Llegué a Egipto por primera vez en 1986
Yo había terminado mi investigación sobre la Movilidad Urbana en Quito y me habían invitado como ponente a la “III Conferencia Mundial sobre Transporte Urbano en los Países en Desarrollo”, evento que con cierta regularidad organizaba la Asociación CODATU y la Federación Mundial de Ciudades Unidas.
Aterricé en el aeropuerto de El Cairo temprano en la mañana y la persona que me esperaba me condujo al hotel; en la recepción se me informó que los organizadores habían previsto que los participantes se alojasen en habitaciones compartidas. A mi se me había asignado un cuarto junto a un señor de apellido Banjo proveniente de Nigeria. Agradecí la información y me dejé conducir a la habitación por el amable botones del hotel.
Al llegar observé que alguien había estado allí antes que yo; varios documentos cuidadosamente ordenados sobre el escritorio y algunos objetos personales así lo evidenciaban. Vacíe mi maleta, dejé sobre el velador alguna novela que había traído para leer en el avión, coloqué en el baño mis artículos de aseo personal y procedí de inmediato a dejar una pequeña nota a mi “roommate”. No recordaba -con esas confusiones y desconocimiento geográficos que todos tenemos- si era en Nigeria donde se hablaba ingles y si en Niger francés, pero de todas formas opté por la primera lengua y usando una pequeña tarjeta dirigida al Dr. Banjo, escribí unas pocas líneas, me presenté, mencioné mi país de origen y añadí que tendría mucho gusto en conocerlo y saludarlo personalmente. Fue el único gesto cortes y amable que tuve para este colega nigeriano durante toda esa semana en tierra egipcia.
Mis amigos Ettiene Henry y Oscar Figueroa que trabajaban en el Instituto de Investigaciones del Transporte de Francia llegaron desde París, nos topamos en el hotel y de inmediato salimos a caminar para ubicarnos en El Cairo. Les hablé de un pequeño restaurante que había encontrado un par de horas antes y fuimos allá con un simpático grupo de “transportólogos” de diferentes nacionalidades. La velada por supuesto se prolongó en medio de una agradable conversación multicultural acompañada de vino, cerveza y delicados platos de la comida egipcia.
Llegamos al hotel pasado la media noche y al pedir la llave de mi cuarto, en la recepción me informaron que la tenía mi colega el Dr. Banjo quien había llegado tres o cuatro horas antes. No tuve otra opción que tomar el ascensor y golpear la puerta de nuestro cuarto. No obtuve respuesta luego de dos o tres golpes realizados de forma delicada durante un par de ocasiones así que a la tercera vez opté por golpear de manera menos respetuosa. Sin prender la luz una sombra se levantó, abrió la puerta y con un leve sonido más cercano a un gruñido que a un saludo de buenas noches, volvió a su cama y continuó durmiendo. No me atreví a prender la luz, me cambié en el baño y me acosté tratando de no hacer ruido. Al despertarme en la mañana mi colega había abandonado la habitación.
En la noche del martes, mi segundo día en El Cairo, los organizadores habían previsto una ceremonia formal de inauguración y una generosa recepción con buenos vinos, deliciosa comida y música típica local. Por supuesto allí nos topamos con muchos otros buenos amigos y la noche se prolongó significativamente, salimos tarde y regresamos caminando a nuestro hotel. Al llegar se repitió la historia. En la recepción me informaron que desde hacia ya varias horas el Dr. Banjo estaba descansando en nuestra habitación. No quise recurrir a la opción de golpear la puerta nuevamente, así que pedí que un botones me acompañara con la llave maestra para abrirme la puerta sin molestar al otro inquilino. Amablemente así lo hicieron y un diligente joven subió conmigo en el ascensor, usó la llave, giró el pomo de la puerta con la mano derecha y a medida que extendía el brazo para abrirla, usando la mano izquierda hizo un amable gesto invitándome a pasar. Desgraciadamente el movimiento de la puerta se topó con el obstáculo de la cadena de seguridad que el Dr. Banjo había colocado desde el interior y rebotó hacia afuera cerrándose estrepitosamente. La escena de la noche anterior se repitió de manera casi idéntica, una sombra abrió la puerta y con un gruñido volvió a la cama y continuó durmiendo. Al despertarme en la mañana mi colega había abandonado la habitación.
El miércoles, mi tercer día en el Cairo, juré que no iba a ser nuevamente tan descortés con mi compañero de alojamiento y regresé temprano al hotel, pedí la llave de nuestro cuarto y me dispuse a leer en espera del Dr. Banjo para poder saludar y presentarle personalmente mis disculpas por las molestias de las noches precedentes. Estaba leyendo cuando recibí una llamada; era Ettiene Henry para invitarme a tomar una copa de champagne que la administración del hotel ofrecía a los organizadores de la Conferencia. Salí de mi cuarto, me dirigí al lugar al que me habían convocado y efectivamente compartimos en “petit comité” la gentileza del hotel que, en realidad eran varias y no solo una copa por persona. Al salir alguien sugirió brindar con un buen ron que Manuel Alepúz había traído de Cuba y con algún otro líquido que algún otro amigo había traído de quien sabe donde. Nos reunimos en la habitación de Oscar y Ettiene… como a la una de la madrugada en medio de buena música, mejores chistes, risas y diálogos interminables, sentí algo en el bolsillo de mi pantalón y con horror me di cuenta que había traído conmigo la llave de la habitación que compartía con el Dr. Banjo. Salí corriendo, llegué a nuestro cuarto y verifiqué que no había nadie. Desesperado bajé a la recepción y mientras esperaba por alguien que me atendiese, divisé en uno de los grandes sillones del vestíbulo a un personaje impecablemente vestido como un lord inglés que leía un libro con total compostura y un vaso de scotch a un costado. Me acerque tímidamente y parafraseando a Stanley pregunté: - “Doctor Banjo, I presume?”. Balbuceé algo respecto a la llave, se repitió el leve gruñido de las noches precedentes y subimos juntos en el ascensor acompañados de un gigantesco bloque de hielo pendiendo sobre nuestras cabezas. Entramos a la habitación. Él se dirigió de inmediato al baño y cuando salió entré yo, me puse el pijama, me cepillé los dientes y al salir el Dr. Banjo había apagado la luz y casi de inmediato comenzó a roncar. Al despertarme en la mañana ya había abandonado la habitación.
El jueves, mi cuarto día en El Cairo, a mis amigos se les ocurrió la brillante idea de que no podíamos regresar a nuestros países sin haber asistido a una de las célebres presentaciones de “danza del vientre”. Analizamos varias opciones que nos dieron en el propio hotel y siguiendo las recomendaciones de algunos viajeros que ya habían visitado Egipto en alguna otra oportunidad, fuimos en busca de un lugar en donde pudiésemos disfrutar de este exótico espectáculo. Antes de salir dejé una nota al Dr. Banjo pidiéndole que si yo no regresaba temprano al hotel me dejase la llave en la recepción para no molestarle otra vez al llegar en la noche. La danza del vientre por supuesto se prolongó bastante y ya en el hotel descubrí complacido que la llave estaba esperándome en al recepción. Sin embargo, al entrar al cuarto, no fui lo suficientemente silencioso, sobre todo al tratar de desplazarme a obscuras para no despertar a mi vecino y muy a mi pesar tropecé con los zapatos que había dejado junto al escritorio que compartíamos; golpeé el mueble con las dos manos para evitar la inminente caída y claro, el ruido fue mayúsculo. El Dr. Banjo despertó, gruñó, fue al baño… cuando salió entré yo, me puse el pijama, me cepillé los dientes... al salir ya había apagado la luz y casi de inmediato comenzó a roncar. Al despertarme en la mañana no había nadie más en la habitación.
El vienes, mi quinto día en El Cairo, asistí también a los debates y conferencias y en la noche, luego de la ceremonia de clausura, fuimos con todos los amigos al espectáculo de luz y sonido en las pirámides y luego a la recepción de cierre que las autoridades egipcias habían preparado con todo lujo y generosidad. Llegamos tardísimo al hotel. No me atreví a molestar nuevamente al Dr. Banjo. Una vez más habría sido insostenible para él -e incluso para mí- pues los tormentos de la culpa me agobiaban en grado superlativo.
Pedí a mis colegas dejarme compartir su habitación aunque sea en un sillón hasta el día siguiente, felizmente alguien comentó que su compañero de cuarto había partido de vuelta en esa tarde y había una cama libre en su habitación así que allí pasé mi última noche en ese hotel. En la mañana volví a mi cuarto…el Dr. Banjo se había ya marchado. Noté que había olvidado un pijama blanco de fino algodón nigeriano. Decidí conservarlo como recuerdo de esta historia. Hasta ahora uso el ligero pantalón cuando voy a la playa. Lo uso para sentarme a leer a orillas del mar evitando que el sol haga estragos en las piernas de alguien que como yo, se viste de corto muy de tarde en tarde.
Cuatro años más tarde en 1990 fui invitado a presentar una ponencia en la “V Conferencia Mundial sobre Transporte Urbano en los Países en Desarrollo” que se desarrolló en Sao Paula, Brasil. Tenía que hablar en un panel integrado por varios colegas de diversas nacionalidades en un gigantesco auditorio. Una persona iba anunciando a los asistentes el nombre y nacionalidad de los panelistas y por último anunció a la persona que iba a desempeñarse como moderador del panel. Casi caigo de la silla cuando esta persona anunció: - Moderará la mesa el Dr. Banjo, profesor de la Universidad de Lagos. Repuesto apenas del impacto, me volvía hacia él y audazmente le dije: - “Doctor Banjo, what a pleasure!, do you remember me? Y él, extremadamente gentleman, tendiéndome la mano me respondió: - Of course!
En Sao Paulo conversamos bastante, le gustó mi ponencia, limamos vejas asperezas y por mucho tiempo me envió una tarjeta de navidad todos los años.
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