viernes, 25 de febrero de 2011

Kenia 2: El mejor chiste y sus consecuencias.

En general soy un buen contador de chistes, tengo buena voz, no he hecho teatro pero al contar un chiste aplico en lo posible lo poco que conozco de las artes escénicas: hago mímica, expreso mucho con ojos y manos, imito dialectos y modulo la voz. Cuando cuento un chiste la gente casi siempre ríe de buena gana.

En mis múltiples viajes he descubierto que aun traduciendo nuestros chistes puedo obtener los mismos resultados, la gente disfruta cuando cuento un buen chiste.

Lo que no he podido hasta ahora, es romper las barreras culturales en relación a este tema.

En todos los países latinoamericanos las personas ríen cuando el chiste es bueno. En casi todos los países europeos, sobre todo en los mediterráneos acontece lo propio. Aun si he debido traducir e improvisar la expresión del chiste en francés o en español de España, la gente también ríe. Tengo más dificultades con el inglés, así que más bien por esa limitación, improviso menos, en ese idioma; pero cuando he contado ciertos chistes en Estados Unidos, en Inglaterra o en los países europeos del norte, parece que si soy capaz de trasmitir la parte cómica de la historia y la gente también ríe.

En Asia en cambio, el asunto es terrible. Puede ser que mi inglés sea insuficiente y si el del auditorio es igualmente precario, eso hace mucho más difícil la expresión y la compresión de la broma; pero estoy convencido que a eso se añade la dificultad cultural de poder entendernos.

A chinos y japoneses, con quienes me ha sido factible conversar en ingles sobre temas serios, me ha sido en cambio totalmente difícil hacerles reír. Aun en los casos en que el chiste ha sido contado en un contexto de diversas nacionalidades, los no-asiáticos ríen estrepitosamente, lo que muestra que fue bien contado y se entendió, en tanto que los asiáticos me miran con una cierta ternura y una leve sonrisa casi de compasión. Penetrar en sus personalidades a través del humor es casi impensable. Prácticamente he desistido. Me da la impresión que nunca podré hacerlo.

Naturalmente hay excepciones. Tengo buenos amigos japoneses que disfrutan de los chistes. Han vivido en América Latina y hablan español, claro.
  
En otros lugares donde las barreras culturales hacen inmanejable el tema de los chistes es en India, Pakistán, Bangladesh y afines. Su sentido del humor es otro; pero además tienen una complicación adicional; a nuestros gestos de afirmación o asentimiento cuando movemos la cabeza de de arriba hacia bajo de forma reiterativa y de negación cuando lo hacemos de izquierda a derecha varias veces, ellos han sumando cosas complicadísimas.

Cuando alguien habla, ellos mueven la cabeza de izquierda a derecha para expresar que entienden o que están de acuerdo; la persona de algún otro confín del mundo que les está dirigiendo la palabra, siente incomprensión total y rechazo del auditorio.

Cuando están de acuerdo con algo, alzan la cabeza y hacen un gesto leve y un mínimo chasquido con al lengua y, en cambio cuando quieren mostrar que han entendido y desean alentar a quien habla para que siga adelante con el relato, hacen movimientos de la cabeza, balanceándola de un hombro al otro sucesivamente como cuando nosotros queremos expresar una duda. A eso se añaden dos o tres movimientos complementarios como describiendo pausadamente un número ocho o una clave de sol con la cabeza, que significan “podría ser”, “quizás” o “no estoy tan seguro”.

¿Se imaginan lo complicado que resulta contar un chiste en ese contexto?

En cambio en donde he tenido total éxito para los chistes es en África. En los países anglófonos un poco menos, por mis propias limitaciones en el manejo del inglés; pero en los francófonos, éxito total. Supongo, porque la traducción del español al francés es más fácil y directa y porque me desenvuelvo mejor en ese idioma. Casi siempre los chistes que he podido contar a colegas africanos de habla francesa, han tenido un tremendo éxito y casi siempre, con ellos, las veladas de chistes son largas y amenas como acontece en nuestros países.

El chiste que más éxito ha tenido, recuerdo hasta ahora, lo conté en Nairobi a un grupo de colegas de varias nacionalidades cuando creamos el “Secretariado Internacional del Agua”. Entre los presentes en una noche de confraternidad, la mayoría hablaba francés, comenzamos a contar chistes y yo conté uno que hizo reír casi hasta desfallecer a nuestro colega senegalés  Ibrahima Cheikh Diong.

El chiste es muy simple: Son dos jóvenes que están sin hacer nada, fumando un cigarrillo en una esquina del barrio y ven pasar a una muchacha verdaderamente atractiva, con un cuerpo escultural, largas piernas, caderas cimbreantes cubiertas apenas por su minifalda y un gran escote que deja entrever su bien dotada delantera. Uno de ellos menciona: -¡mira viejo…!, ¡cómo no atraparla y.. ¡pun! Y, al decirlo, hace al mismo tiempo un gesto con los dos codos pegados a su cuerpo, lo antebrazos en ángulo recto extendidos hacia delante, las manos con las palmas hacia arriba con los dedos cerrados y, con un movimiento como que jala algo hacia el tronco, acerca ese objeto imaginario hacia el bajo vientre. El otro le mira indignado y le dice, - ¡cómo…!, ¡fíjate que es mi hermana!.  El primero saca los ojos, como expresando que ha metido la pata con su amigo y hace un gesto lento regresando los brazos a la posición original al mismo tiempo que gira las muñecas para que las palmas queden hacia abajo, como en el movimiento inverso de un tirabuzón y exclama al mismo tiempo: - ¡Ups!, ¡perdón!.

Ibrahima reía hasta más no poder. Repetía con sus brazos los movimientos descritos en el chiste y volvía a reír. Volvía a hacerlo… repitiendo con hilaridad: -“¡Ups!, ¡perdón!”, y volvía a reír sin descanso. Por supuesto todos reíamos más, al verle reír de esa manera y el asunto se prologó hasta que todos lagrimeábamos y jadeábamos por falta de aire.

De todos los chistes que he contado, nunca ningún otro ha tenido tanto éxito para una persona. ¿No se por qué? Pero esa historia casi acaba con mi amigo de tanto reír.

Unos pocos meses después, el Consejo de Concertación sobre Agua Potable y Saneamiento (WSSCC) organizó el “Primer Foro Global del Agua” en Oslo, la capital de Noruega. Yo fui invitado a esa reunión como representante de América Latina y mi amigo Ibrahima Sheik Diong como representante de África Occidental Francófona en el SIA.

Debido a la dificultad de los vuelos y conexiones aéreas desde esta región del mundo, llegué a Oslo el lunes al final de la mañana, cuando el evento ya se había iniciado. Me registré en el hotel y me dirigí de inmediato al lugar donde transcurría el Foro. Llegué cuando los participantes habían concluido la sesión de la mañana y estaban reunidos en un gigantesco salón restaurante en espera de que se les sirviera el almuerzo. El local albergaba varias decenas de mesas redondas, cada una para ocho o diez personas; y cuando legué estaban completamente, lleno.

Como no conocía prácticamente a nadie, comencé a desplazarme entre las mesas, queriendo pasar desapercibido con cara de despistado, con la esperanza de que por ahí, por casualidad, asomara algún amigo. Estaba en eso cuanto, a una buena distancia, un gigante africano de casi dos metros se levantó y gritando mi nombre me hizo señas de  que me acercara hacia su mesa.

Cuando llegué, Ibrahima se abalanzó a abrazarme, como buen francófono me besó tres veces en las mejillas; luego me palmeó la espalda con fuerza y casi de inmediato, con los dos codos pegados a su cuerpo, los antebrazos en ángulo recto extendidos hacia delante, las manos con las palmas hacia arriba con los dedos cerrados y, con un movimiento como jalando algo hacia el tronco, acercó ese objeto imaginario hacia el bajo vientre. Luego describió con sus brazo el camino inverso, diciendo al mismo tiempo: -“¡Ups!,¡perdón!”.

Reía estrepitosamente y seguía palmándome la espalda invitándome a tomar asiento.

Imposible pasar desapercibido. No sabía donde meterme. En pocos segundos, los dos representantes del “Secretariado Internacional del Agua” habíamos pasado del total anonimato al protagonismo total en ese Foro.

Felizmente, ya en las sesiones, los dos dijimos cosas relativamente coherentes y no quedamos tan mal. Yo por supuesto tuve que contar a cuanto participante quiso escuchar, el famoso chiste de mi amigo Ibrahima. Me han referido posteriormente que los japoneses siguen sin entenderlo.

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