emilio Pradilla Cobos, coordinador del área de urbanismo
Las dos tenían el sello de la UNAM y un encabezado que decía: “División de Estudios de Posgrado – Autogobierno”
La primera estaba dirigida a cada uno de nosotros a la dirección de CIUDAD; la mía rezaba:
Arq. Mario Vásconez Suárez
Adollfo de Valdez 409
Quito - Ecuador
Comunicamos a Ud. que de acuerdo a la solicitud de inscripción presentada para el Curso Introductorio a la Maestría en Arquitectura en el Área de Urbanismo, para el ciclo lectivo que principia en septiembre de 1978, así como el plan de trabajo de la investigación por desarrollar han sido considerados aceptados y se le extiende la constancia correspondiente con objeto de que pueda realizar sus trámites.
La segunda -la certificación- decía, en cada caso:
A quien corresponda
La presente sirve para hacer constar que el ARQ. MARIO VASCONEZ SUAREZ ha presentado su solicitud de inscripción al Curso Introductorio a la Maestría en Arquitectura, para el ciclo lectivo de: Septiembre 1978 y ha sido aceptado, habiendo cubierto los requisitos que establece la División de Estudios Superiores de la Escuela Nacional de Arquitectura para su admisión.
Se extiende la presente constancia para los fines correspondientes.
Con estas cartas de aceptación comenzamos un largo peregrinar para conseguir nuestras becas.
Visitamos las oficinas del Instituto Ecuatoriano de Crédito Educativo y Becas – IECE. Allí tuvimos que llenar largos formularios y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas por certificaciones y cartas de recomendación de las autoridades universitarias y de nuestros profesores. Fuimos preseleccionados en fase de primera instancia y luego de una entrevista personal, el comité de crédito y becas, nos anunció que finalmente el IECE había decidido otorgarnos un crédito educativo para los pasajes, gastos iniciales y matrícula y un monto mínimo para manutención durante el primer año en México. El otorgamiento de los recursos requeridos para el segundo año dependería de nuestros “resultados académicos”.
Firmamos decenas de papeles con copias de todos los colores, conseguimos un garante y nombramos a un apoderado encargado de cobrar cada trimestre el monto concedido (si no me equivoco, el equivalente en sucres de US$ 200 por mes). Mi hermano Jaime y Cachito Burbano, hermano de Hernán, fueron las “amables víctimas” de esa ingrata tarea. Ellos tuvieron que ir trimestralmente al IECE a retirar ese dinero, cambiarlo a dólares y enviárnoslo por correo en un cheque certificado, cobrable en el extranjero.
Nuestros apoderados debían igualmente hacer todos los papeleos para presentar nuestras notas, certificados trimestrales de estar cursando la maestría y tramitar la renovación del crédito para el segundo año….
Mientras realizábamos todos esos trámites, seguimos moviéndonos en busca de una beca, pues con seguridad, el monto del crédito no iba a permitirnos vivir adecuadamente en la capital mexicana…
Nos enteremos que la OEA, la Organización de Estados Americanos, tenía un sistema de becas llamadas “PRA” (Programa Regional de Adiestramiento), para que profesionales de los países americanos, pudieran continuar su capacitación en universidades de la región. Con las cartas que nos había enviado Emilio, que certificaban nuestra admisión en la UNAM, pudimos presentar, los papeles en la OEA; e igual tuvimos que llenar largos formularios y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas por certificaciones y cartas de aval y de recomendación.
Luego de dos o tres semanas, nos contactaron de la oficina de la OEA en Quito; en una escueta nota nos anunciaban que habíamos sido preseleccionados para una beca PRA; los resultados definitivos, sin embargo, nos anunciarían luego del proceso de selección final que debía darse en una reunión en Washington a fines de ese año.
Nosotros, por nuestro lado, fuimos a la embajada mexicana para tramitar la visa que requeríamos para poder viajar a México como estudiantes. Allí también tuvimos que llenar extensos formularios y entregar copias y originales de una serie de documentos y certificaciones. Las cartas de admisión de la UNAM, los pasajes de ida y vuelta comprados con el crédito del IECE y la certificación de ese organismo respecto a la cantidad mensual que nos iba a entregar, fueron de gran ayuda. Sin embargo, el monto mensual que disponíamos no era suficiente para vivir dignamente en México, así que el funcionario que nos atendió nos adelantó que no nos podría otorgar el “Formulario Migratorio” para estudiantes, el famoso “FM9”. Le señalamos que estábamos “preseleccionados” para la beca de la OEA, pero esa certificación no era suficiente. Nada garantizaba que las becas iban a ser otorgadas…
Con los documentos que disponíamos, logramos que ese empleado del consulado, nos otorgara -al menos-, visas de turismo para desplazarnos a México. Total disponíamos de pasajes de ida y vuelta y el monto que el IECE nos había dado para la matricula en la UNAM, los gastos del viaje y la manutención para el primer trimestre.
Nos otorgaron pues, una visa condicionada de turismo, si obteníamos la beca de la OEA, debíamos presentarnos en la Secretaría de Gobernación en la ciudad de México para cambiar nuestra condición migratoria y que se nos emitieran el tan mentado “FM9”.
De tantas idas y vueltas por el consulado, terminamos haciendo amistad con la persona que nos atendía… una tarde, al ver nuestra angustia ante tanta incertidumbre, nos comentó que él recordaba que a través del consulado se había enviado a la cancillería de nuestro país una carta con un ofrecimiento de becas de posgrado de la propia UNAM para profesionales ecuatorianos. Nos recomendó presentarnos en la Cancillería para averiguar qué había acontecido con esos documentos.
Fuimos al Ministerio de Relaciones Exteriores con la información, pero sin una copia de la carta en mención, pues en la embajada no nos la pudieron entregar. Después de rodar por numerosas oficinas y dependencias de la cancillería, dimos con la dichosa comunicación de la embajada mexicana en la que se ofrecía al Ecuador dos becas de posgrado. La documentación había sido enviada al IECE para que se promocionaran esas becas en las diversas universidades y ciudades del país.
Regresamos pues al IECE con las fechas de esas cartas pero sin copia alguna, pues tampoco en la Cancillería nos las pudieron proporcionar.
En el IECE luego de bucear en incontables dependencias y archivos, logramos dar con la documentación… esas becas no se habían promocionado mayormente y felizmente nadie había aplicado a ellas. Logramos que nos den todos los requisitos y formularios y, nuevamente, después de llenarlos (ya éramos expertos) y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas de todas las certificaciones y cartas de recomendación que andábamos a cargar por todos lados, fuimos seleccionados para las tan esperanzadoras becas de la UNAM.
En el IECE pedimos que nos dieran una certificación de ese “proceso y resultado” para poder tramitar la visa, pero nos respondieron que todavía no teníamos ninguna seguridad de conseguir la beca. Habíamos sido escogidos para optar por ella, pero la decisión la tenían el gobierno mexicano y la UNAM. El procedimiento era el siguiente: el IECE comunicaba nuestros nombres a la Cancillería ecuatoriana; ésta, a su vez, a la embajada del Ecuador en México, la Embajada a la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y ésta a la UNAM para que esa casa de estudios decida si aceptaba o no, la postulación del gobierno ecuatoriano. Solo cuando la UNAM hubiese analizado nuestra documentación, podría decidir si nos concedía la beca o no.
La decisión se nos comunicaría de la misma forma, es decir merced a todas esas instancias, pero siguiendo el camino inverso.
Corría el mes de julio, así que pensamos que todavía tendríamos tiempo para conocer el resultado de todo ese complicado proceso. Nuestro viaje estaba previsto para septiembre, así que todavía teníamos un par de meses hasta saber que resultado tendría nuestra candidatura.
En medio de esa espera alguien nos aconsejó adelantar algo que de seguro iba a ser indispensable en México. Debíamos tener la precaución de llegar a ese país con el “pensum de estudios”, el récord académico (las materias aprobadas y las notas obtenidas), el acta de grado y el título de arquitecto de la Universidad Central, debidamente refrendados y avalados.
Averiguado ese proceso gracias a la experiencia de algún amigo que ya debió vivirlo, comenzamos un lago y paciente peregrinar por una serie de oficinas y dependencias.
Nosotros nos habíamos graduado un año atrás, el 20 junio de 1977, y habíamos refrendado el título diez días después… En ese documento los sellos y las firmas del decano y el secretario de la facultad de arquitectura y urbanismo no eran suficientes, debía inscribirse -para poder obtener una firma y un sello- en la Oficina de Documentación Estudiantil de la Universidad y luego debían ser inscrito en el rectorado con la firma del Rector y el Procurador de la Universidad Central.
Sin embargo debimos hacer el mismo tipo de trámite para las certificaciones del acta de grado, el pensum y las notas obtenidas en la Facultad durante nuestra etapa estudiantil. En agosto logramos la legalización de esos documentos gracias a la firma del Rector y el Procurador de la Universidad.
La firma de ese funcionario en el título, el acta, el pensum y las notas, debía ser validada y refrendada por el “Director de refrendación y registro de títulos”, del Ministerio de Educación.
La firma y sello de ese señor debía ser validada y refrendada por el Director del Departamento de Legalización y Pasaportes del Ministerio de Relaciones Exteriores y las de éste, a su vez, por el Embajador de México en el Ecuador para poder seguir los trámites en aquel país.
Ya en México deberíamos llevar la documentación a la Secretaría de Relaciones Exteriores para que el nombre y la firma del Embajador puedan certificarse y validarse; luego tendríamos que desplazarnos al Rectorado de la UNAM, a la secretaría de la Escuela Nacional de Arquitectura y por último a la secretaría de la División de Estudios de Posgrado – Autogobierno.
En el Ecuador logramos disponer de todos los sellos y firmas entre el 25 de agosto de 1978 y el 07 de septiembre de ese año.
Un vez en México, comenzamos el trámite a fines de en septiembre y nos entregaron validado en la Secretaría de RREE el 18 de octubre. Logramos así, entregar la documentación, en la División de Posgrado del Autogobierno, a fines de octubre de ese año.
Pero no debo adelantar el relato.
Viajamos a México el viernes 15 de septiembre desde Guayaquil, pues habíamos decidido asistir a la VIII CLEFA (Conferencia Latinoamericana de Escuela y Facultades de Arquitectura, que tuvo lugar en esa ciudad, organizada por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo Universidad Estatal de Guayaquil, desde el lunes 11 de septiembre, sobre un tema por demás sugerente que nos interesaba sobremanera: "La arquitectura en los asentamientos humanos de América Latina".
Nuestra salida fue a primera hora de la mañana en “Ecuatoriana de Aviación”, vía Panamá.
Llegamos a México al atardecer, nos asombró la inmensidad de la ciudad. Desde el aire, con las luces comenzando a encenderse, la ciudad parecía no tener inicio ni fin, no sé cuanto tiempo sobrevolamos sobre un océano de luces, casas, edificios, autopistas, avenidas y calles repletas de carros en lo que parecía una congestión colosal sin posibilidad de despejarse nunca.
Aterrizamos en el aeropuerto Internacional “Benito Juárez”. Acostumbrados a nuestros pequeños aeropuertos, éste era un verdadero maremágnum, la fila de la migración y la de aduanas eran gigantescas; parecía que no caminaban y ni iban a terminar nunca. Después de varias horas, salimos por fin al exterior.
Felizmente algún buen samaritano nos había advertido que no debíamos tratar de tomar taxi, la mejor opción para desplazase desde el aeropuerto era un servicio de minibuses que se compartían con otros pasajeros. La tarifa era variable en función de la distancia y salían cuando se reunía un número “suficiente” de clientes, hacia una determinada zona de la ciudad.
Nosotros no teníamos reservación en ningún hotel, solo sabíamos que debíamos ir a algún sitio en las inmediaciones de la UNAM en el centro-sur de la ciudad. Fernando Carrión nos había dado la dirección de Carlos Arcos quien estaba haciendo un posgrado en la Flacso y vivía en ese rumbo. Llevábamos también la dirección de Marilú Calisto, quien estudiaba diseño en México y también vivía en las inmediaciones de esa universidad. Sin embargo aunque luego llegamos a ser muy buenos amigos de Carlos y Marilú, en esa época eran dos perfectos desconocidos a cuyas puertas “debíamos” presentarnos, en espera de una amable posada nocturna y algunas pistas de “a dónde correr” en los días subsiguientes para poder comenzar nuestra vida de estudiantes en México. Eran las dos únicas posibles personas a las que podíamos recurrir, entre dieciocho millones de habitantes de esa inmensa ciudad.
En un papelito teníamos la dirección de Carlos Arcos y la de Marilú, escritas con puño y letra de Fernando.
A la persona que nos atendió en la ventanilla del servicio de furgonetas del aeropuerto, cuando me preguntó que a dónde queríamos ir… le dicté la dirección escrita en el papel: - “Avenida Universidad 1900”, le dije; se quedó pensativa, mirándome… entendí que ese dato no era suficiente; ella preguntó: -¿en que colonia?, le leí lo que decía el papel. -“El Altillo”, respondí. -¡No existe esa colonia!, dijo… -¿No tiene el nombre de la intersección?, preguntó. -¡Es cerca de la UNAM!, insistí… -Debe ser en “Copilco”, dijo… y así marcó en el papel que debíamos entregar al conductor de la furgoneta.
En el vehículo viajamos tres personas: una señora que se quedó en el camino, Hernán y yo.
El recorrido nos pareció larguísimo… fuimos conversando con el conductor de algo que le debían preguntar todos los pasajeros y no le interesaba mayormente responder o no tenía muy claras las respuestas: el tamaño de la ciudad, la población, el clima, la congestión… Se animó un poco cuando le comentamos que éramos compatriotas de Ítalo Estupiñán, el futbolista esmeraldeño que había sido figura en un equipo llamado Toluca (en esa época todavía, eran muy jovencitos Alex Aguinaga y los demás goleadores que le han seguido a diversos equipos mexicanos). Sin embargo, tampoco sabía muy bien por dónde se encontraba el Ecuador. Nos ubicaba, más o menso como “uno más de los pequeños países de Centroamérica…”, pero sin mayor precisión ni interés.
Felizmente, él mismo rompió el hielo al cruzar la Avenida Miquel Ángel de Quevedo… -“¡debe de ser por aquí!”, dijo.
Fuimos buscando la dirección, pero no dimos con ella hasta cuando atravesamos la calle Copilco. Averiguamos a algún transeúnte, pero no pudo informarnos nada. Por fin, algún otro al que mencionamos que buscábamos “El Altillo”, nos encaminó hacia la “unidad habitacional” identificada con ese nombre. Era lo que en el Ecuador, denominamos “condominio”, “conjunto residencial” o “programa habitacional”.
Llegamos a la única entrada y luego de bajar de nuestro transporte, vimos que en la garita del acceso, estaba marcado, efectivamente y de forma muy visible, el nombre del conjunto: “Universidad 1900 – El Altillo”. Sin embargo el alma casi se nos cae al piso cundo nos dimos cuenta que Fernando no nos había dado otros datos fundamentales e indispensables: el número del edificio, el piso y el número del departamento de Carlos. Tampoco teníamos el número de teléfono.
Los guardias de la puerta nos dijeron que sin -al menos uno- de esos datos iba a ser imposible encontrar al “señor Arcos”. Ellos no tenían un registro de propietarios o residentes y no tenían forma alguna de ayudarnos.
Como pudimos ver en un plano colgado en esa garita-oficina, El Altillo era un conjunto integrado por veintiún edificios con la planta en forma de cruz y veinticuatro edificios rectangulares… cada uno de ellos tenía cuatro pisos y cuatro departamentos por planta. En total, en esa enorme “unidad habitacional” existían 336 departamentos de un tipo y 384 del otro. Iba a ser imposible encontrar a Carlos Arcos si no contábamos con alguna información adicional de su departamento… el suyo era uno, de los 720 allí existentes.
Decepcionados tomamos un taxi y fuimos a buscar a Marilú, esperanzados en contar con mejor suerte esta vez. La dirección de ella era felizmente muy cercana. El taxi dio vuelta hacia el otro lado para tomar la Avenida Universidad, hacia el sur, en dirección a la calle Copilco y luego enrumbó hacia Insurgentes Sur; un poco antes de llegar a esa importante arteria viramos a la derecha y tomamos por la pequeña calle Cuauhtémoc; en la Colonia Copilco El Bajo.
Esta zona tenía el aspecto de un barrio popular de cualquiera de nuestras ciudades; casitas modestas de máximo dos plantas, construidas en línea de fábrica, muchos negocios en las plantas bajas y niños de todas las edades jugando en las calles. A la casa de Marilú se ingresaba por una puerta de metal de dos hojas, pintada de negro, tipo garaje. El número estaba marcado con pintura blanca, en la parte alta, junto al pulsador de un timbre. Hicimos uso de ese aparatito y nadie respondió. Volvimos a insistir…igual resultado.
En la otra puerta de esa casa funcionaba una “pollería”, una suerte de carnicería pero especializada solo en la venta de pollos -enteros o por presas- y huevos. Si bien parecía que el negocio estaba abierto, una reja de la puerta, cerrada con candado, mostraba que la dueña posiblemente había salido temporalmente y nadie nos atendió.
Dos o tres casas más allá había una pequeña tienda de abarrotes cuyo rótulo rezaba: “Víveres Lulú”, averiguamos allí por la persona que vivía en la puerta negra, junto a la “pollería”…la propietaria de al tienda nos dijo que allí vivían varias jóvenes estudiantes, no sabía sus nombres, así que no pudo darnos más información sobre Marilú pero, en general, nos dijo, ellas vienen tarde, luego de sus clases en la universidad.
Decidimos permanecer allí hasta que esta amiga apareciera, así que despachamos al taxi que continuaba esperándonos. Era uno de esos pequeños taxis Volkswagen escarabajo de color verde sólo existentes en México, a los que les sacan el asiento delantero de la derecha del conductor, para que dos o máximo tres pasajeros, puedan acceder fácilmente al asiento de atrás.
Unos pocos minutos después, la dueña de la “pollería” abrió la puerta de su negocio; ella era la propietaria de la casa. Conocía bien a Marilú a los otros estudiantes que vivían en varios pequeños departamentos a los que se accedía por el garaje y por una tortuosa grada metálica que se desarrollaba en ese espacio.
Ya entrada la noche, comenzaron a llegar las vecinas: "Lupita" estudiante de periodismo, su hermana “Chiquis” y su prima “Coco”, estudiantes de sociología, todas –según supimos después- nativas del norteño Estado y de la ciudad de “Durango” -la tierra de los alacranes- (como reza el corrido). Luego llegó Cristian Calónico, en esa época también estudiante de sociología, aunque posteriormente estudió cine y se graduó de cineasta en la UNAM. Ya bien entrada la noche, algo más tarde que las diez, por fin llegó Marilú. Ella nos encontró instalados en una amena “plática”, como dicen en México a una conversación de cualquier tipo, con las vecinas y con Cristian. Saludamos con ella y nos pudimos ubicar en el “tiempo y en el espacio”, a través de una serie de parientes y amigos comunes.
Charlamos hasta la madrugada, y nos “echamos” (como correspondía) unos tequilas de bienvenida a la tierra del nopal, el pulque, el tequila y el mezcal.
Hernán y yo estábamos agotados por el viaje y las emociones del día, así que en un determinado momento, ya no dábamos más… a pesar de que la conversación, la música y los tragos estaban muy agradables, decidimos que no resistiríamos más y pedimos que nos ubiquen en algún sitio para poder pasar la noche. Ese era un grupo humano, acostumbrado a recibir migrantes y pasajeros de todas partes, así que colchones y sacos de dormir no faltaban. Nos ubicaron en el segundo piso, en el departamento de Marilú… nos dormimos de inmediato; mientras tanto, los demás, siguieron la jarana, durante el resto de la noche.
Así pasamos nuestra primera noche en México. Agotados, “entequilados” y llenos de gratitud con Marilú y sus amigos que nos habían recibido tan cordialmente. Con todos hicimos muy buena amistad durante nuestra estancia en México.
Ya habría tiempo de buscar a Carlos Arcos y de encontrar un lugar donde morar en esa zona que nos pereció agradable y, como pudimos comprobar luego, muy cercana a la Universidad donde íbamos a estudiar. Ya habría tiempo también de ocuparnos de las becas...
Así se inició una aventura de casi tres años en tierras mexicanas.
Pero todo ello será motivo de otros relatos.
Hice un posgrado en esa universidad y viví en México desde fines de 1978 hasta principios de 1981.
De la maravillosa experiencia que fue mi estadía en esa querida patria, guardo no solo afectos y recuerdos sino un montón de anécdotas tanto de la universidad, del de-efe (D.F., el Distrito Federal, la ciudad de México), del país entero… cuanto de los amigos y las personas que conocí en aquel tiempo (mexicanos, ecuatorianos y de todo lado) con los que pudimos compartir la vida en esos años…
Al mirar hacia atrás, he descubierto -con horror- que de esa época –cuyos detalles recuerdo como si hubiesen transcurrido apenas ayer- han pasado treinta años… más de media vida.
Me han entrado… las “saudades” como dicen los brasileros…
En un relato anterior traté de explicar lo que significa “saudade"… esa palabra muy difícil de definir pero que abarca, supera, envuelve y revuelve: añoranzas, melancolías, recuerdos, deseos, sueños, tristezas-alegres y alegrías-tristes.
Me han entrado los “blues”…, (como llaman en New Orleans a ese mismo sentimiento…, pero… en inglés).
Así que he decidido que ha llegado la hora de relatar algunas cosas de mi México, -lindo y querido- como dice la canción.
México fue un corte fundamental en mi vida.
Me alejé de la familia, de la novia, de los amigos, de Quito, del Ecuador, de la vida universitaria de pre-grado…, allá viví maravillosas experiencias, conocí un mundo diferente, enfrenté retos y responsabilidades y… de alguna manera, dejé mi primera vida de joven-estudiante-arquitecto-recién-graduado y pasé a ser joven-arquitecto-recién-graduado-con posgrado; comenzando a ser adulto.
Me fui con un “chimbuzo” de marino al hombro, con algo de ropa y un montón de sueños… y regresé casado (con la misma novia que dejé por acá), con una hija, muebles y enseres, un perro, una guitarra, la satisfacción de haber superado una meta, algo más de experiencia y un montón de responsabilidades.
Pero… para hablar de México, hay que comenzar desde el principio.
¿Cómo fui a parar a México?
En realidad estos relatos debería relatarlos en plural pues parte de la vivencias las compartí con mi mujer (las del segundo año), pero las del principio (las del primer año) las viví con mi colega y amigo Hernán Burbano, pues con él nos metimos en esa aventura del viaje y del posgrado…
Los dos “fuimos a parar” a aquellas tierras.
…Así que retomaré la narración de esa manera:
“Viajamos a México” con mi amigo Hernán…, cada cual con un “chimbuzo” de marino al hombro, con algo de ropa y un montón de sueños…
Nos habían aceptado en una maestría en “investigación y docencia”, en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México, la archifamosa y archiconocida UNAM, una de las universidades más respetables y más grandes del mundo….
Movimos cielo y tierra, llenamos cientos de formularios, presentamos toneladas de papeles y logramos obtener un crédito educativo y dos becas para sortear los requerimientos de pasajes de avión, alojamiento, comida, gastos académicos y personales durante los dos años y más, que iba a durar este reto académico en la UNAM.
Desde varios meses atrás, luego de graduarnos de arquitectos en la Universidad Central de Quito, nos propusimos salir del país para hacer un posgrado y ahora se nos había abierto esa oportunidad en tierras mexicanas. Así que viajamos al norte para salir adelante en ese cometido.
Como ya he relatado anteriormente, en la Universidad Central desarrollamos una tesis que fue famosa en su época: el Programa de vivienda popular de la Cooperativa “Santa Faz” de la ciudad de Riobamba, junto al propio Hernán, Carlos Jácome y César Rosero. La tesis la desarrollamos entre 1975 y 1977. Nos graduamos en ese año y con Hernán y César construimos posteriormente dos prototipo de las viviendas diseñadas para esa organización popular.
Estábamos armando un seminario sobre “metodologías de diseño”, cuando tuvimos que volcar nuestra energía a la organización de un ciclo de conferencias sobre la “planificación y sus perspectivas” y “el problema de la vivienda en América Latina” que iba a ser dictada por el arquitecto colombiano Emilio Pradilla Cobos.
A través de un amigo común, Fernando había logrado invitar a Pradilla quien, en esa época, ya era muy conocido por su libro “Arquitectura, urbanismo y dependencia neocolonial”, escrito conjuntamente con Carlos Jiménez, publicado por la SIAP, la Sociedad Interamericana de Planificación; así que le contactó y pudo ponerse de acuerdo con él, para que viniera a Quito a dictar las charlas mencionadas.
Logramos el apoyo del Colegio de Arquitectos y de la Facultad de Arquitectura de la Central y armamos el evento durante los días 2, 3 y 4 de febrero de 1978, en la FAU y en CIUDAD.
En las conversaciones que pudimos mantener con el conferencista, nos enteramos que estaba viviendo en México y era docente del posgrado que la Escuela de Arquitectura – Autogobierno, de la UNAM había abierto en dos áreas: “arquitectura” y “urbanismo”.
Le comentamos nuestro interés en poder realizar un posgrado y muy amablemente nos ofreció gestionar nuestra admisión; para ello, siguiendo sus indicaciones, escribimos nuestras solicitudes formales y se las entregamos junto a varios anexos, para que pudiera llevarlas a la UNAM a su regreso a México.
Nos advirtió, sin embargo, que la admisión era una parte del asunto, pero que no podía garantizarnos una beca. Con la carta de respuesta a nuestra solicitud que nos enviaría la Escuela, nosotros deberíamos golpear todo tipo de puertas para conseguir el financiamiento que nos permitiría realizar el viaje y cursar ese posgrado cuya duración era mínimo de dos años.
Pradilla cumplió su ofrecimiento y nos envió a Hernán y a mí, una carta de admisión y un certificado de estar inscritos en los curos de posgrado.
Las dos venían fechadas en la Ciudad Universitaria, D. F., 21 de febrero de 1978 y suscritas por los arquitectos Miguel Hierro Gómez, coordinador de la maestría en arquitectura y Emilio Pradilla Cobos, coordinador del área de urbanismo
Las dos tenían el sello de la UNAM y un encabezado que decía: “División de Estudios de Posgrado – Autogobierno”
La primera estaba dirigida a cada uno de nosotros a la dirección de CIUDAD; la mía rezaba:
Arq. Mario Vásconez Suárez
Adollfo de Valdez 409
Quito - Ecuador
Comunicamos a Ud. que de acuerdo a la solicitud de inscripción presentada para el Curso Introductorio a la Maestría en Arquitectura en el Área de Urbanismo, para el ciclo lectivo que principia en septiembre de 1978, así como el plan de trabajo de la investigación por desarrollar han sido considerados aceptados y se le extiende la constancia correspondiente con objeto de que pueda realizar sus trámites.
La segunda -la certificación- decía, en cada caso:
A quien corresponda
La presente sirve para hacer constar que el ARQ. MARIO VASCONEZ SUAREZ ha presentado su solicitud de inscripción al Curso Introductorio a la Maestría en Arquitectura, para el ciclo lectivo de: Septiembre 1978 y ha sido aceptado, habiendo cubierto los requisitos que establece la División de Estudios Superiores de la Escuela Nacional de Arquitectura para su admisión.
Se extiende la presente constancia para los fines correspondientes.
Con estas cartas de aceptación comenzamos un largo peregrinar para conseguir nuestras becas.
Visitamos las oficinas del Instituto Ecuatoriano de Crédito Educativo y Becas – IECE. Allí tuvimos que llenar largos formularios y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas por certificaciones y cartas de recomendación de las autoridades universitarias y de nuestros profesores. Fuimos preseleccionados en fase de primera instancia y luego de una entrevista personal, el comité de crédito y becas, nos anunció que finalmente el IECE había decidido otorgarnos un crédito educativo para los pasajes, gastos iniciales y matrícula y un monto mínimo para manutención durante el primer año en México. El otorgamiento de los recursos requeridos para el segundo año dependería de nuestros “resultados académicos”.
Firmamos decenas de papeles con copias de todos los colores, conseguimos un garante y nombramos a un apoderado encargado de cobrar cada trimestre el monto concedido (si no me equivoco, el equivalente en sucres de US$ 200 por mes). Mi hermano Jaime y Cachito Burbano, hermano de Hernán, fueron las “amables víctimas” de esa ingrata tarea. Ellos tuvieron que ir trimestralmente al IECE a retirar ese dinero, cambiarlo a dólares y enviárnoslo por correo en un cheque certificado, cobrable en el extranjero.
Nuestros apoderados debían igualmente hacer todos los papeleos para presentar nuestras notas, certificados trimestrales de estar cursando la maestría y tramitar la renovación del crédito para el segundo año….
Mientras realizábamos todos esos trámites, seguimos moviéndonos en busca de una beca, pues con seguridad, el monto del crédito no iba a permitirnos vivir adecuadamente en la capital mexicana…
Nos enteremos que la OEA, la Organización de Estados Americanos, tenía un sistema de becas llamadas “PRA” (Programa Regional de Adiestramiento), para que profesionales de los países americanos, pudieran continuar su capacitación en universidades de la región. Con las cartas que nos había enviado Emilio, que certificaban nuestra admisión en la UNAM, pudimos presentar, los papeles en la OEA; e igual tuvimos que llenar largos formularios y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas por certificaciones y cartas de aval y de recomendación.
Luego de dos o tres semanas, nos contactaron de la oficina de la OEA en Quito; en una escueta nota nos anunciaban que habíamos sido preseleccionados para una beca PRA; los resultados definitivos, sin embargo, nos anunciarían luego del proceso de selección final que debía darse en una reunión en Washington a fines de ese año.
Nosotros, por nuestro lado, fuimos a la embajada mexicana para tramitar la visa que requeríamos para poder viajar a México como estudiantes. Allí también tuvimos que llenar extensos formularios y entregar copias y originales de una serie de documentos y certificaciones. Las cartas de admisión de la UNAM, los pasajes de ida y vuelta comprados con el crédito del IECE y la certificación de ese organismo respecto a la cantidad mensual que nos iba a entregar, fueron de gran ayuda. Sin embargo, el monto mensual que disponíamos no era suficiente para vivir dignamente en México, así que el funcionario que nos atendió nos adelantó que no nos podría otorgar el “Formulario Migratorio” para estudiantes, el famoso “FM9”. Le señalamos que estábamos “preseleccionados” para la beca de la OEA, pero esa certificación no era suficiente. Nada garantizaba que las becas iban a ser otorgadas…
Con los documentos que disponíamos, logramos que ese empleado del consulado, nos otorgara -al menos-, visas de turismo para desplazarnos a México. Total disponíamos de pasajes de ida y vuelta y el monto que el IECE nos había dado para la matricula en la UNAM, los gastos del viaje y la manutención para el primer trimestre.
Nos otorgaron pues, una visa condicionada de turismo, si obteníamos la beca de la OEA, debíamos presentarnos en la Secretaría de Gobernación en la ciudad de México para cambiar nuestra condición migratoria y que se nos emitieran el tan mentado “FM9”.
De tantas idas y vueltas por el consulado, terminamos haciendo amistad con la persona que nos atendía… una tarde, al ver nuestra angustia ante tanta incertidumbre, nos comentó que él recordaba que a través del consulado se había enviado a la cancillería de nuestro país una carta con un ofrecimiento de becas de posgrado de la propia UNAM para profesionales ecuatorianos. Nos recomendó presentarnos en la Cancillería para averiguar qué había acontecido con esos documentos.
Fuimos al Ministerio de Relaciones Exteriores con la información, pero sin una copia de la carta en mención, pues en la embajada no nos la pudieron entregar. Después de rodar por numerosas oficinas y dependencias de la cancillería, dimos con la dichosa comunicación de la embajada mexicana en la que se ofrecía al Ecuador dos becas de posgrado. La documentación había sido enviada al IECE para que se promocionaran esas becas en las diversas universidades y ciudades del país.
Regresamos pues al IECE con las fechas de esas cartas pero sin copia alguna, pues tampoco en la Cancillería nos las pudieron proporcionar.
En el IECE luego de bucear en incontables dependencias y archivos, logramos dar con la documentación… esas becas no se habían promocionado mayormente y felizmente nadie había aplicado a ellas. Logramos que nos den todos los requisitos y formularios y, nuevamente, después de llenarlos (ya éramos expertos) y entregar copias documentadas de nuestras hojas de vida, acompañadas de todas las certificaciones y cartas de recomendación que andábamos a cargar por todos lados, fuimos seleccionados para las tan esperanzadoras becas de la UNAM.
En el IECE pedimos que nos dieran una certificación de ese “proceso y resultado” para poder tramitar la visa, pero nos respondieron que todavía no teníamos ninguna seguridad de conseguir la beca. Habíamos sido escogidos para optar por ella, pero la decisión la tenían el gobierno mexicano y la UNAM. El procedimiento era el siguiente: el IECE comunicaba nuestros nombres a la Cancillería ecuatoriana; ésta, a su vez, a la embajada del Ecuador en México, la Embajada a la Secretaría de Relaciones Exteriores de México y ésta a la UNAM para que esa casa de estudios decida si aceptaba o no, la postulación del gobierno ecuatoriano. Solo cuando la UNAM hubiese analizado nuestra documentación, podría decidir si nos concedía la beca o no.
La decisión se nos comunicaría de la misma forma, es decir merced a todas esas instancias, pero siguiendo el camino inverso.
Corría el mes de julio, así que pensamos que todavía tendríamos tiempo para conocer el resultado de todo ese complicado proceso. Nuestro viaje estaba previsto para septiembre, así que todavía teníamos un par de meses hasta saber que resultado tendría nuestra candidatura.
En medio de esa espera alguien nos aconsejó adelantar algo que de seguro iba a ser indispensable en México. Debíamos tener la precaución de llegar a ese país con el “pensum de estudios”, el récord académico (las materias aprobadas y las notas obtenidas), el acta de grado y el título de arquitecto de la Universidad Central, debidamente refrendados y avalados.
Averiguado ese proceso gracias a la experiencia de algún amigo que ya debió vivirlo, comenzamos un lago y paciente peregrinar por una serie de oficinas y dependencias.
Nosotros nos habíamos graduado un año atrás, el 20 junio de 1977, y habíamos refrendado el título diez días después… En ese documento los sellos y las firmas del decano y el secretario de la facultad de arquitectura y urbanismo no eran suficientes, debía inscribirse -para poder obtener una firma y un sello- en la Oficina de Documentación Estudiantil de la Universidad y luego debían ser inscrito en el rectorado con la firma del Rector y el Procurador de la Universidad Central.
Sin embargo debimos hacer el mismo tipo de trámite para las certificaciones del acta de grado, el pensum y las notas obtenidas en la Facultad durante nuestra etapa estudiantil. En agosto logramos la legalización de esos documentos gracias a la firma del Rector y el Procurador de la Universidad.
La firma de ese funcionario en el título, el acta, el pensum y las notas, debía ser validada y refrendada por el “Director de refrendación y registro de títulos”, del Ministerio de Educación.
La firma y sello de ese señor debía ser validada y refrendada por el Director del Departamento de Legalización y Pasaportes del Ministerio de Relaciones Exteriores y las de éste, a su vez, por el Embajador de México en el Ecuador para poder seguir los trámites en aquel país.
Ya en México deberíamos llevar la documentación a la Secretaría de Relaciones Exteriores para que el nombre y la firma del Embajador puedan certificarse y validarse; luego tendríamos que desplazarnos al Rectorado de la UNAM, a la secretaría de la Escuela Nacional de Arquitectura y por último a la secretaría de la División de Estudios de Posgrado – Autogobierno.
En el Ecuador logramos disponer de todos los sellos y firmas entre el 25 de agosto de 1978 y el 07 de septiembre de ese año.
Un vez en México, comenzamos el trámite a fines de en septiembre y nos entregaron validado en la Secretaría de RREE el 18 de octubre. Logramos así, entregar la documentación, en la División de Posgrado del Autogobierno, a fines de octubre de ese año.
Pero no debo adelantar el relato.
Viajamos a México el viernes 15 de septiembre desde Guayaquil, pues habíamos decidido asistir a la VIII CLEFA (Conferencia Latinoamericana de Escuela y Facultades de Arquitectura, que tuvo lugar en esa ciudad, organizada por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo Universidad Estatal de Guayaquil, desde el lunes 11 de septiembre, sobre un tema por demás sugerente que nos interesaba sobremanera: "La arquitectura en los asentamientos humanos de América Latina".
Nuestra salida fue a primera hora de la mañana en “Ecuatoriana de Aviación”, vía Panamá.
Llegamos a México al atardecer, nos asombró la inmensidad de la ciudad. Desde el aire, con las luces comenzando a encenderse, la ciudad parecía no tener inicio ni fin, no sé cuanto tiempo sobrevolamos sobre un océano de luces, casas, edificios, autopistas, avenidas y calles repletas de carros en lo que parecía una congestión colosal sin posibilidad de despejarse nunca.
Aterrizamos en el aeropuerto Internacional “Benito Juárez”. Acostumbrados a nuestros pequeños aeropuertos, éste era un verdadero maremágnum, la fila de la migración y la de aduanas eran gigantescas; parecía que no caminaban y ni iban a terminar nunca. Después de varias horas, salimos por fin al exterior.
Felizmente algún buen samaritano nos había advertido que no debíamos tratar de tomar taxi, la mejor opción para desplazase desde el aeropuerto era un servicio de minibuses que se compartían con otros pasajeros. La tarifa era variable en función de la distancia y salían cuando se reunía un número “suficiente” de clientes, hacia una determinada zona de la ciudad.
Nosotros no teníamos reservación en ningún hotel, solo sabíamos que debíamos ir a algún sitio en las inmediaciones de la UNAM en el centro-sur de la ciudad. Fernando Carrión nos había dado la dirección de Carlos Arcos quien estaba haciendo un posgrado en la Flacso y vivía en ese rumbo. Llevábamos también la dirección de Marilú Calisto, quien estudiaba diseño en México y también vivía en las inmediaciones de esa universidad. Sin embargo aunque luego llegamos a ser muy buenos amigos de Carlos y Marilú, en esa época eran dos perfectos desconocidos a cuyas puertas “debíamos” presentarnos, en espera de una amable posada nocturna y algunas pistas de “a dónde correr” en los días subsiguientes para poder comenzar nuestra vida de estudiantes en México. Eran las dos únicas posibles personas a las que podíamos recurrir, entre dieciocho millones de habitantes de esa inmensa ciudad.
En un papelito teníamos la dirección de Carlos Arcos y la de Marilú, escritas con puño y letra de Fernando.
A la persona que nos atendió en la ventanilla del servicio de furgonetas del aeropuerto, cuando me preguntó que a dónde queríamos ir… le dicté la dirección escrita en el papel: - “Avenida Universidad 1900”, le dije; se quedó pensativa, mirándome… entendí que ese dato no era suficiente; ella preguntó: -¿en que colonia?, le leí lo que decía el papel. -“El Altillo”, respondí. -¡No existe esa colonia!, dijo… -¿No tiene el nombre de la intersección?, preguntó. -¡Es cerca de la UNAM!, insistí… -Debe ser en “Copilco”, dijo… y así marcó en el papel que debíamos entregar al conductor de la furgoneta.
En el vehículo viajamos tres personas: una señora que se quedó en el camino, Hernán y yo.
El recorrido nos pareció larguísimo… fuimos conversando con el conductor de algo que le debían preguntar todos los pasajeros y no le interesaba mayormente responder o no tenía muy claras las respuestas: el tamaño de la ciudad, la población, el clima, la congestión… Se animó un poco cuando le comentamos que éramos compatriotas de Ítalo Estupiñán, el futbolista esmeraldeño que había sido figura en un equipo llamado Toluca (en esa época todavía, eran muy jovencitos Alex Aguinaga y los demás goleadores que le han seguido a diversos equipos mexicanos). Sin embargo, tampoco sabía muy bien por dónde se encontraba el Ecuador. Nos ubicaba, más o menso como “uno más de los pequeños países de Centroamérica…”, pero sin mayor precisión ni interés.
Felizmente, él mismo rompió el hielo al cruzar la Avenida Miquel Ángel de Quevedo… -“¡debe de ser por aquí!”, dijo.
Fuimos buscando la dirección, pero no dimos con ella hasta cuando atravesamos la calle Copilco. Averiguamos a algún transeúnte, pero no pudo informarnos nada. Por fin, algún otro al que mencionamos que buscábamos “El Altillo”, nos encaminó hacia la “unidad habitacional” identificada con ese nombre. Era lo que en el Ecuador, denominamos “condominio”, “conjunto residencial” o “programa habitacional”.
Llegamos a la única entrada y luego de bajar de nuestro transporte, vimos que en la garita del acceso, estaba marcado, efectivamente y de forma muy visible, el nombre del conjunto: “Universidad 1900 – El Altillo”. Sin embargo el alma casi se nos cae al piso cundo nos dimos cuenta que Fernando no nos había dado otros datos fundamentales e indispensables: el número del edificio, el piso y el número del departamento de Carlos. Tampoco teníamos el número de teléfono.
Los guardias de la puerta nos dijeron que sin -al menos uno- de esos datos iba a ser imposible encontrar al “señor Arcos”. Ellos no tenían un registro de propietarios o residentes y no tenían forma alguna de ayudarnos.
Como pudimos ver en un plano colgado en esa garita-oficina, El Altillo era un conjunto integrado por veintiún edificios con la planta en forma de cruz y veinticuatro edificios rectangulares… cada uno de ellos tenía cuatro pisos y cuatro departamentos por planta. En total, en esa enorme “unidad habitacional” existían 336 departamentos de un tipo y 384 del otro. Iba a ser imposible encontrar a Carlos Arcos si no contábamos con alguna información adicional de su departamento… el suyo era uno, de los 720 allí existentes.
Decepcionados tomamos un taxi y fuimos a buscar a Marilú, esperanzados en contar con mejor suerte esta vez. La dirección de ella era felizmente muy cercana. El taxi dio vuelta hacia el otro lado para tomar la Avenida Universidad, hacia el sur, en dirección a la calle Copilco y luego enrumbó hacia Insurgentes Sur; un poco antes de llegar a esa importante arteria viramos a la derecha y tomamos por la pequeña calle Cuauhtémoc; en la Colonia Copilco El Bajo.
Esta zona tenía el aspecto de un barrio popular de cualquiera de nuestras ciudades; casitas modestas de máximo dos plantas, construidas en línea de fábrica, muchos negocios en las plantas bajas y niños de todas las edades jugando en las calles. A la casa de Marilú se ingresaba por una puerta de metal de dos hojas, pintada de negro, tipo garaje. El número estaba marcado con pintura blanca, en la parte alta, junto al pulsador de un timbre. Hicimos uso de ese aparatito y nadie respondió. Volvimos a insistir…igual resultado.
En la otra puerta de esa casa funcionaba una “pollería”, una suerte de carnicería pero especializada solo en la venta de pollos -enteros o por presas- y huevos. Si bien parecía que el negocio estaba abierto, una reja de la puerta, cerrada con candado, mostraba que la dueña posiblemente había salido temporalmente y nadie nos atendió.
Dos o tres casas más allá había una pequeña tienda de abarrotes cuyo rótulo rezaba: “Víveres Lulú”, averiguamos allí por la persona que vivía en la puerta negra, junto a la “pollería”…la propietaria de al tienda nos dijo que allí vivían varias jóvenes estudiantes, no sabía sus nombres, así que no pudo darnos más información sobre Marilú pero, en general, nos dijo, ellas vienen tarde, luego de sus clases en la universidad.
Decidimos permanecer allí hasta que esta amiga apareciera, así que despachamos al taxi que continuaba esperándonos. Era uno de esos pequeños taxis Volkswagen escarabajo de color verde sólo existentes en México, a los que les sacan el asiento delantero de la derecha del conductor, para que dos o máximo tres pasajeros, puedan acceder fácilmente al asiento de atrás.
Unos pocos minutos después, la dueña de la “pollería” abrió la puerta de su negocio; ella era la propietaria de la casa. Conocía bien a Marilú a los otros estudiantes que vivían en varios pequeños departamentos a los que se accedía por el garaje y por una tortuosa grada metálica que se desarrollaba en ese espacio.
Ya entrada la noche, comenzaron a llegar las vecinas: "Lupita" estudiante de periodismo, su hermana “Chiquis” y su prima “Coco”, estudiantes de sociología, todas –según supimos después- nativas del norteño Estado y de la ciudad de “Durango” -la tierra de los alacranes- (como reza el corrido). Luego llegó Cristian Calónico, en esa época también estudiante de sociología, aunque posteriormente estudió cine y se graduó de cineasta en la UNAM. Ya bien entrada la noche, algo más tarde que las diez, por fin llegó Marilú. Ella nos encontró instalados en una amena “plática”, como dicen en México a una conversación de cualquier tipo, con las vecinas y con Cristian. Saludamos con ella y nos pudimos ubicar en el “tiempo y en el espacio”, a través de una serie de parientes y amigos comunes.
Charlamos hasta la madrugada, y nos “echamos” (como correspondía) unos tequilas de bienvenida a la tierra del nopal, el pulque, el tequila y el mezcal.
Hernán y yo estábamos agotados por el viaje y las emociones del día, así que en un determinado momento, ya no dábamos más… a pesar de que la conversación, la música y los tragos estaban muy agradables, decidimos que no resistiríamos más y pedimos que nos ubiquen en algún sitio para poder pasar la noche. Ese era un grupo humano, acostumbrado a recibir migrantes y pasajeros de todas partes, así que colchones y sacos de dormir no faltaban. Nos ubicaron en el segundo piso, en el departamento de Marilú… nos dormimos de inmediato; mientras tanto, los demás, siguieron la jarana, durante el resto de la noche.
Así pasamos nuestra primera noche en México. Agotados, “entequilados” y llenos de gratitud con Marilú y sus amigos que nos habían recibido tan cordialmente. Con todos hicimos muy buena amistad durante nuestra estancia en México.
Ya habría tiempo de buscar a Carlos Arcos y de encontrar un lugar donde morar en esa zona que nos pereció agradable y, como pudimos comprobar luego, muy cercana a la Universidad donde íbamos a estudiar. Ya habría tiempo también de ocuparnos de las becas...
Así se inició una aventura de casi tres años en tierras mexicanas.
Pero todo ello será motivo de otros relatos.